Acabo de caer en la cuenta, a estas alturas que, si bien he reflexionado sobre tipos y relaciones diferentes de inteligencias en los últimos años, no lo he hecho específicamente sobre la naturaleza esencial de la Inteligencia. Haciendo un repaso hasta la fecha, observo que he tratado la Inteligencia versus la Felicidad, la Inteligencia Artificial en detrimento de la humana, la Inteligencia Colectiva en un mundo global, la Inteligencia Computacional como nuevo tipo a catalogar, la nomenclatura de la Inteligencia Emocional, la Inteligencia Intuitiva-Compulsiva como derivada evolutiva de la era digital, la conceptualización de la Inteligencia Morfosocial, la coexistencia de Inteligencias Diferentes, y la fórmula de la gestión de las Inteligencias Múltiples (reflexiones todas ellas recogidas en el apartado de la letra “I” del glosario de términos del Vademécum del Ser Humano), pero no he considerado filosóficamente hasta el momento qué es la Inteligencia stricto sensu.
Para la biología, la respuesta a
la pregunta del enunciado de la presente reflexión es muy sencilla, ya que entiende
la Inteligencia como la capacidad individual que nos permite adaptarnos a
situaciones nuevas para sobrevivir y solventarlas con éxito. Una concepción a
todas luces insuficiente para la mente filosófica, ya que acogiéndonos a esta
línea argumental podemos considerar como sujetos inteligentes a organismos
unicelulares inclusive como son las bacterias. Aunque, de hecho y siendo
sinceros, este es un juicio de valor ampliamente extendido en la sociedad
contemporánea. Pues comúnmente consideramos a los listillos de turno -bordelines
incluidos, estén o no diagnosticados-, que basan su supervivencia social a
espaldas de las reglas de la lógica y la moral, como personas inteligentes por tener
la capacidad de alcanzar sus objetivos más mundanos bajo la máxima maquiavélica
del fin justifica los medios, para ovación de la platea popular.
No obstante, y siendo rigurosos,
para que haya Inteligencia deben concurrir irreductiblemente las habilidades de
razonar, planificar, resolver problemas, pensar de forma abstracta, comprender
ideas complejas, aprender con rapidez y aprender de la experiencia. Es decir,
la Inteligencia limitada al mero hecho de tener una memoria privilegiada -que
convierte al sujeto en un cronista entretenido para disfrute de tertulias
sociales-, limitada a la capacidad de superación reglada de una materia
académica -cuyo título ensalza currículums profesionales y decora paredes de un
despacho-, o limitada a las habilidades de las relaciones interpersonales
-donde la persona se erige en el agradable e hipnotizador rey de la fiesta
capaz de vender humo a precio de oro-, no es Inteligencia per se ni aun con
las suma de todas ellas, sino simples que no por ello menos destacadas habilidades
sociales. (Ver: Apicem Aurum, el pavo juglar que toda fiesta social precisa,
Homo Gallináceo: superficialidad, ruido y desorden en nuestra sociedad, y LupusCivitatem, el depredador de la venta directa en la economía de mercado).
Habilidades sociales, sea dicho de paso, altamente cotizadas en la sociedad actual
que son elevadas a la categoría de (falsa) inteligencia por implausible consenso
colectivo.
Pero si alguna de las
características de la Inteligencia debe destacarse por su condición de elemento
nuclear para el desarrollo necesario del resto de sus componentes, este no es
otro que la Razón. Es decir, sin racionamiento no hay Inteligencia, pues solo
la capacidad de razonar permite resolver problemas, extraer conclusiones y
aprender de manera consciente de los hechos, estableciendo conexiones causales
y lógicas necesarias entre ellos (dígase pensamiento creativo). Un axioma del
que podemos extraer el siguiente teorema:
1.-No hay Inteligencia sin capacidad
de razonamiento, ni éste sin actividad mental derivada del proceso inherente a
la facultad de pensar. (Ver: Pensar, la gastronomía del alma que no sirve para comer)
2.-No hay facultad de pensar sin el
triple proceso cognitivo de información, reflexión y conclusión, ni esta última
resultante exenta del razonamiento crítico que determine el grado de veracidad
de la materia objeto de pensamiento a la luz de los Principios de la Lógica.
(Ver: ¿Hemos desaprendido a pensar?)
3.-No hay pensamiento crítico por
lógico sin consciencia racional, ni ésta sin criterios intelectuales y
deductivos sobre la realidad que partan de un pensamiento discursivo en forma
lógica. (Ver: ¿Qué es la Consciencia? y La consciencia artificial cuestiona la consciencia humana).
4.-Y, por tanto y a modo conclusivo,
sin razonamiento, ni éste sin pensamiento crítico derivado de una consciencia
lógica racional, no puede haber Inteligencia.
