En una sociedad no reflexiva, sino contrariamente impulsiva en gran medida por el propio nivel de aceleración del mundo -del cual podemos observar los acontecimientos globales a tiempo real gracias a una conexión adictiva con los dispositivos móviles-, nos hemos habituado a consumir listas infinitas de hechos cotidianos de la realidad en forma de noticias exprés sin atender a sus causas. Pues un hecho, ya sea circunstancial o estructural, elevado a noticia no es más que el efecto de una causa primigenia que lo originó. Y si paramos a observar por un momento las causas de los hechos, más o menos recurrentes en un carrusel con distintos protagonistas y telones de fondo, que diariamente copan los informativos en sus múltiples formatos, podemos deducir que en la mayoría de los casos la causa substancial o primera no es otra que la angustia.
Si entendemos que la angustia es
un estado afectivo personal de alteración psicoemocional e inclusive físico
como reacción natural frente a un peligro perceptible, desencadenado por una
emoción básica tan ancestral como es el miedo, ya sea éste de naturaleza real o
ficticia, estando este miedo en estado descontrolado, observaremos diáfanamente
como la angustia es la causa que tiene como efecto muchos de los hechos
noticieros de nuestra realidad más cotidiana. Pues podemos ver angustia en las
masivas prácticas convulsivas del culto a la belleza del cuerpo, angustia en el
aumento de casos de enfermedades mentales infantojuveniles tras experimentar
las consecuencias sociales de una pandemia, angustia en las personas que con plena
impotencia se ven inmersas en una más que posible guerra inminente, angustia en
los desazonados trabajadores por encontrar un anhelado puesto de trabajo aunque
sea bajo sueldo precario, angustia en las personas jóvenes, mayores y ancianas
por no llegar a final de mes en un debatir diario inhumano entre comida o
alquiler o calefacción, angustia en los pequeños y medianos emprendedores y empresarios
por no perder sus empresas en un contexto de crisis económica estructural,
angustia en los desconsolados casos de suicidios por desahucio, angustia en los
campesinos por falta de agua que riegue sus campos por razones del cambio
climático, y otros tantos ejemplos de rabiosa actualidad donde la angustia se
presenta como causa denominador común subyacente. En este sentido y expuestos
algunos sucesos informativos a modo ejemplificador, cabe puntualizar que nos
referimos a la angustia realista y no a la neurótica, como bien distinguirían
los psicoanalistas, como causa tractora de gran parte de los hechos que en su
acontecer revelan el negativo, aun sin quererlo, de la sociedad contemporánea.
Pero, ¿por qué nos hallamos frente
a una sociedad de la angustia?. ¿Cuál es el peligro perceptible que desemboca
en un miedo tan descontrolado como genérico que desarrolla cuadros de angustia
personal y colectivo?. ¿De dónde surge esa angustia como causa común a los
múltiples efectos que se manifiestan como hechos sociales aparentemente
independientes entre sí por su singularidad?. No hay que ser muy agudos para
deducir que la sociedad de la angustia se encuentra enraizada en un miedo
humano -profundamente humano como diría Nietzsche-, de perder o no poder
alcanzar o recuperar un estado de bienestar personal, como fundamento para la
subsistencia individual y familiar de una vida socialmente digna, en el
contexto de un mundo competitivamente agresivo de recursos limitados marcado
por la exaltación egoísta del individualismo como bien superior. O, dicho en
otras palabras, la sociedad de la angustia tiene su razón de ser natural en una
sociedad salvaje donde prima el sálvese quien pueda hobbesiano (homo homini
lupus), donde los Estados de Bienestar Social se han convertido en entelequias
de libros teóricos bajo la fuerte presión ejercida por una ávida filosofía
económica excluyente (neoliberalismo).
No obstante, sea como fuere que
la sociedad de la angustia es un efecto o por su contra una causa directa del
modelo de sociedad contemporáneo, pues tanto monta monta tanto, lo cierto es
que si Hipócrates o Hume pudieran observarnos (permítaseme aquí una licencia de
autor en una comparativa histórica entre el concepto de angustia contemporánea
y la teoría humoral -o de los cuatro humores- propia de la antigüedad que
perduró hasta la ilustración), el filósofo griego padre de la medicina nos diagnosticaría
a los actuales ciudadanos occidentales como enfermos de humor melancólico
(propio de caracteres abatidos, decaídos o deprimidos, que no dejan de ser rasgos
conductuales asociados a la angustia), mientras que el filósofo ilustrado escocés
definiría nuestros Estados como modelos de organización social enfermos por un exceso
de bilis negra. En este punto, no puedo dejar de apuntar, como nota curiosa en el
lateral de la página, que los humoralistas antiguos situaban anatómicamente la
bilis negra que provoca el humor melancólico en el bazo, y es justamente en este
órgano donde la medicina psicosomática milenaria oriental ubica el origen de la
tendencia humana a la obsesión, siendo ciertamente la angustia como alteración
psicoemocional y física fruto de un miedo obsesivo.
