Hace días que me ronda por la cabeza escribir sobre la práctica común de fumar cigarrillos de cannabis o marihuana, más coloquialmente conocidos como porros. Una costumbre que se ha generalizado desde hace algunos pocos años atrás, hasta el punto de convertirse en un hábito social entre jóvenes y adultos (al menos en la costa mediterránea occidental donde resido), dando lugar a que su inconfundible olor -que por otra parte debo admitir que me ofende profundamente- aromatice calles y otros espacios públicos de nuestras ciudades en plena era digital.
Reflexionar sobre los porros como
efecto sociológico es, asimismo, adentrarse como objeto de análisis en el mundo
de las drogas urbanitas y rurales. Una temática en la que no caben los
aspavientos escandalizados, pues tanto el consumo de drogas es una constante patente
a lo largo de la historia de la humanidad, como por otro lado resulta ser -para
conocimiento de algunos- un hábito compartido con el conjunto del reino animal.
De hecho, Darwin ya observó hace más de 200 años que al menos media docena de
animales se drogaban, y hoy conocemos -documentales televisivos mediante- que
animales percibidos por la mentalidad colectiva bajo un estereotipo imaginario
de pura inocencia se drogan. Tal es el caso de los inteligentes y sensibles delfines
que ingieren pequeñas dosis de la toxina del pez globo para experimentar un
subidón, o los entrañables renos que de vez en cuando dan deliberadamente algún
mordisco a una seta alucinógena para permitirse volverse un poco locos durante
un tiempo, sin descartar a algún que otro primate como los simpáticos lémures
de Madagascar que se “colocan” refregándose un insecto milpiés que contiene una
sustancia estupefaciente. Y entre la amplia gama de especies animales
catalogados a día de hoy que se drogan no quiero dejar de reseñar, por su
ejemplaridad para el caso que nos ocupa, a los enormes y dóciles búfalos de agua
de la zona de Vietnam que en los años sesenta del siglo pasado comenzaron a
alimentarse de amapolas, la cuales odiaban, y no porque no tuvieran otras
fuentes de alimentación, sino por sus efectos alucinógenos para tranquilizar su
estrés causado por las bombas norteamericanas en la famosa por trágica guerra
del Vietnam (1955-1975). Lo cual, como apunte en el lateral de página, nos
evidencia de la inteligencia de los animales, pues la solución de problemas
constata una clara señal de inteligencia que no es exclusivamente humana,
aunque esta es harina de otro costal. O, dicho en otras palabras y volviendo al
redil, el uso del consumo de drogas es una costumbre genérica en el reino
animal, del que forma parte indiscutible la familia humana, para evadirse
temporalmente de un entorno o realidad concreta.
Llegados a este punto, y zoología
e incluso antropología aparte, es una obviedad que existen tantos tipos de
drogas como niveles y grados de estupefacientes existentes, incluidos los
farmacológicos como pueda ser el famoso Prozac. Pero de entre todos ellos, el
que me interesa en la presente reflexión, y volviendo al inicio de la cuestión,
es el denominado popularmente como porro. Sobre los efectos del porro en la
personalidad existe mucha literatura, destacando como rasgos principales de su
consumo la propensión a una menor motivación, una reducción de la energía,
cambios emocionales, disminución del libido, alteraciones del sueño,
degradación de las facultades cognitivas, e incluso aparición de brotes
psicóticos y trastornos esquizofrénicos. Efectos que, en el caso de personas
que fuman porros de manera habitual, acaban desarrollando en los individuos el
denominado Síndrome Amotivacional de la Marihuana, cuyas consecuencias son de
obligada mención por su singularidad: carácter apático generalizado, pérdida de
ambición (la persona se ve incapaz de marcarse objetivos y metas vitales),
pasividad constante con el entorno más inmediato, conformismo y actitud
perezosa, olvido de los ideales y de los valores morales, incapacidad para
conectar con las emociones, aislamiento social, introversión progresiva,
episodios de tristeza aleatorios, imposibilidad de mostrar y/o sentir afecto,
degradación de la capacidad para relacionarse socialmente, reducción de la
calidad de las facultades cognitivas (menor inteligencia progresiva), abandono
de la higiene personal, y dificultad para tener relaciones sexuales. Y ello sin
dejar de apuntar con especial relevancia que el consumo habitual de porros
entre adolescentes, quienes cabe recordar se encuentran en pleno estado de su
desarrollo neurológico, está directamente relacionado con un deterioro significativo
de su propia inteligencia por muerte o degradación de las células cerebrales,
viéndose mermada seriamente su capacidad intelectual como futuros adultos en
potencia. Es decir, y describiéndolo en plata, el consumo de porros hace más
tontos a nuestros jóvenes de por vida, condenándolos a ser carne de cañón: lo
que Marx calificaba como cuadrillas de trabajo y, en su defecto, población
obrera sobrante (por parte del Mercado). Una perla, vaya.
