En verdad, la paz en el mundo es una guerra que nunca vamos a ganar, pero que asimismo nunca podemos dejar de librar. Una certeza que, no obstante, parece que los ciudadanos de la milenaria Europa hayamos olvidado entre los efluvios enajenadores de una vida de consumo de ocio, semejante a la suerte que corrieron los argonautas de Ulises en la isla de Eea. De hecho, parece como si la propia hechicera Circe reinara actualmente sobre el viejo continente, presidiendo un macro banquete hedonista que nos mantiene a todos los ciudadanos europeos sumidos en un largo y embriagador letargo placentero, a la vez que copa alzada en mano cantamos hermanados por una eterna paz para todo el orbe terráqueo, mientras que con la otra mano dirigimos la política interior y exterior de nuestros países con vara de mando tan blanda como ancha, cegados a las sombras alargadas de los peligros que no solo nos tienen sitiados sino que se ya se están infiltrando.
No sé si se trata de egocentrismo
histórico o de naifismo patológico, pero los europeos vivimos desde el orgullo
identitario propio que nos hace compartir un modelo de organización social
común como es la Democracia, y bajo la falsa creencia de creernos protegidos
por el poder de un valor universal que no existe. O, relatado en otras palabras:
izamos como enseña colectiva la Democracia a la fe de un valor supremo
universal (amén a Platón), al igual que los cruzados enarbolaban la cruz
cristiana como defensa mística frente al enemigo (amén a Jesús), cuando ni la
una ni la otra tienen poder real alguno contra culturas extranjeras que ni lo
comparten ni incluso lo llegan a conceptualizar, y mucho menos a respetar. Y aun así, imbuidos en nuestro
halo de fe democratizador, nos creemos los firmes conversores de un mundo feliz,
exento de violencia y carente de injusticias sociales, con el único toque de
gracia mediante que la fuerza del credo diplomático de la concordia y de la
buena voluntad mutua (en un mundo exterior hostil por naturaleza).
Una identidad europea común, sea
dicho de paso, cuyo quebradizo imaginario de la Democracia se sustenta por un
único y débil cordón umbilical cohesionador: el caro por económicamente costoso
y humanísticamente necesario modelo sociopolítico del Bienestar Social, cuya
pesada carga debe ser compartida entre la totalidad de los diversos países
miembros de la zona euro al sobrepasar la capacidad de esfuerzo individual de
un solo Estado (para muestra ejemplificadora: el Reino Unido del Brexit). Es
decir, la identidad europea se sustenta en la necesidad de supervivencia de un esfuerzo
compartido, al igual que una silla requiere de todas y cada una de sus patas
para no colapsarse en su equilibrio. A razón que es el Estado de Bienestar
Social -del cual soy firme defensor como humanista- el elemento nuclear y
significante de la idea de Democracia moderna, al sintetizar aquel en sí mismo
todos los valores humanistas que dan manifestación corpórea a ésta.
No obstante, cabe señalar en un
baño de realidad que la robustez de las patas de la silla de la Democracia
europea se percibe extremadamente frágil, si ampliamos el campo de visión, en
un mundo donde la Democracia no es un valor universal. De hecho, de los 193
países que existen en el mundo, solo el 44,9% tiene un tipo de régimen
democrático, siendo la mayoría consideradas como democracias imperfectas, pues tan
solo 20 países (12%) son considerados como democracias plenas stricto sensu,
los cuales se circunscriben principalmente en nuestra vieja Europa (y a los que
hay que sumar Canadá, Nueva Zelanda y Australia. Y, de cuyo grupo selecto queda
excluido -como nota aclaratoria para navegantes interesados-, al autodenominado
país de la Libertad como es Estados Unidos por considerarse una democracia
imperfecta). Mientras que el 55,1% de los países mundiales restantes son regímenes
de corte no democráticos (23,4% híbridos y 31,7% totalitarios).
Expuesto lo cual, no solo queda
patente la vulnerable defensa del modelo de la Democracia europea, articulado
mediante el eje vertebrador del Estado de Bienestar Social y de Derecho, frente
al resto del mundo; sino que asimismo es patente nuestra precaria identidad
propia como entidad social singular diferenciadora más allá de la cohesión obligada
por una necesidad colectiva compartida. Una identidad cuya defensa global la hemos
cedido en los dos últimos siglos, para mayor inconsistencia si cabe, a un liderazgo
ajeno a la propia idiosincrasia cultural europea como es la caprichosa e inestable
por partidista, e inclusive analfabeta en algunos casos, política exterior de Estados
Unidos que no busca más beneficio que el particular. Sí, la Europa sumida en el
sueño complaciente de Circe carece de liderazgo propio, en un mundo de conflictos
perpetuos, incapaz de defender por sí misma su filosofía de vida identitaria.
Quizás la razón radica en que resulta más fácil ceder el liderazgo a un tercero,
que acordar por consenso unánime un liderazgo entre comensales a una misma mesa
que históricamente recelan los unos de los otros.
Sea como fuere, la historia nos
enseña que la supervivencia de Europa no es fruto de una suma de coincidencias
azarosas, sino de la firme voluntad de asumir su liderazgo natural en tiempos críticos.
Tal es el caso de la Batalla de Lepanto, de la que ahora conmemoramos su
plausible 500 aniversario y en la que el célebre Cervantes quedó manco de su
mano izquierda. Una batalla en la que Europa venció sobre el intento de
invasión del entonces invencible Imperio Otomano (que llegó a plantarse casi en
el corazón del viejo continente) gracias a una coalición llamada la Liga Santa,
donde la España de Felipe II tomó el liderazgo con la inestimable participación
de los Reales Tercios. Y quien piense que en la actual era de la digitalización
global el liderazgo militar mediante está superado por relegado a los libros de
historia, se le invita muy cortésmente a que abra los ojos para echar un
vistazo a los movimientos militares en auge protagonizados por los países
candidatos a superpotencias mundiales, en un mundo contemporáneo en el que a 6
de octubre del presente año tenemos registradas 63 guerras armadas en todo el
planeta, dos más que en 2020 y siete más que en 2019.
Europa, ¡despierta de tu letargo
ingenuo!. Pues en ello nos va la defensa de la Democracia, como modelo de
organización social y de filosofía de vida en un mundo sucumbido en la naturaleza
violenta. Pues si en verdad deseamos preservar nuestro modelo existencial, los
ciudadanos europeos debemos ser plenamente conscientes que si bien la paz
mundial es una guerra que nunca vamos a ganar, asimismo es una batalla que nunca
podemos dejar de librar, justamente, para poder continuar viviendo libremente en
el oasis democrático identitario de nuestra vieja Europa. Que no te engañen, la
paz que queremos todos los europeos se defiende y se conquista, no nos viene
regalada in sécula seculórum. Ni el mismo Platón, en su obra La
República, fue tan iluso de obviar la necesidad de defender la propia
Democracia mediante la fuerza disuasoria de un liderazgo armado.