Hay ciudadanos a quienes
se les ha olvidado, por desidia de pura comodidad interesada, que la
Democracia es un modelo de organización social que persigue la
máxima de la equidad social, entendiendo el concepto de equidad no
tan solo como una práctica de dar a cada uno lo que se merece en
función de sus méritos particulares, sino fundamentado asimismo
sobre el principio de no favorecer en el trato a una persona en
perjuicio de otra. Contrariamente, dichos ciudadanos olvidadizos
conciben la Democracia, a la luz de sus actos (pues, por sus actos
los conoceréis), como una gran teta proveedora de privilegios
sociales a la que aferrarse a morro tal si de garrapatas chupadoras
se tratase. Una fotografía social, tan grotesca como de rabiosa
actualidad, que no tendría mayor relevancia si el grupo de dichos
ciudadanos que confunden la res publica como un beneficiable
para uso privado fuera insignificante, tal cual anécdota excepcional
que confirma la regla, y mucho menos si dicho grupo de ciudadanos no
perteneciese al colectivo político, es decir, a aquellos en cuyas
manos recae la potestad del gobierno de la Democracia.
Una muestra de tan
altruista vocación democrática por parte de nuestros políticos
contemporáneos puede observarse, sin lugar a dudas, en su actual
reticencia en algunos casos o en su negativa rotunda en la mayoría de
ellos (mírese la sede parlamentaria territorial que se mire), de
dejar de cobrar una parte o la totalidad de su salario como
servidores públicos, en un tiempo en el que sus señorías no
trabajan por causas de fuerza mayor ante las drásticas medidas de
contención sociales implementadas en la presente situación de
emergencia sanitaria nacional. Y cuyos improductivos recursos
económicos (pues no retribuyen ningún trabajo en activo),
considerados en estos precisos momentos como sumamente preciados por
imperiosa necesidad social, podrían destinarse a ayudar a combatir
la lucha feroz que el país afronta contra la pandemia del
coronavirus. Pero aún y así, como si el problema no fuera con
ellos, la acomodada clase política con rentas propias de príncipes,
miran hacia otro lado en un país en el que el 56% de la población ya no
llegaba a fin de mes antes de la crisis pandémica. Una desvergonzante
falta de pudor democrático y de sensibilidad de ética social que
destaca de manera insultante, por simple contraste de realidades,
respecto a los sacrificios personales que el resto de conciudadanos
se ve obligado a hacer en un estado de subsistencia doméstica bajo
el perentorio decreto gubernamental de “hibernación económica”
que afecta al conjunto del país. Y ello sin contar con la urgente
necesidad que requiere el sistema público sanitario de una inyección
de liquidez complementaria para gestionar, en su batalla sin tregua
de salvar vidas, su actual situación de colapso estructural por
carencias patentes tanto en personal como en recursos.
Los políticos, un
lobby social corporativista
El desplante de
solidaridad social de los políticos españoles podría pasar
desapercibido, entre el ruido de la dramática tormenta pandémica
que vivimos, si tan solo representasen a un colectivo residual de la
sociedad. Pero no es el caso. Ya que en primer lugar son servidores
públicos elegidos por sufragio universal que se deben a una leal
vigilancia con el principio de equidad democrática, y como bien
escribió el romano Plutarco: la mujer del César no solo debe serlo,
sino también parecerlo. En segundo lugar, el cuerpo político
español es uno de los grandes lobbys sociales del Estado,
cuyos 450.000 miembros entre las diversas administraciones superan de
creces a todos los médicos, policías y bomberos juntos; lo cual,
como se pone en evidencia en estos tiempos, corre el peligro para el
conjunto de la sociedad de caer en la tentación de un cerrado por celoso corporativismo propio. Y, en tercer lugar, para vergüenza de todos,
España es el país con más políticos de toda la Unión Europea,
seguido de Italia que cuenta con la mitad de políticos y casi 14
millones de habitantes más, o en comparación con la referente
Alemania que tiene tres veces menos políticos y 34 millones más de
ciudadanos. De lo que se deduce que, con independencia de las
obligaciones éticas que debe llevar implícito la responsabilidad
del político, éste como grupo social se encuentra redimensionado
para fatalidad de las arcas del Estado, que sirva de recordatorio se
proveen gracias al esfuerzo del resto de conciudadanos.
