El hecho fehaciente del presente
estado de desabastecimiento de ideas en la sociedad contemporánea se debe, sin
lugar a dudas, a que el homo sapiens (literalmente, hombre pensante u
hombre sabio) se encuentra en fase de extinción por exterminación sistemática
institucionalizada de un sistema social de control de masas basado en la
reprogramación y automatización tecnológica de los individuos. Sobre la
eliminación sociológica de la capacidad reflexiva y de pensamiento crítico del
hombre actual ya me he referido en anteriores deliberaciones, por lo que no voy
a extenderme aquí en su desarrollo argumental (Ver términos relacionados en el Vademécum del Ser Humano). Y si bien este asunto que nos ocupa es poliédrico, ya que
puede enfocarse desde múltiples ángulos reflexivos, en el día de hoy me apetece
exponer la figura del Filósofo, como exponente del reducto de hombres pensantes
que heroicamente resisten o como última trinchera del pensamiento humano stricto
sensu, en relación al presente contexto de desabastecimiento de ideas.
No obstante, hoy no me interesa
presentar al Filósofo como paladín del pensamiento en medio de una tierra yerma
de ideas, ensalzando sus cualidades cual héroe de narrativa de caballería se
tratase, sino evidenciar su naturaleza paradójica por humana, profundamente
humana que, a la par, pone de relieve su titánico esfuerzo existencial por
mantenerse cuerdo en un mundo lleno de contradicciones (por ser éste a imagen y
semejanza del propio ser humano). En este sentido, la Paradoja del Filósofo
puede sintetizarse en dos grandes proposiciones.
En primer lugar, el Filósofo (al
cual no hay que confundir con el estudioso de la Historia de la Filosofía, que
no piensa, solo copia y repite) es un ser pensante que, a medida que avanza en
su madurez intelectual, va ganado con los años un estado endógeno de tristeza
derivado de la inteligencia de comprender tanto asuntos atemporales como
contextualizados a su tiempo, abocándole sin remedio a episodios personales propios
del pesimismo de Schopenhauer, del nihilismo de Nietzsche, del existencialismo
de Sartre, o del absurdismo de Camus. Un estado de tristeza endógena, más o
menos exteriorizada según cada cual, producida irremediablemente por un estado
de impotencia exógena generado por la progresiva lucidez sobre el propio
dinamismo rutinario de la sociedad en particular y de la historia de la especie
humana en general. Pero que, a su vez, se contrarresta -en un frágil pero
eficiente equilibrio casi perfecto de opuestos- con una naturaleza del Filósofo
inherentemente raciovitalista, concepto magistralmente desarrollado por Ortega
y Gasset, al encontrar placer vital y sentido existencial íntimo en su
experiencia del pensar a la luz de la Razón. Aquí, la famosa elocución de
Unamuno que reza “bendita piedra que pesas, no piensas, y existes”, no tiene
cabida para el Filósofo, pues aún quizás anhelando no pensar para no Saber, lo necesita
como aire para respirar.
Y, en segundo lugar, el Filósofo,
en su búsqueda de la esencia última de todo aquello susceptible de poder ser reflexionado
por la capacidad cognitiva humana, desea inevitable e impulsivamente querer
explicarlo todo, a la vez que dicha indagación por la verdad primera de las
cosas le aboca a dudar de todo, haciendo de la certeza y de la duda dos polos
de un mismo cuerpo magnético que no es otro que él mismo. Lo cual es parejo a
afirmar que en la cosmología de todo Filósofo cabe la conciliación armoniosa de
conceptos aparentemente irreconciliables (para la mente media) como son el
relativismo, la duda, y el objetivismo o universalismo, la certeza (Protágoras versus
Kant, por poner algún ejemplo). Y es que el Filósofo entiende, tal si fuera
descendiente del dios romano Jano de las dos caras, que los opuestos del
relativismo y el universalismo no son más que grados de una misma naturaleza, y
que su coherencia se halla justamente en observar la escala objeto de estudio
de una misma entidad.
Sí, la Paradoja del Filósofo es cuádruple:
pesimismo/vitalismo y certeza/duda. Pero es gracias a la mecánica natural de
esta Paradoja, tal si de un motor de combustión de pistones opuestos se tratase,
que el hombre pensante se cuestiona el status quo de la opinión de los
principios aceptados por la mentalidad colectiva, replica los fundamentos de la
lógica común por normalizada, considera viejos y nuevos problemas desde nuevos ángulos,
se abre a la oportunidad reflexiva de nuevas posibilidades asociativas o
disociativas, y en este proceso es capaz de crear nuevas ideas, ya sean evolutivas
o disruptivas, que imaginen una nueva realidad para el avance humanista del
conjunto de la sociedad. Es por ello de la relevancia social del Filósofo, pues
desde su naturaleza paradójica se manifiesta un jardinero de nuevos
pensamientos, tarea que si bien es humilde no por ello resulta nada desdeñable en
los actuales tiempos de desabastecimiento de ideas. Si dejamos desaparecer a
los filósofos, porque consideramos que su paradoja existencial no encaja con la
“normalidad” o la “validez productiva” imperante, ¿qué ideas nos quedarán?: más
aquellas que exclusivamente sirvan para controlar la masa en pos de validar una
unimente colectiva. He aquí el principio del fin del pensamiento crítico humanista,
y con él el fin de la era del homo sapiens.
[Error de idea. Descargue el
paquete de nuevas ideas y actualice su configuración…]
En un mundo intencionadamente
desabastecido de ideas, que promueve institucional y profesionalmente el
suicidio social de los filósofos, no puedo dejar de reafirmarme, pipa en boca,
en que el Pensar es la última frontera del ser humano libre.