A orillas del Mediterráneo, disfrutando de los últimos días estivales, no puedo dejar de pensar, al fijar la mirada en la extensa arena de playa que yace frente a mí, en los relojes de arena. Un instrumento mecánico por el que, debo confesar, siempre he sentido una cierta debilidad romántica. Una placentera asociación de ideas por semejanza -como apuntaría el viejo filósofo escocés Hume- que, en el divagar al son de unas olas turquesas ahora mansas ahora bravas, me autoinvita con espíritu curioso a ser observador de un imaginario reloj de arena. Pero no de uno cualquiera, sino de una clepsidra de flujo sólido medio vacía, que no medio llena; pues aunque la arena fina de su interior se vea distribuida en partes iguales entre sus dos receptáculos de vidrio, su flujo constante de decantación por gravedad de la cápsula superior hacia la inferior hace que irremediablemente se perciba ya como medio vacía, por imperativo racional. A imagen y semejanza de cuando una persona se encuentra, como servidor, en el ecuador temporal de su vida (presumiendo generosamente que el tiempo de un reloj de arena biológico sea, ciencia médica mediante, de un siglo. Ja!)
En esta laxa por normalizada
tesitura, observar desde el no-imaginario que tu propio reloj de arena ha
consumido la mitad del tiempo disponible -que a diferencia de la materia ha
sido creado para acabar consumiéndose sin transformación alternativa posible-, ciertamente
no produce la supuesta desazón anímica esperada, como contrariamente sí lo suscita
el sentimiento de vértigo profundo que uno percibe frente al hecho de ser
consciente que el movimiento, del ritmo inalterable generado por la gravedad
sobre el continuo temporal de la arena fina decantada que no cesará en su empeño
hasta la fagotización total de su tiempo prestado, resulta una dinámica
existencial inalterable por omnipotente.
Un desasosiego que, por otra
parte, cabe señalar que se ve sobradamente compensado al percibir, si ampliamos
el propio foco endogámico de observancia en un esfuerzo de elevar la mirada más
allá de nuestro ombligo, que los relojes de arena no funcionan mediante una
mecánica individual, sino que están interconectados con decenas de otros
relojes de arena de nuestra cosmología familiar al modo de vasos comunicantes.
Por lo que, de hecho, en términos de logosofía podemos afirmar tanto causal
como fenomenológicamente que el vaciamiento de nuestros propios relojes
permite, a su vez, el relleno de otros nuevos en un movimiento pendular -propio
de un juego de pistones que suben y bajan en una dinámica de escape y
compresión perenne-, al que llamamos ciclo de la vida. Un movimiento circular, dibujado
por el flujo de nuestros relojes de arena en un sistema familiar espiral, que posibilita
la transcendencia personal más allá de nuestra singularidad temporal.
Sí, nuestro universo humano se
asemeja a una gran estructura poliédrica en continua persistencia de regeneración
expansiva, cuyos vértices están compuestos por relojes de arena que a la par se
desvanecen unos para emerger con mayor y descarado vigor otros de nuevos en un
vasto circuito ramificado de vasos, o mejor dicho de receptáculos cristalinos,
comunicantes. Y en este flujo orgánico, en el que la savia de la vida se
compone de esta fina e incontenible por escurridiza arena de playa que
corporiza el tiempo con cada uno de sus minúsculos granos -como si de un intuitivo
collar de cuentas huidizo se tratase-, comienzo a percibir por primera vez en
la vida que mi singularidad como vértice del complejo organismo humano entra ya
en fase de desvanecimiento. De hecho, si observo con atención, ya puedo entrever
cierta traslucidez en unas manos que antaño se aferraban con decidida fuerza atenazante
a un mundo por descubrir e incluso conquistar.
No obstante, si bien soy plenamente
consciente racionalmente que el reloj de arena está medio vacío, hace ya tiempo
que he decidido creer y experimentar la vida desde la consciencia emocional de
percibir el reloj de arena medio lleno. Pues al final, uno es lo que cree y cree
lo que decide creer, y frente a un tiempo irremediablemente caduco que arrastra
consigo la efímera carne adherida, solo el espíritu de la actitud personal
puede marcar la diferencia frente a la radicalidad de un futuro objetivo que
señala impiadosamente al colapso de nuestra propia singularidad. Es por ello
que a orillas del milenario mar Mediterráneo, cuna ancestral de la cultura
occidental, me deleito sensitivamente en la vasta arena de la playa, imaginando
por un momento que su naturaleza verdadera no es más que un sustrato arenisco
formado durante siglos por millones de relojes de arena biológicos que me
precedieron, cuyos nombres, sueños y experiencias perduran de manera latente en
la siempre renovada mentalidad colectiva, siendo éste un imaginario que ya de
por sí resulta un argumento elevado que da sentido y significado a la vida.
A orillas de mi mar Mediterráneo,
disfrutando de los últimos días estivales, no puedo dejar de pensar, pipa en
boca, que aún me queda mucho por hacer antes que el tiempo de mi preciado reloj
de arena llegue a su fin. Pues, en absoluto, no es ni el cabello grisáceo, ni
la traslucidez corpórea a ojos de jóvenes y aún más del Mercado, ni mucho menos
el restante flujo de arena vital estimado, quienes determinan las ganas de
vivir de una persona. La vida, y con ella su llama vivificante, es vida hasta
el justo momento en que pasa a ser no-vida. Es entonces, y sólo entonces, que
cabe la honrosa renuncia personal por fuerza mayor a vivir la preciada vida.