Expuesto lo cual, situémonos en
contexto: vivimos en una sociedad moderna en la que el fumar porros se ha
normalizado de facto por sociabilizado ya desde edades tempranas (12-14
años). La causa del fenómeno social es clara: la búsqueda fácil y rápida de la
autoenajenación voluntaria por parte de individuos ante una realidad percibida
como no agradable, por compleja y problemática en una sociedad de consumo
desigualitaria cada vez más polarizada incapaz de dar respuesta a las
necesidades de autorrealización personal (El Estado de Bienestar Social en el
orbe occidental, teórico garante del Principio de Igualdad de oportunidades, ni
está, ni se le espera en un horizonte próximo). Así como, en el reverso de la
misma moneda, el efecto del fenómeno social también es diáfanamente claro: los
miembros partícipes de dicha sociedad sin vistas de futuros posibles optan
voluntariamente por la autozombificación, en un acto reflejo de simple y puro
instinto de supervivencia existencial. Un letargo mental y emocional
autoinducido como vía de escape a una realidad tan consciente como subconscientemente
desagradable. Un rasgo conductual propio de individuos sin carácter que se ve potenciado,
a su vez, por una cultura hedonista integrada y retroalimentada por una
sociedad de consumo cuya máxima es la experiencia del placer sensitivo
inmediato como bien superior. (Ver: La sociedad fomenta vicios cuya adicción menoscaba la libre voluntad del individuo).
Qué decir que los hombres somos
animales sociales como bien definió Aristóteles, pero seres animales al fin y
al cabo, los cuales respondemos a los impulsos de la sociedad de la que
participamos, como más adelante desarrolló extensamente Rousseau. Por lo que
las personas que han optado por el consumo habitual de porros poco se
diferencian de los búfalos de Vietnam que ingieren amapolas para reducir su
nivel de estrés producido por un entorno claramente hostil. Aunque a nadie se
le escapa el hecho que entre el hombre y el búfalo, por poner un ejemplo
comparativo con el resto del reino animal, existe un abismo diferencial determinado
por la consciencia, la actitud, la capacidad intelectual y el libre albedrío
propio del ser humano. Factores éstos inherentes a nuestra naturaleza humana
que, asimismo, requieren cultivarse y desarrollarse óptimamente, en pos que
toda persona a título individual pueda trascenderse sobre su propia naturaleza animal
substancial en calidad de ser humano en plena realización de sus facultades
psicoemocionales. Una responsabilidad o deber vital que si bien es cierta e intrínsecamente
individual a toda persona, por devenir seres sociales no queda exenta de una exigible
corresponsabilidad por parte tanto del sistema educativo, como por
extrapolación de los propios gobernantes que con sus políticas presentes cocrean
el modelo de sociedad en el que vivimos.
Que vivimos en una sociedad en
proceso progresivo de zombificación es un hecho, a tenor del grado de
sociabilización del consumo de porros, realidad que se puede medir
empíricamente por el penetrante y desagradable olor que invade sin pudor alguno
espacios públicos y privados. Por lo que uno no puede dar crédito al alto grado
de permisividad institucionalizada de dicho fenómeno sociológico, a no ser que
se busque -con premeditación, nocturnidad y alevosía mediante- precisamente el
rasgo característico por esencia del citado efecto de zombificación: ciudadanos
atontados y aturdidos carentes de voluntad propia. Es decir, carne de cañón tan
controlable como maleable por el establishment imperante. Es por ello
que frente a la presente realidad, no puedo más que recetar, a las pocas mentes
lúcidas que aún resisten, que consuman menos porros y más Platón.