domingo, 19 de septiembre de 2021

¿Existe la no-Forma o la ausencia de Forma en nuestro mundo físico?

Obra de Chiharu Shiota. Foto: Teresa Mas de Roda
Aun reponiéndome del cansancio de un día intenso tras la visita de obras de arte contemporáneo en la Fundación Sorigué, sigue persistiendo en mi mente el imaginario evocado por la obra “In the begining was” de Chiharu Shiota, artista japonesa de performance e instalación que con tan solo tres elementos (el espacio, pequeñas piedras ovaladas de cantera y un interminable y fino hilo de fibra) ha creado ad hoc una forma ambiental figurativa desde la ausencia de Forma capaz de engullir al observador.

Hace un par de años atrás ya realicé una reflexión sobre la Forma desde un enfoque eminentemente ontológico bajo el título “La Forma, en la actualidad, está disociada del cambio y la experiencia como manifestación”, pero hoy -en mi día ocioso de la semana por autodecreto- deseo reflexionar sobre la Forma desde su polarizada naturaleza geométrica opuesta que no es otra que la no-Forma, campo de estudio propio para la Metafísica.

Referirse a la no-Forma equivale a plantearse la posibilidad de la ausencia de Forma, o lo que es lo mismo a afirmar la coexistencia de la Forma y la no-Forma, en el mundo físico; un axioma que a primera instancia puede parecer una paradoja en sí misma, pues el mundo físico, tanto perceptible como imperceptible para la limitada capacidad cognitiva humana, se caracteriza justamente por sustentarse en el mundo de las formas (como diría Platón). Y la física de nuestro mundo, al fin y a al cabo, es pura geometría donde toda Forma, por efímera que sea, es la resultante de una conjunción de puntos tetradimensionales. Por lo que, si vivimos en un universo físico definido por las tres dimensiones espaciales más la dimensión temporal, la pregunta del millón no es otra que: ¿existe la no-Forma?.     

Si intentamos resolver el dilema, a modo de atajo, entendiendo la no-Forma como elemento potencial de la Forma, en términos aristotélicos, o como Forma sustancial (versos Forma accidental), en términos aristotélico-tomistas, dichas proposiciones nos conducen irremediablemente, y de igual manera, a deducir como naturaleza primogénita esencial de la Forma final otro tipo de Forma originaria por causal de la derivada, pero Forma al fin y al cabo, abocándonos a un reductio ad absurdum. Pues la Forma de las olas o de las nubes, por poner un ejemplo, no surge de la no-Forma, sino respectivamente de las características dinámicas de la Forma del mar y de la Forma de los cristales de hielo o gotas de agua del cielo (atmósfera). De igual manera que la Forma de la obra efímera de la japonesa Shiota surge de las Formas combinadas de hilos y piedras.

Así pues, si toda Forma, con independencia de su intencionalidad, surge de otra Forma en nuestro mundo físico, ¿debemos concluir que la no-Forma o ausencia de Forma no existe?. La Lógica nos apunta a que no cabe rendirse con tanta facilidad, pues toda Forma, como manifestación perceptible de una singularidad espacio-temporal a diversa escala (en las diversas ramas manifestables de la física), es una derivación directa de las interacciones responsables de toda fenomenología existente en el Universo, interacciones que denominamos Fuerzas Fundamentales. Díganse: la fuerza gravitacional, las fuerzas nuclear débil y fuerte, y la fuerza electromagnética (sin descartar una quinta fuerza que la comunidad científica comienza a percibir basada en muones, que podría estar detrás de la energía oscura y del crecimiento exponencial del Universo). De lo que podemos deducir que la no-Forma, en un mundo físico por antonomasia, la encontramos en las Fuerzas Fundamentales del Universo. O, lo que es lo mismo, la no-Forma es una interacción fundamental previa a interactuar en el campo físico.