De hecho, a las arcas del
Estado español le cuesta desembolsar, para hacer frente a un solo pago mensual de
honorarios del total de 615 diputados, senadores y grupos parlamentarios
habidos en las Cortes Generales, un total de 4,7 millones de euros. Suma y sigue
de 1 millón de euros más en concepto de dietas y kilometrajes para
aquellos políticos de fuera de Madrid. Un pago íntegro que sus
señorías reciben igualmente aun sin trabajar en estos tiempos de
cierre de la actividad laboral general y de confinamiento
domiciliario obligatorio. Es por ello que, solo tomando este caso puntual como ejemplo conductual, clama al cielo el hecho de que los políticos se nieguen
a donar para la lucha contra el coronavirus al menos sus ingresos por
dietas y kilometrajes que se embolsan aun sin moverse de casa. Y en
el mejor de los casos, que no donen la mitad de su salario por decencia
de quien se sabe a consciencia que cobra un erario público sin
levantarse del sofá. Lo cual ayudaría a la maltrecha economía de
guerra española, como mínimo durante el cierre actual de la
actividad parlamentaria, con un suplemento presupuestario entre 1 y
3'3 millones de euros al mes.
Reducción del gasto
político: rentabilidad de los recursos públicos
Pero permítanme que
continúe con la gratificante actividad imaginaria de lanzar huevos de
indignación a los diferentes hemiciclos parlamentarios, desde la
crítica cómoda de mi escritorio y pipa en boca, frente a la falta
de vergüenza política de nuestros gobernantes que ni están a la
altura de las circunstancias, ni en verdad ya se les espera. Ante tal
nivel de compromiso social demostrado por parte de sus señorías,
exijamos la reducción de la privilegiada casta política que engorda los
450.000 miembros actuales en todo el Estado para rebajarlos al digno nivel de los 100.000 políticos que
registra una Democracia consolidada y referente a nivel europeo como es
Alemania. De esta manera, el gasto despilfarrado por gratuito e
improductivo que el conjunto de la ciudadanía nos ahorraríamos con
los sueldos de sus -que no nuestras- señorías, permitiría a las
arcas del Estado que son de todos, y tras pagar las respectivas
indemnizaciones si se considerase oportuno, aumentar por siete el
presupuesto en Sanidad, aumentar por casi seis el presupuesto en
Educación, o pagar el IRPF a un millón de autónomos con ingresos
inferiores a 50.000 euros, entre otras medidas económicas ya estudiadas en su día por diversos agentes económicos, siempre
susceptibles de una nueva y actualizada revisión.
Dicho lo cual, y aun más
en estos tiempos de crisis socio-económica causada por el cisne
negro de la guerra sanitaria global (ver: Coronomía: ¿qué escenario económico nos deparará el día después de la pandemia?),
no cabe perder de referencia el hecho que toda Democracia moderna se
fundamenta en la capacidad de inducir la equidad social como eje
vertebrador de un modelo de Estado de Bienestar Social. Por lo que se
puede afirmar, retomando la definición sobre equidad que daba inicio
a la presente reflexión, que aquellos políticos que en el desempeño
de sus funciones conciben la equidad sin meritocracia están
decantándose aun inconscientemente por un ideario cercano a la
dictadura, mientras que aquellos otros que conciben la equidad sin
protección del más desfavorecido tienden claramente hacia el
despotismo. Es por ello que ante la oportunidad que ofrece la
inminente era postpandémica de reinventar la sociedad (ver:
¿Reconstruir o Reinventar la sociedad?, dos opciones posibles para la era postpandémica), es preciso que el conjunto de la sociedad
aprovechemos la coyuntura para redefinir la forma y el fondo del
corpus de la clase política bajo los principios de economía
de recursos públicos, de defensa del bien común y, por extensión,
de desarrollo y madurez del propio sistema democrático. En caso
contrario, volveremos a caer rehenes del corporativismo orgánico de
los políticos como lobby social que, salvo notables
excepciones, tan solo defiende a la práctica la perpetuidad de un
estatus de privilegio social partidista por personal. (Ver: El círculo vicioso de los políticos, en el que los ciudadanos quedamos excluidos). No hay que olvidar que la titularidad del poder de la
Democracia, al fin y al cabo, recae sobre el conjunto de la
ciudadanía. Así pues, desde una sociedad ilustrada, ejerzámoslo
como Estado Social y Democrático de Derecho que somos.
Nota: Para artículos de reflexión sobre filosofía contemporánea del autor se puede acceder online a la recopilación del glosario de términos del Vademécum del ser humano