En España tenemos un serio problema, y es que vivimos como ricos cuando en realidad somos pobres, a imagen y semejanza de los hidalgos de antaño o de los nobles contemporáneos que aparentan riqueza mientras gestionan míseros patrimonios. Una conducta generalizada de corte casi patológica fundamentada en la importancia de la apariencia externa, en un mal entendido honor patrio de la imagen pública ante todo, aunque seamos en verdad un país de camareros. En la mayoría de casos licenciados, eso sí, pero cuerpo de servidumbre profesional en definitiva, por y para el servicio de terceros señores con divisas más poderosas. Quizás este orgullo trasnochado, que nos hace aparentar más de lo que somos, tal si de un juego de ilusionismo se tratase, procede a partes iguales tanto de la envía por lo ajeno como deporte ancestral nacional, como de la añoranza por la grandeza de un imperio perdido donde nunca se puso el sol a lo largo de más de tres siglos.
Sea como fuere, nuestro halo de
país occidental rico es una falacia entre semejantes, aun posicionados en el
cuarto puesto del ranking de PIB’s europeos, pues no por más facturar se tiene
más, como bien sabe hasta el tendero de la esquina. Un autoengaño colectivo de imaginario
de país rico sostenido, por pinzas, gracias a tres factores externos:
1.-Un Banco Central Europeo que
nos compra toda la deuda pública permitiendo que la consentida España disfrute
hasta la fecha de una Prima de Riesgo baja y, por ende, de una financiación
barata en mercados internacionales.
2.-Una Comisión Europea que nos
inyecta unos Fondos económicos europeos, a modo de esteroides anabolizantes,
que financia nuestro tan costoso como ruinoso Estado de Bienestar Social y
otros gastos de naturaleza más caprichosos.
3.-Y, una misma Comunidad Europea
que, por causa de fuerza mayor de una España con un motor privado sin potencia,
no ha tenido más remedio que permitirnos flexibilizar nuestro techo de gasto
público, lo cual no hace más que aumentar nuestro desorbitado endeudamiento
nacional.
Como vemos, un ciclo vicioso
donde el pez español se come su propia cola, todo y rezando que ni el Banco
Central Europeo ni la Comisión Europea cesen en su ejercicio de ángeles de la
guarda o, en su defecto, de persistir en recrearnos la ilusión de un status de
vida que no es generado de motu proprio. Mientras la UE se aferre con
ciega lealtad a su compromiso por la (utópica) convergencia económica entre los
diferentes países de la zona euro, los españoles podemos continuar disfrutando
de pan y circo, inconscientemente ajenos al peligro de estar colgados por
pinzas sobre un abismo.
Y si esta situación ya es
objetivamente frágil de por sí, lo único que nos faltaba ahora es la
inestabilidad de la coyuntura internacional, en pleno proceso geoestratégico de
redefinición de aquello que entendemos por globalización -guerra ruso-ucraniana
con crisis alimentaria y energética mediante-, provocando que la inflación se
dispare y con ella se active la tópica medida tan reguladora como aturdidora (análoga
a los efectos que un antibiótico produce en un paciente) de la subida de los
tipos de interés. Lo cual, previsiblemente, va a llevar a España a una
situación que los chamanes de nuestra sociedad que no son otros que los
economistas denominan como estanflación: un estadio donde la inflación no deja
de crecer mientras coexiste con tasas de desempleo elevadas, produciendo un
estancamiento de la economía. De hecho, en términos de PIB nacional, en este
año ya llevamos el freno de mano puesto. Aunque, todo hay que decirlo, mientras
al españolito de a pie no le falte pan, queso o chorizo y vino, y a estas
alturas del año un poquito de sol y playa, seguiremos andado el camino con
porte de señoritos. No obstante, el pobre, aunque señorito se vista, pobre se
queda.
Sí, la economía española es
pobre, y justamente porque no queremos verlo deviene sempiterna; es decir, que
dicho estado de pobreza si bien tuvo un principio contemporáneo con la Gran
Crisis del 2008 parece que no tenga fin, amén de cómo afrontamos la situación,
connivencia en suma de unos políticos que a todas luces resultan incompetentes
como gestores públicos. Una ceguera colectivamente autoinducida que nos va a
llevar como país a un suicidio social, a tenor de que mientras redirigimos y
centramos nuestras energías en dar cobertura social pública a una población creciente
cada vez más necesitada de subsidios, hacemos a la vez poco o nada en
desarrollar una economía productiva estructural como país. Lo cual es parejo a
dedicarse solo a achicar una embarcación que hace aguas, sin atender la puesta
a punto de su motor gripado, cuya necesidad de potencia y velocidad serán
vitales en caso que sobrevenga una más que probable inminente tempestad de alta
mar. Y todo y así, tal es el grado de nuestra enajenación social que aún nos
sentimos orgullosos frente al hecho que la industria tractora de la economía de
nuestro país, nuestro motor económico por excelencia, se fundamenta en servir
cervezas a turistas. Eso sí, sin perder el porte de señorío de tiempos pasados que
nos caracteriza.