En ocasión de la celebración esta
semana del día mundial del orgullo LGTBIQA+ (colectivo integrado por lesbianas,
gais, trans, bisexuales, intersexuales, queers, asexuales, y otros no
heterosexuales), y con independencia de la complejidad de dicha nomenclatura
acrónima cargada de un vasto significado conceptual, lo cierto es que no dejo
de asombrarme ante el hecho que en el orbe occidental, y en pleno siglo XXI, tanto
la tendencia y la orientación sexual como la diversidad de modelos de familia
sea aún hoy en día objeto de debate, e incluso de crispación social con tristes
episodios homofóbicos de rabiosa actualidad. Aunque, sociología mediante, si
entendemos que el mundo occidental ha sido culturalmente esculpido a sangre y culpa
durante dos mil años por la filosofía católica, moralmente represora contra el
sexo fuera del ámbito matrimonial heterosexual y de la circunscripción propia de
la función reproductora, podemos interpretar del por qué el sexo y las
relaciones sentimentales entre personas, lejos de ser un tema normalizado, aún
levanta pasiones primitivas entre congéneres. Un tema de debate a todas luces tan
anacrónico moralmente como la obcecación de persistir en la antigua idea
católica de que la Tierra es el centro del universo conocido (cuya refutación
casi lleva a Galileo a la pena de muerte por parte de los santos padres de la
Iglesia, los cuales le exculparon 360 años más tarde y a regañadientes ya en
los finales del siglo XX).Copa Warren, s.I d.C.
Lo cierto es que la idea de la
práctica sexual como un acto exclusivamente de funcionalidad reproductora, así
como de la férrea creencia en un solo modelo de familia limitado únicamente al tipo
heterosexual, es una idea cultural -y profundamente católica- y no universal,
por lo que no tiene cabida en las sociedades laicas contemporáneas, cuyos
estados sociales y democráticos de derecho se fundamentan en la defensa de la
dignidad del ser humano por encima de sus credos y tendencias y orientaciones
sexuales y sentimentales.
De hecho, a los detractores contemporáneos
de la libertad sexual y la diversidad de modelos de familia -que no es
casualidad que se limite a la comunidad de feligreses católicos-, cabe
recordarles que no fue Jesús de Nazaret, sino el teólogo argelino Agustín de
Hipona quien cuatro siglos después de la muerte del mesías cristiano (s.IV) relacionó
el sexo con la lujuria y con el concepto de pecado original; y que asimismo
tampoco fue la inspiradora figura de Jesús, sino el papa italiano Gregorio VI
siete siglos más tarde (s.XI) quien declaró el matrimonio entre hombre y mujer
como sacramento (signo indisoluble de la gracia del Dios católico) y lo sometió
bajo control de la entonces todopoderosa Iglesia, sepultando así con estos
hitos eclesiásticos siglos de tradición greco-romana de desinhibición sexual y
de prácticas matrimoniales esporádicas entre la población, las cuales solo eran
meros instrumentos legales de las clases altas para garantizarse la herencia
patrimonial. Es decir, la reforma radical que sufrió la visión del sexo y del modelo
de familia de la era clásica en su paso a la era cristiana fue fruto de decisiones
tomadas por hombres, profundamente mundanos por humanos, condicionados
contextualmente a su época y tiempo. Una toma de posición sobre la cosmología
humana que por ser cultural es temporal, y por tanto siempre susceptible de ser
modificada para mejor a la luz de nuevos tiempos más evolucionados; parejo, por
poner un ejemplo, a cuando en su momento y durante siglos la Iglesia defendió y
aceptó la esclavitud de seres humanos como parte del mundo secular,
prohibiéndola posteriormente en el siglo XVI para amerindios y más tarde en el
siglo XIX para africanos. Y de igual manera que en la actualidad, como nota
esclarecedora para católicos despistados, el presente Papa Francisco, como
máximo representante de la Iglesia Católica del siglo XXI, ha declarado alto y
claro que ni el sexo es pecado, ni el placer es católico, condenando en este
sentido “(…) una moral santurrona, un moralismo que no tiene sentido y que, en
todo caso, puede haber sido, en algún momento, una mala interpretación del
mensaje cristiano” (libro entrevista en Terra Futura. Diálogos con el Papa
Francisco sobre ecología, Giunti Editore, 2020). Es decir, y a modo de
apunte para mal entendidos conservadores católicos trasnochados que se
escandalizan frente a un beso lésbico, un matrimonio homosexual, o una fiesta social
de reafirmación no heterosexual, que sepan que los credos culturales, como
conjunto de conocimientos adquiridos mediante el desarrollo de las facultades
intelectuales humanas en una sociedad en continua evolución, son un ente dinámico
que por reactualizarse constantemente están vivos, ya que en caso contrario no
puede hablarse de cultura sino de fundamentalismo. Siendo justamente el
fundamentalismo, entendido en parámetros de nuestras sociedades modernas,
antagónico a los principios rectores de la Democracia.
En este sentido, los conceptos de
sexo y familia propios de las sociedades contemporáneas laicas por democráticas
tienen más similitud con aquellos conceptos análogos acogidos en las antiguas
culturas griegas y romanas, cunas de nuestra civilización occidental y cuyas
sociedades vertebradas en el culto a la vida (y por ende al placer) eran mucho
más abiertas y tolerantes con las relaciones sexuales y sentimentales entre
personas, que con la visión medievalista represiva que aún coletea como sombra
alargada en occidente por influencia de una filosofía popular católica sin
actualizar.
Juzgar la valía como ser humano
de una persona por con quién se acuesta en la cama, por quién tiene como pareja
más o menos estable, por qué modelo de relación familiar opta, o con qué ropa
se viste es propio de mentes pequeñas y retardadas. O acaso, ¿vale menos la
filosofía de Platón o los inventos de Leonardo da Vinci por haber ambos
mantenido sexo con hombres, o vale menos la literatura de Virginia Woolf por
ser bisexual, o es menos capaz la astronauta Anne McClain por ser lesbiana,
entre una larga lista de hombres y mujeres notables de la historia de la
humanidad?. Cada cual que se meta en la cama con quien le plazca, solo
faltaría. A la sociedad lo que es de la sociedad, y al sexo y a las relaciones
sentimentales -en la intimidad de la vida de cada cual- lo que le son propios. Y
frente al fundamentalismo de homófobos y homófobas (verdaderos guardianes de
las llaves del ostracismo), más educación en valores humanos y en historia de
la humanidad por favor y, en su defecto, que les sea aplicado de manera
reglamentaria los principios fundamentales de la Democracia como sistema de
organización social moderna con todo el peso reeducador de la ley.