Hoy es siete de enero, el día posterior a la partida de los Reyes Magos de Oriente, en el que la normalidad (dígase realidad normalizada, que no por ello normal) retoma su pulso. Personalmente siempre he percibido este día como el verdadero pistoletazo de salida del calendario gregoriano a un nuevo año, tras semanas previas de una intensa transición festivo-gastronómica de corte casi medieval por el año que abandonamos. ¡Cómo nos gusta la fiesta! ¡Y el buen comer!. Hoy, sin lugar a dudas, comienza de facto entre regalos ya abiertos más o menos acertados, y empachados hasta la saciedad, un nuevo 2022 por estrenar. Un año por transitar lleno de retos en todos los ámbitos sociales, que afectan a la vida cotidiana de las personas, derivados tanto por la crisis económica global estructural que lastramos desde hace más de una década, como por las continuas disrupciones tecnológicas que sin aviso ni permiso ponen patas arriba la sociedad actual por conocida para desubicación del más talentoso o moderno, como por el aún más si cabe agravante social de una pandemia aún por superar en unos tiempos que llueve sobre mojado. Y, por si fuéramos pocos, como reza el refranero castellano, parió la abuela. O al menos en mi tierra catalana, donde contamos además con un movimiento político independentista que desde hace diez años rema obstinadamente en sentido contrario a toda lógica evolutiva en pleno siglo XXI, destacando entre sus logros el habernos situado a la cola de España, entre otros parámetros socioeconómicos más bien deprimentes, en materia de prestaciones de servicios públicos (como sanidad o educación), en competitividad fiscal, o en PIB nacional. Lo cual, ironía mediante, no deja de tener su mérito por el hecho objetivo que los catalanes, con anterioridad a la irrupción de la erosiva inteligencia independentista, ocupábamos el pódium estatal en referencia productiva y de bienestar social de toda España.
Respecto a los movimientos
independentistas, qué decir más que honestamente considero que todo pueblo
tiene el pleno derecho legítimo a reivindicar su legado histórico singular. Tal
es el caso contemporáneo, por poner un ejemplo cercano al uso, de una Escocia británica
con renovados aires segregacionistas, cuyas aspiraciones políticas actuales
independentistas se inspiran en haber sido un reino con una larga dinastía propia
durante casi 900 años hasta que a principios del siglo XVIII se adhirió al
Reino de Gran Bretaña. De hecho, Escocia permaneció tres veces más tiempo como
reino independiente que como país integrado al Reino Unido. Pero no así sucede
con el independentismo catalán, el cual aunque vende sin vergüenza una tergiversada
historia inexistente, nunca tuvo ni reino, ni rey, ni Historia propia en
mayúsculas fuera del Reino de España.
Tanto es así que cabe apuntar,
para posibles despistados, que los orígenes de la Cataluña geográfica
contemporánea nace de un conjunto de condados autónomos creados en el siglo
VIII por los monarcas carolingios (reyes francos que gobernaron en la Europa
Occidental de la Alta Edad Media), con el objetivo de detener la expansión
musulmana sobre los entonces dominios del Reino de la Hispania Visigoda
(recordemos que los visigodos fueron los que derrotaron al Imperio Romano e
invadieron la península ibérica en el s. V, y que posteriormente cayeron ante la
invasión musulmana). Y que este conjunto de pequeños condados creados por los
francos, cada uno con su conde respectivo, recibió el nombre de Marca
Hispánica. En este corte temporal, la Barcelona entonces musulmana (actual
capital de Cataluña) fue conquistada por los francos en el año 801 por el rey
de Aquitania Luis el Piadoso, creando así el Condado de Barcelona, que dependía
directamente del rey francés, llamado también Luís I de Francia. (Recomiendo
aquí la entretenida novela “Aquitania”, de Eva Gª Sáenz de Urturi, que fue
premio Planeta de 2020, para deleite de los amantes de las novelas históricas).
Durante los doscientos años
posteriores, los diversos condados que conformaban parte de la actual Cataluña
geográfica no solo batallaron entre sí por la simple avaricia de ampliar los
límites de sus condados, sino a su vez para defenderse de las tropas musulmanas
aún presentes en la península, destacando el Condado de Barcelona por sus gestas
conquistadoras. Un condado éste, al que si bien le sucedieron diversos condes
de linaje variado con relatos de fratricidio inclusive, reforzó su autoridad
política en la zona por la progresiva falta de influencia de los reyes francos
(que lidiaban en otras batallas), llegándose en un momento dado a autoproclamarse
como Principado (al territorio formado por los condados de Barcelona, Gerona y
Osona), y como Príncipe al Conde de Barcelona. Por supuesto, el influyente por
aguerrido Conde de Barcelona no podía hacerse llamar rey, porque su soberano
seguía siendo el rey franco (en este caso y a esas alturas de la dinastía de los
Capetos, una de las realezas más importantes de la Europa de aquellos tiempos).
