Los avances de la Ciencia, y su aplicación a la resolución de problemas concretos como posibilita la Tecnología, han generado un efecto de pensamiento colateral en la mente colectiva de los ciudadanos de las sociedades occidentales de hacernos creer, si ya no invencibles, descendientes naturales de semidioses. Pues existe la percepción general de que prácticamente solo la inmutabilidad del paso del Tiempo, contra el que comenzamos a plantarle pulso emulando la rebelión de Zeus y sus hermanos contra Cronos, puede poner fin a la aventura de la Vida. Un imaginario social fruto de una cognición refleja de neuronas espejo concadenadas, que construye un perfil conductual estándar entre las personas del denominado Primer Mundo caracterizado por la firme creencia de pertenencia a un estatus exclusivo de pseudo inmortalidad, cuyo privilegio ha sido adquirido por derecho de nacimiento. Es decir, vivimos nuestras mortales vidas en la fe incontestable de una gran burbuja protectora en lo que a integridad física se refiere, sin más conexión con las desgracias del resto del mundo desamparado que a través de nuestras pantallas de plasma (material imprescindible para la construcción de las cuales como el coltán, por poner un ejemplo, se consigue mediante explotación de mano de obra infantil de infrahumanos prescindibles que sobreviven en submundos como el Congo).
Un credo propio de sociedades
capitalistas, retroalimentado por un robusto y avanzado sistema de bienestar
social sanitario en continuo proceso de mejora investigación mediante, que se
ve quebrado desde el preciso momento en que el peligro real de una enfermedad
-tan invisible como potencialmente mortífera por desconocida- irrumpe en
nuestro entorno más íntimo. Es entonces que el semidios se hace consciente de
la precariedad de su naturaleza humana. Tal es el caso que acontece en nuestros
días con el resurgir del olvidado jinete apocalíptico de la pandemia, que en
estos tiempos responde al nombre de Coronavirus, el cual no solo hace patente
la ilusión de la burbuja protectora de nuestro supuesto mundo infranqueable,
sino que incluso tiene la osadía de traspasar la realidad virtual de la
pantalla de plasma del salón para corporizarse en nuestra cotidianidad para
pesadilla de propios y ajenos.
Un ente monstruoso de tintes
mitológicos que, con nocturnidad y alevosía, hace dos días infectó con su
aliento tóxico a mi hija pequeña Ariadna. No hace falta decir que la nefasta
sorpresa de la noticia se transformó ipso facto en una explosiva consciencia
de fragilidad de la condición humana, claridad perturbadora que acto seguido se
elevó a sentimiento de impotencia contenida frente a la única reacción posible:
la simple observancia de la evolución incierta de una enfermedad desconcertante
por ignota. No aun así, o aun así incluso, sin perder un ápice de la alentadora
y confiada esperanza depositada como padre en la propia potencialidad de
Ariadna de hacer uso de su ancestral ovillo, esta vez bien untado en
medicamentos modernos, para salir triunfante del laberinto en el que la intenta
retener el rencoroso minotauro que, por ser invisible, produce aún más temor.
Habrá quien piense que en este
relato falta Teseo, aunque sea alegóricamente, por lo que debo aclarar que ni
está ni se le espera. Pero, aludiendo ya no al rey de Roma sino en este caso al
citado rey de Atenas, y al hilo de deshilvanar el ovillo de la enfermedad por
parte de mi hija Ariadna (como personificación de los miles de supuestos semidioses
occidentales que luchan a día de hoy contra la fragilidad de la condición
humana), no puedo dejar de preguntarme por la Paradoja de Teseo desde un punto
de vista sociológico: en una sociedad en la que un gran número de partes estructurales
y conductuales son reemplazadas por otras con el objetivo de afrontar y resistir,
no el deterioro por la fricción del paso del tiempo como en el caso del barco
de Teseo, sino el reto del embiste de una pandemia como el Coronavirus que
merma el engranaje social, ¿podemos asegurar que todo y así la sociedad sigue
siendo la misma?. Pregunta extensible, a título individual, para el conjunto de
ciudadanos-semidioses que participan de ella, como es el caso de Ariadna. Entendiendo
la pregunta no sobre aspectos accidentales de la identidad de un sujeto u
objeto, sino sobre su naturaleza substancial.
Está claro que ante dicha pregunta
derivada de la Paradoja de Teseo, habrá quienes afirmarán que sociedad e
individuos continuarán siendo los mismos, mientras que otros abogarán en sentido
opuesto. No obstante, sin echar mano del famoso principio de impermanencia de
Heráclito, es una evidencia empírica que las identidades se están viendo afectadas,
tanto a nivel individual como colectivo, de manera psicológica y por extensión
conductual. Y ya sabemos que la conducta como uso y costumbre de un colectivo
afecta a la Ética, que es el corazón de toda identidad personal y social.
Expuesto lo cual, la pregunta
pertinente no es si la identidad sufre cambios o no en su proceso de actualización,
sino si dichos cambios son temporales o, por el contrario, son permanentes
dando como resultado la proyección de una suma de historias tangencial al punto
de partida prepandémico. En este punto, cabe diferenciar entre cambio permanente
o temporal como sociedad estructurada en una economía productiva de Mercado, o
como rasgo conductual del ser humano a título específico. Está claro que, a
falta que la Historia nos de la respuesta en una mirada retrospectiva futura, los
cambios en la sociedad de Mercado parece que han venido para quedarse y perdurar
en el tiempo, pero no está igualmente así de claro con respecto a la conducta
humana que, si bien se ve condicionada por su entorno social, se caracteriza justamente
por una memoria intergeneracional volátil.
Tanto es así que resulta digno de
estudio, por asombroso, cómo aun registrando millares de casos diarios de
violaciones a la Salud sobre el sacrosanto perímetro de seguridad de nuestra
burbuja protectora -verdadera casus belli frente al fantasma del
Coronavirus-, exista un cierto halo de incredulidad general por parte de un
número nada desdeñable de la población respecto no solo a la existencia del
mismo (pues ojos que no ven, corazón que no siente), sino asimismo respecto a
nuestra vulnerabilidad como seres privilegiados por azaroso toque divino, para
desesperación de los extenuados sanitarios. ¿Acaso se trata de una inconsciencia
patológica como especie al peligro? ¿Quizás un efecto psicológico derivado de
la normalización de una situación excepcional? ¿O puede que se deba a un impulso
básico irreprimible de supervivencia de la propia Vida que corre en nosotros y
que busca hacerse camino aun en un hábitat hostil?. Sea como fuera, todo apunta
a que el cambio propandemia producido en la conducta del hombre occidental, que
sin lugar a dudas disfruta de la existencia como si fuera un semidios, parece
ser claramente de carácter temporal. Quien sabe, quizás en la no aceptación de
la fragilidad humana radica nuestra fortaleza herculiana como seres animales y
sociales que somos. Aunque, en todo caso, por muy semidioses que nos
consideremos -privilegios de una sociedad desarrollada mediante, que gira la
cabeza al resto del mundo sea dicho de paso-, el Principio de Realidad siempre
se impone. No en vano, hasta el mismo Hércules tomaba precauciones frente al
peligro inminente.
Y aquí doy por finalizada esta
breve reflexión ociosa de un sábado más, pipa en boca y a modo de entretenimiento
mental, mientras hago tiempo para recoger el parte de mi heroína Ariadna en su
particular batalla -respaldada por las fuerzas cómplices del Olimpo- contra el ruin
e inefable monstruo invisible. ¡Qué Zeus lo relegue al Tártaro por la
eternidad!