Pero volvamos al núcleo
substancial de la sociedad de la angustia que nos ocupa, donde podemos percibir
que la angustia se ha convertido en el eje vertebrador existencialista del ser
humano contemporáneo, pero no en un sentido existencialista heideggeriano de corte
metafísico, sino en un sentido de existencialismo práctico, pues el ciudadano
presente no se angustia sobre cuestiones abstractas sino sobre temas mundanos
por pragmáticos que obedecen al principio de realidad cotidiano. Expuesto lo
cual, y sabedores que la angustia es una enfermedad causal de índole
sociológico del siglo XXI, con independencia de sus múltiples efectos accidentales
manifestados, y cuya sintomatología afecta a nivel tanto intelectual, como
emocional y física de las personas que la padecen, no podemos dejar de
preguntarnos cómo puede sanarse la angustia realista, que no la neurótica.
Dejando de lado cuestiones propias de la Filosofía de la Sociedad, de la
Política y de la Economía, que abarcarían temáticas relativas a la subsanación
de las desigualdades sociales como garante para un estado equitativo de
bienestar social colectivo y por extensión psicoemocional de las personas en
calidad de seres sociales, temas que por otro lado ya he tratado en anteriores
reflexiones (sin que ello implique cansancio alguno por tratarlas en un futuro
próximo), me decantaré en esta ocasión por lo que denomino la Filosofía de la
Mente. En este sentido, si entendemos que la angustia es una alteración
personal fruto de un miedo descontrolado, asimismo entenderemos que los cuadros
de angustia requieren de una óptima gestión emocional para controlar dicho miedo
perceptible, materia que desarrolla la Inteligencia Emocional (cuyas técnicas
prácticas ya desarrollé extensamente en el libro “Manual de la Persona Feliz”).
No obstante, cabe subrayar que una adecuada gestión emocional de la angustia no
implica su eliminación de facto, ya que es un sentimiento natural por
inherente al ser humano en convergencia con la vida, pero sí que implica
poderla tratar en su justa medida desde un ánimo saludable versus otro
de índole enfermizo (El problema no es la angustia en sí misma, sino nuestra
reacción a la misma). La pregunta del millón, por tanto, en una sociedad estructurada
sobre la angustia, no puede ser otra del por qué de la inexistencia de la
inteligencia emocional como materia transversal en los sistemas educativos
occidentales. Seguramente, mal nos pese, en estos tiempos de exaltación del
capital sobre cualquier otro valor humanista resulta más rentable una sociedad
enferma por maleable, que una sociedad sana con autoridad propia autocontrolada
por consciente. Pues la gestión del autocontrol psicoemocional como fundamento
nuclear de la inteligencia emocional parte, indivisiblemente, de una conducta
reflexiva de la persona consigo misma y con su entorno más inmediato desde una
consciencia activa, la cual es el germen del pensamiento crítico. Una facultad
humana ésta, la del pensamiento crítico, percibida altamente peligrosa en la
sociedad actual subyugada a un férreo control de masas, sea dicho de paso.
Sí, vivimos en la sociedad de la
angustia, retroalimentada intencionadamente por una prohibición tácita colectiva
a la reflexión y a un proactivo desconocimiento masivo a la gestión emocional,
donde las personas se pierden entre sombras chinas incapaces de percibir las
manos que las proyectan. Y he aquí, entre medio de tantos claro-oscuros, los
filósofos, que por reflexionar no podemos dejar de angustiarnos, sí, pero desde
la serenidad de un espíritu autodomado (en complacencia de una diversión inteligente
donde la vida está ligada al juego de pensar, como bien apuntó Ortega y Gasset en
su Raciovitalismo). Aunque, en todo caso, es mejor la angustia del reflexivo
que la angustia del irreflexivo, pues mientras la primera tiene límites lógicos
la segunda puede llegar a ser infinita, y no hay infinitud que los hombros de
una persona pueda gestionar. Quizás, y sólo quizás, detrás de la angustia (existencial
práctica) del irreflexivo solo resida el aburrimiento, como decía Schopenhauer,
y no hay peor tormento para un ser irreflexivo que el aburrimiento de su propia
existencia. ¡Que la música no pare, pues aunque produzca angustia, la angustia
es muestra inequívoca de estar vivos!.