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Foto: Teresa Mas de Roda, 2020 |
Sí, señores, no nos dejemos
engañar por su semblante plebeyo, pues el chorizo es el preciado oro rojo de la
península ibérica, elevado a joya nacional desde al menos el siglo XVI, donde
riojanos, pamploneses, salamantinos, abulenses, segovianos, leoneses,
asturianos, navarros y gallegos han sido desde entonces los maestros artesanos.
Los cuales, con sus manos diestras en un saber milenario de práctica alquímica,
consiguen trascender la muerte del noble y sucio cerdo en pura delicatessen
mediante un cuidadoso proceso de curado, aireado o ahumado, que magistralmente
adoban con ajo y pimentón. Pura ingesta de grasa saturada, para escándalo de
los new healthys, cuyo bocado se convierte en una verdadera experiencia
mística casi indescriptible para paladares selectos.
Y si bien es cierto que prefiero
el chorizo a la barbacoa, a leña y con fuego lento, tal y como lo preparan mis
padres en su justa cocción de sudorosa grasa en su interior y crujiente en su piel
exterior, no menosprecio ni enajenado el chorizo cocido para potajes como hacía
mi abuela, el chorizo hervido a la sidra, el chorizo cocinado en cuenco de
barro con aguardiente o vino blanco, el chorizo sofrito para arroces, el
chorizo al horno con patatas, el chorizo a la plancha servido con un trozo de
pan al más puro estilo de tapa, y ni mucho menos el chorizo frito ya sea solo o acompañado
con pasta como puedan ser con macarrones, como relleno de tortilla, o bien emplatado
revuelto con huevos y patatas fritas. Y, eso sí y en todo caso, encumbrados en
boca con un buen maridaje de vino tinto placentero. Pues, versionando el
refranero, con vino, pan y chorizo se anda el camino.
Chorizos, chistorras, y choricitos,
en forma de vela, cular, herradura o ristra, y preferentemente picantes e
ibéricos a poder ser, pero chorizos quiero. Quizás el secreto de su mortal adicción resida
-pues a nadie escapa que alimenta el colesterol y es enemigo declarado del
corazón, mal de nobles inclusive por sus insignes ataques de gota-, en su
alto compuesto de tan preciada como melosa panceta, esa grasa entreverada de
carne magra que se encuentra bajo la piel del puerco y que se conoce, tras un procesamiento previo, como
beicon. Un alimento que si bien es fuente de energía carente de propiedades
nutritivas, pues nuestro cuerpo puede producir sus grasas a partir de las reservas
de energía excedentes de los carbohidratos -como continuamente me recuerda la
sensata de mi mujer Teresa-, no es menos inequívoco que representa un placentero
alimento para el ánimo y el espíritu de cualquier mortal.
Todo y así, no es baladí que el chorizo español
se haya inmortalizado en cuadros, esculturas, literatura, e incluso utilizado
para reproducir música. Y que el mismo Cervantes lo eternizara en la receta del
suculento empedrado castellano-manchego que el famoso hidalgo Don Quijote describió para salivación
de su fiel amigo Sancho. Pues el chorizo no es comida, sino un icono alimenticio
de una rica cultura que antaño fue imperio, y cuya tradición culinaria traspasó
ya hace tiempo las fronteras de la península ibérica para conquistar prácticamente
toda Latinoamérica.
Sin dejar de mencionar que no es
de recibo el uso del vocablo chorizo como sinónimo de ladrón, y aún menos como genérico
parejo para con los políticos, pues ni éstos ni aquellos no son merecedores ni
de lejos de tan altas cualidades que caracterizan al chorizo, baluarte del trabajador
a la par que bon vivant español. Pues lo hacendoso, tras finalizar el jornal,
no quita del disfrute por los placeres de la vida. Que el chorizo, merecido revitalizante
es, y ladrones y políticos -que tanto montan, montan tanto-, tan solo molestos
indigestos son.
Y si bien es verdad que no se puede
abusar del chorizo, cuyo consumo adictivo acarrea enfermedades
cardiovasculares, ¿quién se niega a poner un chorizo en su vida? Pues la vida
es sueño, como lúcidamente apuntó Calderón de la Barca, pero con placenteras ingestas
esporádicas de chorizos, sin lugar a dudas, se sueña mucho mejor. Pues, qué decir que chorizo
como, luego feliz existo. Dixi!