Hace escasamente unos días atrás me levanté con la noticia de que el mundo superará los 8.000 millones de habitantes en el mes de noviembre de este año. Se dice pronto, y más sabiendo que cuando servidor nació hace cincuenta años éramos menos de la mitad de habitantes en el planeta, y que cuando nació mi padre tan sólo sumaban poco más de una cuarta parte del total actual. De hecho, el número de habitantes a nivel mundial no comenzó a superar la barrera de los 1.000 millones hasta el siglo XIX, fecha a partir de la cual nos hemos disparado exponencialmente gracias al estado de bienestar social adquirido por los avances en ciencia y tecnología. Para hacernos una idea más expresiva, apuntar que en la época del antiguo Imperio Romano se estima que en el planeta habitaban menos de 200 millones de personas (un 2,5% de la población actual), o que en la época de la Ilustración con la Revolución Francesa como exponente histórico había menos de 900 millones de personas (un 11,25% de la población presente). Es decir, es una evidencia empírica el hecho irrefutable de que en las últimas décadas los seres humanos nos hemos reproducido con una tasa de crecimiento pareja al de las plagas bíblicas de los insectos. Y ya se sabe qué pasa con las plagas, que lo arrasan todo a su paso.
Si al crecimiento desmesurado que
protagonizamos los humanos, le sumamos el innegable fenómeno mundial del cambio
climático, que es noticia de rabiosa actualidad por los estragos naturales que
causa al planeta y que el mismo hombre hemos provocado y continuamos empeorando
en un dale y remata como si no existiese un mañana, uno no puede dejar de reflexionar
sobre la pregunta nada menor de hasta cuándo nuestro planeta puede llegar a
resistir la presión ejercida por la humanidad. O, dicho en otras palabras, ¿cuántas personas más tenemos que ser en el mundo, con
nuestra actual dinámica conductual irresponsable, para acabar con la vida en la
Tierra?. Una pregunta tan pertinente como obligada al no ser una especie
precisamente reconocida como protectores de nuestro hábitat natural, sino todo
lo contrario por caracterizarnos por ser insaciables depredadores del mismo.
Ciertamente, ésta es una cuestión
mayor que tiene su complejidad resolutiva, no solo porque insensato de mi
intento tozudamente reflexionar en medio de una sufrida ola de calor asfixiante
que tiene a media Europa quemándose como efecto secundario, tal si reviviéramos
los tiempos de Nerón, sino principalmente porque intervienen múltiples derivadas
en el tema objeto de consideración. No obstante y a mi parecer, todas estas derivadas
bien pueden agruparse en tres grandes factores claves con personalidad
substancial propia: el consumo de recursos naturales, la producción de bienes y
servicios de consumo, y la afección sobre el medio ambiente. Factores que, por
estar interrelacionados entre sí, me centraré por síntesis y economía argumental
en el consumo de recursos, sobre el razonamiento de que si bien la afección
negativa en el medio ambiente (dígase cambio climático, adelgazamiento de la capa
de ozono u ozonosfera, y aumento del efecto invernadero) no puede entenderse
sin un modelo productivo de bienes y servicio de consumo altamente dañino (pues
son los gases y elementos químicos contaminantes utilizados y desarrollados en
los procesos fabriles los principales responsables), asimismo dicha producción
de consumibles no sería posible sin la explotación sistemática a su vez de los
recursos naturales del planeta.
Así pues, centrándonos en el
factor del consumo de recursos naturales, como singularidad reflexiva
destacable de la concatenación de causas-efecto que conforman el triángulo
vicioso de los factores expuestos, la pregunta inicialmente planteada de ¿cuántas
personas más tenemos que ser en el mundo, con nuestra actual dinámica
conductual, para acabar con la vida en la Tierra?, puede ser reformulada por: ¿cuánto tiempo nos queda para consumir la totalidad de los recursos
naturales del planeta?. Dos preguntas que aún buscando una misma respuesta, ponen en
evidencia la interdependencia de tres variables a tener en cuenta: el valor
tiempo, el valor volumen (de habitantes), y el valor constante (de la destructora
conducta humana).
Entrando pues sin dilaciones en
materia, y teniendo en consideración las variables expuestas, podemos aseverar
que a estas alturas del conocimiento humano sabemos datar la fecha de inicio en
la que comenzamos a consumir más recursos del planeta del que éste puede
regenerar -fenómeno denominado déficit ecológico, que es el indicador que nos muestra
cuándo la presión de la demanda humana (dígase huella ecológica) excede los
recursos naturales para sostener la población (dígase biocapacidad)-, que fue hace
ya 52 años, es decir, en el año 1970. Desde entonces, el ser humano ha ido
aumentando tan progresiva como aceleradamente dicho déficit ecológico con la
voracidad propia de una termita, hasta la fecha de hoy que consumimos un
desmesurado 74 por ciento de todos los recursos
naturales que el planeta puede regenerar durante un año. O, explicado en
otros términos, el hombre contemporáneo registra un déficit ecológico sobre el
planeta (dígase sobrecapacidad) consumiendo actualmente los recursos que
ofrecerían un total de 1,7 Tierras, lo que imposibilita a nuestro planeta el
poder regenerarse; semejante a vaciar ávidamente una despensa sin dar tiempo a
reponerla. Aunque cabe señalar que ésta es una estimación media global que
varía según cada país, ya que, por poner algunos ejemplos, Qatar consume lo
equivalente a 9 planetas como la Tierra, Estados Unidos 5,1, y España 2,8. Amén
que, en todos los casos y sin excepción, a cada año que pasa los países
desarrollados avanzan peligrosamente en el calendario anual el mes en que se
sitúan en números rojos en relación con nuestro proveedor natural que es el
planeta. Una conducta de consumo parecida, por poner un símil, con el uso compulsivo
de una tarjeta de crédito que a cada mes que pasa nos quedamos más pronto sin
fondos.
