Europa se quema en estos días de
julio de altas temperaturas históricas, tal si de un intento de replicar a gran
escala la calcinación de Roma -en el también mes de julio aunque del año 64
d.C.- se tratase. A diferencia de que si bien en antaño acaeció un episodio más
bien esporádico, los múltiples y simultáneos incendios feroces de la
actualidad, que devastan amplias zonas de sur a norte del continente, parecen ser
el preludio del inicio de una nueva era de olas de calor de tendencia
catastrófica, por no decir apocalíptica -tal como ha aseverado la OMS-, a la
que aun sin quererlo los seres humanos contemporáneos no vamos a tener más
remedio que acostumbrarnos y, sobre todo, aprender a gestionarlo con celeridad,
pues en ello nos va la vida. Todo y así, y con independencia de sus causas -díganse
cambio climático, abandono de parques forestales por despoblación rural,
imprudencia e imbecilidad humana, y uso de materiales de obra civil y pública no
aptos para altas temperaturas-, lo que personalmente llama mi atención, en este
ciclo emergente marcado por una crónica de tierras quemadas anunciadas (con la
consiguiente pérdida de bienes y vidas humanas), no es otro que el fenómeno
bautizado como “fuego inextinguible”. Cuyo nombre, como es de suponer aun no
siendo su llama de naturaleza eterna, viene dado tanto por la voracidad
imparable del fuego como nunca antes se había visto, como por la atónita percepción
de impotencia del hombre moderno por contener dicha virulencia.Incendio en Ourense, Galicia (España), julio 2022
Resulta paradójico que sea
justamente el fuego, el mismo que el titán Prometeo robó a Zeus para infundir la
claridad del conocimiento en el ignorante ser humano allá por los tiempos de los
albores de la humanidad, el que ahora está sometiendo bajo cenizas a la civilización
del hombre ilustrado. Una paradoja de la que, bien mirado y con un poco de
atención por nuestra parte, podemos dilucidar el contenido de una parábola
diáfana: el conocimiento tanto puede construir como destruir. Pues, de hecho, es
precisamente nuestro mal uso del conocimiento el que posibilita que el planeta
sufra las consecuencias del calentamiento global, y que nuestros bosques
acumulen una gran carga de combustible forestal a la espera que una chispa o
una llama los prenda. Sabedores que el fuego solo requiere de tres elementos
para generar su festiva combustión: combustible, energía de activación (calor),
y el mismo oxígeno que necesitamos todos para respirar. Un tres en uno ignífero que el hombre, mal uso
del conocimiento mediante, nos empeñamos en retroalimentar mientras emulamos a
los tres monos que no ven, no escuchan y no hablan, para posteriormente
rasgarnos las vestiduras en público al coro colectivo de un llanto lánguido tras
la augurada calamidad.
Sin entrar en el ciclo natural de
vida y muerte del fuego, cuya dimensión trascendental por antropológica ya
traté años atrás bajo la reflexión “El Fuego como elemento de la vida y la muerte humana”, cabe apuntar que el fuego, aunque temido por su evidente peligrosidad
para la vida, es un elemento natural más de los ecosistemas con una función muy
concreta desde el inicio de los tiempos: la modelación y regeneración de la
fauna y la flora de un hábitat concreto. O, dicho en otras palabras, el fuego
es un elemento regulador del propio medio ambiente, al igual que el resto de
elementos de la naturaleza. Una condición que los seres humanos contemporáneos
olvidamos fácilmente cuando nos asentamos en un entorno idílico por natural, y
aún más cuando dejamos de culturalizar dicho hábitat medioambiental, ya sea por
causa del éxodo obligado por parte de autóctonos rurales que migran hacia
enclaves urbanos en busca de un cambio de vida a mejor, ya sea por la inacción
a consciencia por parte de neorrurales o urbanitas de segunda residencia que
buscan disfrutar de un paisaje asalvajado de postal, ya sea por un mal
entendido concepto purista de cero intervencionismo humano en la naturaleza por parte de las Administraciones locales que se
erigen como preservadores medioambientales. Una lógica humana coetánea, en todo
caso, que choca de frente con la lógica ancestral del fuego.
Pero no es menos cierto que,
ecosistemas medioambientales aparte, las ciudades no quedan exentas de los
efectos del ciclo emergente de incendios que los europeos del siglo XXI presenciamos
iniciarse. En este caso, el calor producido por las altas temperaturas derivadas
del Cambio Climático convierte a ciertos materiales de los que están compuestos
nuestros bienes de consumo cotidiano, los cuales son perceptibles de sufrir
estrés térmico, en el combustible urbano de ignición perfecto para el fuego como
sustitutivo del combustible forestal. Una evidencia tan nueva como de rabiosa
actualidad en gran parte de la vieja Europa que, a falta de que el hombre pueda
y aún más quiera revertir el calentamiento global en su imparable tendencia
creciente, las nuevas generaciones van a tener que verse obligadas a modificar
las características técnicas de los consumibles, si no quieren ver como sus
ciudades construidas sobre las teas de materiales sintéticos se reducen a
cenizas un año sí y otro también. Como reza el refrán, lo que el fuego no
destruye, lo fortalece.
Quien sabe, si el fuego encierra
la mítica iluminación del conocimiento divino regalado al hombre por dioses ya
olvidados, quizás su reciente renovada flamante intención en esta nueva era
hegemónica de incendios no sea otra que la de volver a poner luz, a los
actuales humanos ignorantes por irresponsables e inconscientes, en nuestra
limitada facultad de comprender por medio de la razón la naturaleza, cualidades
y relaciones que conlleva nuestra conducta autodestructiva. Por lo que, en
consonancia con esta línea argumental, si podemos ver más allá de la
devastación y la desolación humeante que los incendios dejan tras de sí,
entenderemos que si bien el fuego es un continente volátil por atemporal y aespacial
que se hace lugar vaciando lo existente a su paso, el conocimiento es su verdadero
contenido que subyace en dicho cenizo vacío. Un conocimiento que nos hace
entender, a la luz de la lógica, el principio universal de causalidad, y que
por tanto nos invita a comprender que en vez de poner nuestro esfuerzo e
inteligencia al servicio de intentar apagar fuegos inextinguibles en modo
ofensivo, deberíamos centrarnos defensivamente en evitar la tormenta de fuego
perfecta que conlleva la coexistencia de grandes cargas de combustible rurales abandonadas
y urbanas potenciales, junto a las altas temperaturas ambientales descontroladas.
Aunque aquí, como en otras cuestiones de la vida, con los intereses del hombre
hemos topado, pues esta es materia que afecta de manera directa tanto al patrón
humano de explotación y gestión de recursos naturales, como al modelo
productivo fabril de reconversión de dichos recursos en bienes de consumo.
Bien nos hubiera ido que en
tiempos de titanes nos hubiesen regalado algún que otro elemento divino que, complementando
al fuego de Prometeo, nos ayudase a contrarrestar tanto el presentismo
existencial como la cortedad de miras que trágicamente nos caracteriza a los
seres humanos. Pero así son las cosas, y así somos por las capacidades que
tenemos. Y, en su defecto, la era del fuego inextinguible resultará irremediablemente
más virulenta a cada año que pase, quizás hasta que logre iluminar nuestra
prepotente ignorancia o que, en su desesperado intento por esforzarse en alumbrarnos
de conocimiento, acabemos por
consumirnos bajo la vasta llama abrasadora por causas de inanición
racional. Todo es posible, aunque en toda suma de historias solo hay lugar para
un único resultado final. Fiat lux!