Pero vayamos un poco más allá. Si concebimos las Fuerzas Fundamentales como no-Formas circunstanciales, desde un enfoque físico de suma de historias posibles stricto sensu, ¿puede existir una interacción fundamental como no-Forma deliberada, es decir de manera voluntaria e intencionada?. La respuesta a todas luces es afirmativa, siendo dicha Fuerza Fundamental de una no-Forma deliberada la Consciencia (donde radica el Mundo de las Ideas de Platón). Es decir, las Fuerzas Fundamentales y la Consciencia -ya sea ésta instintiva o racional- constituyen la naturaleza de la no-Forma, siendo la una circunstancial y la otra deliberada. Aunque, si bien las interacciones fundamentales son, en definitiva, Energía, ¿podemos definir las no-Formas propias de las Fuerzas y la Consciencia como puras al ser la Energía medible? A mi entender sí, pues no-Forma no equivale a la Nada, que es lo mismo que hablar del Vacío, puesto que en tal caso reduciríamos la no-Forma a la no-existencia, pues incluso el Vacío es una quimera (Ver: El hombre juega a los dados creando materia del Vacío).  

Expuesto lo cual, y tras este sudoku de ideas ocioso, cabe concluir asertivamente sobre la existencia de la no-Forma o ausencia de Forma en nuestro mundo físico formal. Y desde este conocimiento dejo plasmado, pipa en boca, la Forma de esta reflexión fruto de la no-Forma de mi Consciencia deliberada, en conjunción con la no-Forma de las Fuerzas Fundamentales que materializan las singularidades accidentales tanto de mi ser biológico como del ordenador sobre el que escribo. Desde mi no-Forma consciente creo deliberadamente la Forma.   


sábado, 11 de septiembre de 2021

Personas inconscientes: el precio social de la inmadurez racional y emocional

Hace un par de noches, cenando a la intemperie en la proa de un restaurante con mi buen amigo Hugo en el pequeño pero acogedor puerto pesquero de la Tarraco Scipionum Opus, surgió la oportunidad de anclar los pensamientos en las divagadoras aguas de la Inconsciencia colectiva como unidad esta de medida de las personas a título general. Si bien la conversación al calor de unos vinos se centró en el mayor o menor interés personal que suscita las relaciones sociales por vacuas, en relación directa con el nivel de Inconsciencia tan común como normalizado [no en vano Schopenhauer afirmó muy acertadamente que la vida social carece de atractivo para los inteligentes, haciendo en cambio las delicias de los imbéciles (sic)], dicha plática despertó en mi un interés especial en reflexionar sobre la Inconsciencia desde un enfoque fenomenológico. Y de aquellos barros estos lodos.

Centrando la temática, no deseo tratar la Inconsciencia como aquella disposición mental que una persona desarrolla en su conducta de manera inadvertida o exenta de voluntad previa, propia de dinámicas fisiológicas y actos reflejos, ni desde la Inconsciencia malentendida como subconsciente que es donde yacen los recuerdos o vivencias guardados y alejados de la mente consciente, en la mayoría de casos por derivaciones traumáticas. Sino que al hablar de Inconsciencia deseo referirme al espacio de conocimiento que trata las cualidades de las personas que actúan de manera irreflexiva y por ende superficial, e inclusive imprudente, sin medir las consecuencias de sus actos ni el riesgo que pueden comportar.

Asimismo, referirse en dichos términos expuestos a la Inconsciencia obliga, por conocimiento de referencia como método cognitivo, definir los parámetros de lo que consideramos como estado consciente, pues Conciencia e Inconciencia son estadios manifestados de una misma naturaleza con doble polaridad, donde la definición de la naturaleza de una autodefine por contraste y de facto su opuesto. No obstante, para no explayarme en la presente reflexión no entraré en definir lo que entiendo por estar y vivir de manera consciente (temática amplia y multifocalmente tratada en diversos artículos bajo el término “Consciencia”, recopilados en el apartado de la letra “C” del glosario de conceptos del Vademécum del Ser Humano). Si bien a modo de resumen y clarificación respecto a lo que entiendo por un estadio de Consciencia recomiendo los artículos: ¿Qué es la Consciencia?, e Y tú, ¿tienes libre albedrío?.