Tras esta escalofriante
radiografía de la realidad, para conocer el tiempo que nos queda por consumir
la totalidad de los recursos naturales del planeta, así como el número de
personas necesarias o inflexión poblacional para ello, tan solo cabe hacer una
extrapolación de los parámetros del índice de déficit ecológico (74%) y de la masa
poblacional actual (8.000 millones de personas), en relación al tiempo requerido
para consumir los recursos naturales anuales restantes que genera la Tierra (26%)
a la luz del ritmo de crecimiento de habitantes a nivel mundial en calidad de
consumidores potenciales, y sobre la
base teórica que las variables referenciadas no sufran alteraciones
sustanciales en su continuo evolutivo (constante conductual), como puedan ser a
modo de ejemplo una nueva pandemia o una guerra o un cataclismo global que
diezme las variables consumo o población mundial. En esta línea de pensamiento,
si tenemos en cuenta que la tasa de crecimiento interanual de la población
mundial (relación entre nacimientos, defunciones y esperanza de vida) es actualmente
del 1 por ciento, media que puede verse aumentada en un futuro próximo en los
macro países en desarrollo y más poblados del planeta como son la India y China
con casi 3.000 millones de habitantes (gracias a la creciente industrialización
y la mejora en atención sanitaria y en producción de alimentos), podemos
deducir, regla de tres mediante, que alrededor del año 2100, de aquí tan solo 78
años, el planeta contará con cerca de 11.000 millones de personas. Y es, justamente,
poco más de 2.000 millones de habitantes complementarios los que necesita la humanidad para
consumir, o mejor dicho fagocitar, el 100 por cien de los recursos naturales
que la Tierra puede regenerar durante todo un año. Sin intención alguna de
parecer un ave de mal agüero o de intentar imitar al oráculo de Delfos, los números
cantan: el ser humano puede acabar con el planeta en menos de un siglo.
Para quien no acabe de entender
la dimensión que representa el hecho de finiquitar, mediante la desbocada
cultura de consumo del modus vivendi humano, la totalidad de los
recursos naturales que nuestro planeta puede generar durante un año, apuntar
que ello implica, en resumidas cuentas, que los recursos naturales renovables
no tendrán posibilidad de renovarse, y que los recursos naturales no
renovables, inevitablemente, se agotarán. Es decir, dejaremos seca la Tierra,
tales langostas que pasan una y otra vez sobre una plantación ya devastada. Y
si esta expresión no es suficientemente gráfica, señalar que la estadísticamente
posible nueva situación comportará la desaparición de ecosistemas como las
selvas tropicales o los ríos fluviales, con la consecuente extinción de especies
hoy en día existentes, así como la normalización de cambios extremos en la
meteorología que, en suma y sin lugar a dudas, acarrearán hambrunas generales,
abocándonos irremediablemente a nuevas contiendas bélicas entre humanos por la
defensa de la supervivencia de unos sobre otros. Un imaginario que, aun siendo
de corte distópico, estoy seguro que todos, bajo el conocimiento de los
acontecimientos presentes del mundo, bien podemos intuir como un escenario futurible
por probable.
Sí, ciertamente éste es un escenario
apocalíptico que en absoluto nadie en sus cabales desea, pero que asimismo tiene
una salida posible que por su potencial reversible puede cambiar el futuro a
mejor: la entrada en razón por parte del hombre en economizar procesos
productivos, vivir dentro de los límites de los recursos naturales y, por ende,
velar por imperativo legal en la preservación y regeneración medioambiental del
planeta, nuestro único hábitat sin opción actual a un plan b en el inmenso
universo. Un cambio de conciencia colectiva que, por otra parte, podría verse
facilitado -diosas Moiras lo quieran-, por futuribles avances
disruptivos en materia de recursos y consumibles tan alternativos como sostenibles
de la mano aventajada de la inteligencia artificial. No obstante, sea como
fuera, no hay que perder de vista que esta es una carrera que a todas luces se
presenta contra reloj, y cuya única certeza sobre el resultado final no es otra
que aquella que servidor no verá. Una carrera a descuento que, en definitiva,
no es del hombre contra el planeta Tierra, no nos equivoquemos, sino del hombre
contra el propio hombre, cuya presentista y egoísta mirada humana,
profundamente humana, no nos permite alzar la vista más allá de nuestro ombligo
con el peligro que comporta el avanzar sin mirar hacia dónde nos dirigimos. El
reloj ya hace tiempo que comenzó la cuenta atrás, y si bien cerca de un siglo
puede parecernos una eternidad, no es más que un suspiro para la historia de la
humanidad, por lo que no hay lugar para la relajación. No nos engañemos, la
última frontera a día de hoy no es el espacio, sino la propia Tierra, al menos
para la gran mayoría del común de los mortales.
Segunda Parte del Artículo:
- El espacio exterior, el plan B real de la Tierra de unos pocos
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