Es por ello que, en una sociedad
como la presente, en la que la reflexión, el pensamiento crítico y la
consciencia lógica en suma han sido desterradas por una visión productivista de
pensamiento único -que encapsula sesgadamente el contenido significante de la
Realidad a modo de consumibles precocinados-, no es de extrañar que se
considere como Inteligencia aquellas habilidades exentas a la idiosincrasia de
la misma, para regocijo de mediocres intelectuales. (Ver: ¿Está en peligro el pensamiento individual?)
La Inteligencia, así pues, es una
virtud intelectual no innata, tal y como ya argumentó Aristóteles, que
incrementa nuestra capacidad de entendimiento sobre el Principio de la Realidad
mediante su propio cultivo. Por lo que la Inteligencia requiere de una actitud personal
activa en el cuidado y desarrollo de un espacio de consciencia racional propio,
dando inexorablemente como resultado directo procesos de pensamiento intelectuales
creativos. En este sentido, si me preguntan cuál es elemento externo que revela
la Inteligencia de una persona, defenderé que en absoluto es aquella habilidad
de tener una memoria prodigiosa pareja a la del elefante, una oratoria
incansable similar a la del loro parlante, una capacidad de adaptación al
entorno semejante a la del camaleón, una aptitud de inteligencia emocional afín
a una mascota canina empática, un talento de escalar estratos sociales análoga a
un mono saltarín, o la facultad de subsistir aferrado a un puesto de trabajo equiparable
a una garrapata, entre otras ejemplos de la imaginaría fabulesca; sino que la
Inteligencia se manifiesta diáfanamente en una persona cuando ésta muestra la
aptitud de crear nuevas ideas y conceptos a partir de la combinación de
referencias extraídas de la propia Realidad. Pues ello demuestra, ineludiblemente,
una indudable suficiencia de consciencia racional crítica por lógica. A la vista
de lo cual, uno debe preguntarse si es una persona inteligente o no. He aquí la
prueba del algodón.
Tanto si nos respondemos positiva
como negativamente a la pregunta de si somos personas inteligentes, es una
obviedad apuntar que la Inteligencia está determinada por condicionantes biológicos
y fisiológicos, ambientales o culturales, y psicológicos. Y que, en la
actualidad, y dependiendo de los condicionantes mencionados, por norma general se
cataloga los diferentes grados o niveles de la Inteligencia en discapacidad
intelectual, baja capacidad intelectual, capacidad intelectual media, alta
capacidad intelectual, y superdotación intelectual. No obstante, y a la luz de
los argumentos expuestos con anterioridad, solo podemos hablar de Inteligencia potencial
stricto sensu en los tres últimos niveles de catalogación, siendo el
resto de niveles campo de cultivo exclusivo para el desarrollo de las
habilidades humanas, sin desmérito alguno para estas.
Llegados a este punto, como
humanista me interesa hacer una mención especial a la relación entre
Inteligencia y Ética, pues como es por todos conocidos y así ha sido vastamente
corroborado por la historia de la humanidad para horror y vergüenza de nuestra
especie, la Inteligencia no es condición sine qua non para que una
persona sea moral, aunque no hay moral sin consciencia racional. Así pues, si
bien la moral no es imprescindible para el despliegue de la Inteligencia como facultad
humana, su participación sí que resulta imperiosa para transmutar la
Inteligencia en una capacidad virtuosa como único camino de trascendencia personal.
O, dicho en otras palabras, la amplia franja divisoria entre la Inteligencia y
la Sabiduría está formada justamente por la dimensión moral iluminada por y desde
los valores universales. (Ver: Solo el camino virtuoso de la Sabiduría hará de este mundo un lugar más feliz). Es decir, sin moral no hay Sabiduría.
Como hemos visto, la Inteligencia
es una materia propia de la gnoseología que estudia la posibilidad y
fenomenología del conocimiento humano, fuertemente entroncada con la Filosofía
de la Sociedad y la Ética por sus relevantes implicaciones. Por lo que,
personalmente creo, lo destacable de la presente breve reflexión sobre la
naturaleza de la Inteligencia, más allá de la respuesta personal obtenida en la
privacidad de nuestro fuero interno sobre si somos personas inteligentes, no
solo es qué vamos a hacer individualmente al respecto en el caso que no
cumplamos con las características educables que definen el perfil de una
persona inteligente (ahora que sabemos lo que es la Inteligencia), sino y sobre
todo qué vamos a hacer para transformar ésta sociedad en un espacio más
inteligente en términos absolutos. Pues, salvo tristes excepciones de la regla
general, la suma de inteligencias personales crea por inflexión crítica un
nuevo cuerpo orgánico denominado Inteligencia Colectiva, el cual es la única
apuesta segura hacia un mundo cada día mejor por más humano (Ver: La inteligencia colectiva crea millones de combinaciones de mejores realidades posibles). Que cada cual, en la medida de sus posibilidades, haga su pequeña
aportación de Inteligencia con él mismo y con los demás. Sabedores que hasta el
océano se compone de millones de pequeñas moléculas, por lo que el tamaño no es
una excusa válida. Así como tampoco lo es la opcionalidad, pues la Inteligencia,
más que un derecho natural, es una obligación moral con nuestra propia condición
humana.