Pero volvamos al tema central que nos ocupa: la Inconsciencia. La pregunta del millón es por qué existe una inmensa parte de la población que vive desde un comportamiento superficial e irreflexivo, viviendo desde un hacer pasar o malgastar el tiempo en vez de aprovecharlo, mediante el consumo compulsivo de interrelaciones sociales insustanciales. La respuesta debemos encontrarla, razonamiento deductivo mediante, en una carencia de madurez tanto racional como emocional. O, dicho en otras palabras, el perfil conductual inmerso en la Inconsciencia es resultante forzoso (y no causa probable) de una falta de educación en materia de razonamiento lógico y en materia de inteligencia emocional. La privación del primero confiere a la persona un carácter ilógico y falaz propio de la irracionalidad contraria al espíritu tanto de la Razón pura como práctica, mientras que la privación de la segunda acarrea una ausencia de autocontrol emocional y de desconocimiento sobre uno mismo. Ambos factores en suma (la privación de Razón a la luz de los Principios de la Lógica, y de la gestión emocional a la luz de las inteligencias inter e intrapersonales) hacen que las personas de corte inconsciente vivan desde, por y para fuera de sí mismas. Y desde ese Yo de los Otros (versus al Yo Soy) aprehendan pautas de interrelación con ellos mismos y con la realidad colindante mediante la réplica conductual de un conocimiento por observación, sin atisbo de pensamiento crítico alguno (aptitud para la cual se requiere de un estado consciente sobre la mismidad).

Sí, ciertamente la Inconsciencia es la norma general del ciudadano medio de nuestra sociedad (solo cabe observar el entorno), cuyo efecto secundario es una mentalidad colectiva con encefalograma plano, zombificado psicológicamente por los estímulos sensoriales de una industria de ocio que domina a su antojo -como si de un titiritero con cuerdas digitales se tratase- a sus ciudadanos-consumidores. Dicho lo cual, cabe entender, sea dicho de paso, que al gran titiritero del Mercado no le interesa promocionar ni el razonamiento lógico ni la gestión emocional, pues estos no tienen cabida en su mundo de naturaleza onírica y de estructura hedonista a imagen y semejanza de la isla de la hechicera Circe.

Pero aún más, una persona inconsciente es peligrosamente ajena a las consecuencias de sus acciones no solo por desconocimiento de los procesos racionales que sustentan el Principio de Realidad (de ahí que sean individuos enajenados, aunque solo sea temporalmente), sino a su vez por desconocimiento de los valores que dan sentido y significado al mundo emocional -por desfiguración proactivamente interesada del propio Mercado de la industria del consumo de ocio-, hasta el punto de no saber dilucidar entre emociones sanas y tóxicas (un factor destacable por ser las emociones parte primordial de la conducta de toda persona y colectivo). Llegados a este punto, no cabe caer en la trampa de considerar libre de responsabilidad a una persona inconsciente por sus posibles acciones dolosas, por mucho que el sistema educativo haya cedido su responsabilidad en materia de educación en valores al omnipotente Mercado, pues toda persona es responsable de sus acciones desde el momento en que es capaz de comprender el dolo que pueda ocasionar o haber ocasionado. La inconsciencia, por tanto, no puede considerarse de modo alguno en un posible atenuante de la responsabilidad personal.

Todo y así, si algún rasgo diferencial me incomoda en particular de las personas inconscientes, más allá de la irracionalidad y la inmadurez emocional que las definen, es justamente su marcado perfil superficial en una desvergonzada personalidad basada en la apariencia exterior, vehementemente reacia a cualquier posible análisis de la esencia de las cosas. Es por ello que en una sociedad plagada de personas inconscientes, donde el tuerto es el rey, prefiero la soledad pipa en boca de mis propios pensamientos, antes que malgastar la vida en concursos sociales de pérdida de tiempo donde los inconscientes reafirman su identidad vacua. Pues para distracciones esporádicas sin interés, nada más cómodo que la televisión del salón, donde además puedo fumar libremente.

 

viernes, 3 de septiembre de 2021

El hombre es un Reloj de Arena que conforma los vértices de la vida humana

 

A orillas del Mediterráneo, disfrutando de los últimos días estivales, no puedo dejar de pensar, al fijar la mirada en la extensa arena de playa que yace frente a mí, en los relojes de arena. Un instrumento mecánico por el que, debo confesar, siempre he sentido una cierta debilidad romántica. Una placentera asociación de ideas por semejanza -como apuntaría el viejo filósofo escocés Hume- que, en el divagar al son de unas olas turquesas ahora mansas ahora bravas, me autoinvita con espíritu curioso a ser observador de un imaginario reloj de arena. Pero no de uno cualquiera, sino de una clepsidra de flujo sólido medio vacía, que no medio llena; pues aunque la arena fina de su interior se vea distribuida en partes iguales entre sus dos receptáculos de vidrio, su flujo constante de decantación por gravedad de la cápsula superior hacia la inferior hace que irremediablemente se perciba ya como medio vacía, por imperativo racional. A imagen y semejanza de cuando una persona se encuentra, como servidor, en el ecuador temporal de su vida (presumiendo generosamente que el tiempo de un reloj de arena biológico sea, ciencia médica mediante, de un siglo. Ja!)

