El chafardear, o dígase también
cotillear, chismorrear y fisgar, es una actividad humana elevada a arte
nacional en muchos países, que trasciende el origen de su propia naturaleza
curiosa. Pues si bien la curiosidad es el deseo de saber o averiguar alguna
cosa, el chafardear es la distorsión de dicho deseo curioso al convertirse en
morbo mediante la intromisión y posterior crítica de la vida privada de
terceras personas, y más en particular sobre el goce del descubrimiento de
posibles actitudes contrarias, extrañas e incluso desagradables a la moral
social establecida por parte de éstos. O, dicho en otras palabras, el
chafardero no es más que un fisgón que espera tan paciente como expectante,
salivación mediante, a experimentar una sensación de placer morboso a costa de
los demás. Escena de "La Isla de las Tentaciones"
Expuesta la naturaleza
substancial del acto de chafardear, podemos extraer tres rasgos característicos
de los chafarderos: en primer lugar, apuntar que se trata de personas que
buscan vivir su vida desde la vida de los otros; es decir, que son individuos
mayoritariamente vacíos de vida interior, propio de espíritus carentes de una
intelectualidad mínimamente madura. En segundo lugar, destacar que se trata de
personas que priorizan la búsqueda del placer existencial en el morbo del
chafardeo, descartando otros medios más sublimes para el disfrute de un goce
vital cotidiano y bajo un pose de falsa moralidad. Y, en tercer lugar, singularizar
que al tratarse la morbosidad de una desviación enfermiza en términos morales
por su atracción a la dimensión menos luminosa del ser humano, susodicha
patología suele desembocar en estados de adicción convirtiendo el morbo al
chafardeo en un verdadero vicio conductual.
Hasta aquí, el fenómeno
sociológico del chafardeo y su consiguiente experimentación sensitiva morbosa,
no tendrían mayor relevancia si no fuera por el hecho que en la actual sociedad
digital dicho comportamiento se ha erigido en la fórmula de éxito por
excelencia para el consumo de masas. Es decir, en una era interconectada
tecnológicamente en la que los medios de comunicación y las redes sociales son
el medio natural de comercialización de productos y servicios, los cuales
requieren para su existencia contemporánea de la participación obligada de la denominada
marca personal (que no es más que aquel imaginario que los demás, como
consumidores potenciales, perciben de los proveedores de dichos productos y
servicios en calidad de individuos físicos), ésta marca personal requiere para su
éxito comercial asegurado de continuas dosis efectivas de chafardeo morboso con
independencia de su autenticidad. Lo cual, tristemente, no es una suposición
teórico estratégica de Mercado, sino más bien una realidad empírica de rabiosa
actualidad. Dando como resultado la paradoja frente a toda lógica racional de que
aquellos productos que más éxito social tienen no son justamente los más
cualificados, sino los que contienen mayor carga de morboso chafardeo social
consumible. Un efecto asimismo derivado por una sociedad de consumo eminentemente
visual, aunque esta es harina de otro costal. (Ver: En una sociedad visual, la palabra se destierra como medida contra la libertad de pensamiento).
Las consecuencias sociales en
este contexto son obvias: por un lado, es claramente perceptible un descenso generalizado
del nivel cultural de la actual sociedad de consumo, lo cual afecta de manera
directamente proporcional al nivel cultural de los individuos que conforman
dicha sociedad. Por otro lado, y como consecuencia de la anterior, es
diáfanamente evidente una desvaloración del reconocimiento social de la
meritocracia -fruto del compromiso con el esfuerzo en la capacitación personal sobre
una materia de conocimiento concreta-, a favor de la mediocrecracia basada en
la insuficiencia intelectual, la carencia de talentos cualificados, y en una
exposición pública indecorosa sujeta al morbo del chafardeo social. Y, por otra
parte, en su balance en suma, resulta inequívoco un grave empobrecimiento de la
moral colectiva como conjunto práctico de usos y costumbres consensuados
socialmente para la vida diaria de las personas, donde los valores propios del
humanismo capaces de trascender al ser humano son sustituidos sin pudor alguno
por una moral hedonista que retrotrae al hombre a su esencia instintiva animal.
Así es, para perplejidad de unos
pocos y entusiasmo progresivo de unos muchos más, que no existe a día de hoy
éxito social sin exposición personal al morbo del chafardeo ajeno. Tanto es así
que los nuevos ídolos sociales, medidos por índices de consumo de masas en un
mercado circense competitivo, han dejado de ser personas de alto valor social
(como puedan ser humanistas, intelectuales o científicos) para dejar paso a
exhibicionistas profesionales de su vida privada, especializados en generar adictivos
consumibles sociales de ocio mediante la autopublicidad de una intimidad
estética y moralmente soez. ¡La era del intelecto ha muerto, viva el regreso a
la era del panem et circenses!