No pasa poco más de un cuarto de
siglo en que el Conde de Barcelona, por matrimonio concertado, se une a la
Corona de Aragón, creando así una dinastía real nueva de marca hispánica. Desde
entonces, todos los Reyes de la Corona de Aragón ostentaron, a su vez, el
título de Conde de Barcelona. Es decir, la Cataluña geográfica actual formaba
parte, como un territorio más, de la Corona de Aragón. Y cabe recordar que,
posteriormente, la Corona de Aragón se integró en la corona dinástica de
Castilla a mediados del s. XV con las bodas de Fernando el Católico e Isabel la
Católica, más popularmente conocidos como los Reyes Católicos, que son los
precursores de la actual realidad sociopolítica española.
Respecto al título de Condado de
Barcelona propiamente dicho, señalar que se mantuvo vigente hasta que el rey
español Felipe V de Borbón, ganador de la Guerra de Sucesión frente a la casa
de Austria, lo abolió en 1714 mediante los famosos Decretos de Nueva Planta (en
los que también abolió todas las leyes e instituciones propias del Reino de
Aragón -que incluía el Principado de Cataluña-, el Reino de Valencia, y el
Reino de Mallorca, para unificarlos bajo la organización jurídica y administrativa
de la Corona de Castilla). Desde entonces el Condado de Barcelona, y por ende
el Principado de Cataluña, dejó de ser una entidad jurídica diferenciada, y el
espacio político de la actual Cataluña solo volvería a definirse como tal
mediante la constitución de la Mancomunidad de Cataluña (1914-1925) y
posteriormente como la comunidad autónoma actual que es Cataluña, con base en
los estatutos de autonomía de 1932, 1979 y 2006, y siempre y en todo caso como
territorio perteneciente al Reino de España. Por otro lado, el título soberano
de conde de Barcelona continuó ligado al titular de la corona española, el cual
sigue siendo hoy en día uno de los títulos del actual rey Felipe VI de España.
Expuesto lo cual aun someramente,
podemos afirmar que el catalán independentista contemporáneo, más allá de su
imaginario enajenador, no es más que un ciudadano español que no acepta su
propia identidad milenaria. Pues anhela recuperar la independencia histórica de
una Cataluña que, como parte de la historia real de España, nunca fue ni un
reino ni un estado independiente. Sin entrar a juzgar, por su irrelevancia
histórica, la autoproclamación de independencia política de Cataluña que duró
seis días en la llamada República Catalana de 1641 (bajo la supuesta protección
del Rey de Francia de turno en el contexto de la guerra franco-española contra
el rey Felipe IV de España), la proclamación del Estado Catalán del 6 de
octubre de 1934 por parte de Lluís Companys que solo duró un día (en el marco
de la II República Española que presidió Manuel Azaña, quien sea dicho de paso calificó
de traidores a los políticos catalanes), así como la reciente declaración
unilateral de independencia del Parlamento de Cataluña el 27 de octubre de 2017
que duró 56 irrisorios segundos, y que llevó al entonces Presidente de la
Generalitat Puigdemont a fugarse hasta la fecha de la Justicia española, y a la
comunidad autónoma de Cataluña a ser intervenida por el Estado durante ocho
meses al amparo de la Constitución española previo a la convocatoria de nuevos
comicios electorales democráticos en Cataluña. Por lo que, en realidad y
ajustados a Historia, podríamos decir que el independentista catalán si alguna
clase de independencia debiera reivindicar es aquella sujeta al legado de la
Corona de Aragón o, inclusive, a la propia de los Reyes Católicos como
propulsores de la Casa de los Austrias (frente a los actuales Borbones), y no
otra. Pues esta es su herencia histórica, mal le pese o mal le eduquen (Ver: Recortarla Historia de España, o cómo hacer que una sociedad pierda su identidad).
Por algo será que la bandera de Cataluña es la tradicional señera de los Reyes
de la Corona de Aragón, y asimismo es parte inherente del escudo de la
monarquía española ya desde el estandarte de los Reyes Católicos en la creación
del denominado Estado de la Monarquía Hispánica.
Y tras este baño de realidad
iluminada, dejemos la historia ficción para juegos de rol, videojuegos, o
avatares de un metaverso por recrear, y volvamos a la sensatez (seny)
como rasgo característico del catalán, por favor. Que, por unos o por otros, la
rica por diversa casa catalana sigue sin barrer, y nuestro deteriorado Estado
de Bienestar Social no puede esperar ni un minuto más de nuestra urgente atención.
A ver si en este año nuevo que iniciamos nuestros gobernantes catalanes aceptan
su verdadera identidad histórica y, reconciliados con un legado que es de
todos, demuestran su diligencia púbica con los problemas cotidianos del resto
de ciudadanos catalanes del 2022. Por desear, que no quede. Fiat lux!
Ver: Cuaderno de Bitácora del Filósofo Efímero sobre el Independentismo Catalán