En esta laxa por normalizada tesitura, observar desde el no-imaginario que tu propio reloj de arena ha consumido la mitad del tiempo disponible -que a diferencia de la materia ha sido creado para acabar consumiéndose sin transformación alternativa posible-, ciertamente no produce la supuesta desazón anímica esperada, como contrariamente sí lo suscita el sentimiento de vértigo profundo que uno percibe frente al hecho de ser consciente que el movimiento, del ritmo inalterable generado por la gravedad sobre el continuo temporal de la arena fina decantada que no cesará en su empeño hasta la fagotización total de su tiempo prestado, resulta una dinámica existencial inalterable por omnipotente.

Un desasosiego que, por otra parte, cabe señalar que se ve sobradamente compensado al percibir, si ampliamos el propio foco endogámico de observancia en un esfuerzo de elevar la mirada más allá de nuestro ombligo, que los relojes de arena no funcionan mediante una mecánica individual, sino que están interconectados con decenas de otros relojes de arena de nuestra cosmología familiar al modo de vasos comunicantes. Por lo que, de hecho, en términos de logosofía podemos afirmar tanto causal como fenomenológicamente que el vaciamiento de nuestros propios relojes permite, a su vez, el relleno de otros nuevos en un movimiento pendular -propio de un juego de pistones que suben y bajan en una dinámica de escape y compresión perenne-, al que llamamos ciclo de la vida. Un movimiento circular, dibujado por el flujo de nuestros relojes de arena en un sistema familiar espiral, que posibilita la transcendencia personal más allá de nuestra singularidad temporal.  

Sí, nuestro universo humano se asemeja a una gran estructura poliédrica en continua persistencia de regeneración expansiva, cuyos vértices están compuestos por relojes de arena que a la par se desvanecen unos para emerger con mayor y descarado vigor otros de nuevos en un vasto circuito ramificado de vasos, o mejor dicho de receptáculos cristalinos, comunicantes. Y en este flujo orgánico, en el que la savia de la vida se compone de esta fina e incontenible por escurridiza arena de playa que corporiza el tiempo con cada uno de sus minúsculos granos -como si de un intuitivo collar de cuentas huidizo se tratase-, comienzo a percibir por primera vez en la vida que mi singularidad como vértice del complejo organismo humano entra ya en fase de desvanecimiento. De hecho, si observo con atención, ya puedo entrever cierta traslucidez en unas manos que antaño se aferraban con decidida fuerza atenazante a un mundo por descubrir e incluso conquistar.

No obstante, si bien soy plenamente consciente racionalmente que el reloj de arena está medio vacío, hace ya tiempo que he decidido creer y experimentar la vida desde la consciencia emocional de percibir el reloj de arena medio lleno. Pues al final, uno es lo que cree y cree lo que decide creer, y frente a un tiempo irremediablemente caduco que arrastra consigo la efímera carne adherida, solo el espíritu de la actitud personal puede marcar la diferencia frente a la radicalidad de un futuro objetivo que señala impiadosamente al colapso de nuestra propia singularidad. Es por ello que a orillas del milenario mar Mediterráneo, cuna ancestral de la cultura occidental, me deleito sensitivamente en la vasta arena de la playa, imaginando por un momento que su naturaleza verdadera no es más que un sustrato arenisco formado durante siglos por millones de relojes de arena biológicos que me precedieron, cuyos nombres, sueños y experiencias perduran de manera latente en la siempre renovada mentalidad colectiva, siendo éste un imaginario que ya de por sí resulta un argumento elevado que da sentido y significado a la vida.

A orillas de mi mar Mediterráneo, disfrutando de los últimos días estivales, no puedo dejar de pensar, pipa en boca, que aún me queda mucho por hacer antes que el tiempo de mi preciado reloj de arena llegue a su fin. Pues, en absoluto, no es ni el cabello grisáceo, ni la traslucidez corpórea a ojos de jóvenes y aún más del Mercado, ni mucho menos el restante flujo de arena vital estimado, quienes determinan las ganas de vivir de una persona. La vida, y con ella su llama vivificante, es vida hasta el justo momento en que pasa a ser no-vida. Es entonces, y sólo entonces, que cabe la honrosa renuncia personal por fuerza mayor a vivir la preciada vida.