Siempre hemos pensado que
una persona era ciudadano de pleno derecho desde que nacía hasta que
moría. O al menos, en una sociedad democrática moderna. Pero no es
así, como se pone de manifiesto en estos días de emergencia
sanitaria a causa de la pandemia del coronavirus, en que unos
desbordados gestores públicos se ven con la imperiosa necesidad -con
mayor o menor juicio- de establecer criterios propios de un estado de
guerra, cribando a la población entre sujetos aptos y no aptos como
beneficiarios para con los recursos y servicios sanitarios de
propiedad comunal.
La figura del ciudadano,
como todos sabemos por cultura general, es una herencia de las
Ciudades-Estado griegas, cuna de la civilización occidental. Cuyo
concepto socio-político se consolidó en época de la Antigua Roma,
y evolucionó para su perfección en términos de derechos civiles,
políticos y sociales a lo largo de la Historia hasta nuestros días.
Llegando a alcanzar en la actualidad el estatus de ciudadanía toda
aquella persona como miembro activo de un Estado y, en consecuencia,
considerada con plena titularidad sobre el conjunto de los derechos y
las obligaciones normativas que regulan al mismo. Una condición que,
hasta la fecha, se consideraba tanto de carácter universal para todo
ciudadano, como inalienable a lo largo de su vida.
Contrariamente, la
realidad se impone. Y la fragilidad de la condición de ciudadano con
derechos naturales adquiridos, al amparo de las Democracias de
Derecho, se pone de flagrante manifiesto. Tanto es así que de un día
para otro, cerca de tres millones de ciudadanos españoles
correspondientes a la población que tiene 80 o más años de edad
(según datos de 2019), equivalente al 6% de la población total del
país, han sido borrados del sistema como ciudadanos sociales de
pleno derecho. Y ello sin referendum popular mediante, tan solo por
orden y mando de algún que otro gobierno de las administraciones
territoriales y bajo legitimidad -no exenta de crítica preceptiva-
de la defensa del bien común en un tiempo de máxima
excepcionalidad. En este caso, considerando como bien común la
protección de la población más joven, sobre la lógica de una
política de rentabilización de recursos sanitarios, por encima de
la población más anciana. Al menos hasta que pase la mega tormenta,
que será entonces que previsiblemente los nuevos no-ciudadanos de
nuestra sociedad volverán a ser readmitidos como ciudadanos de pleno
derecho tras un reseteo y posterior actualización del sistema. Como
quien desactiva y vuelve a activar a posteriori un programa
determinado de un software informático que tiene como función la
organización integral de la sociedad.
No cabe decir que la
desactivación de la categoría de ciudadano social para una parte de
la población rompe tanto el principio de igualdad como el de
justicia social de las democracias modernas, además de abrir una
puerta directa a la inseguridad jurídica del conjunto de ciudadanos
en un país como España que es el más longevo de la Unión Europea,
y el tercero del mundo tras Japón y Suiza (llegando a poder alcanzar el
primer puesto mundial dentro de dos décadas, según un estudio de la Universidad de Washington). De hecho, cerca del 20 por ciento de la
población española está representada por personas mayores de 65
años. Un hito de nuestra sociedad gracias al aumento de esperanza de
vida generado tanto por la mejora de las condiciones de calidad de
vida, como por los avances en medicina, y asimismo por un Estado del
Bienestar Social fuerte en protección sanitaria y social.
Es por ello que la
gravosa y excepcional situación actual causada por la pandemia del
coronavirus, que ha puesto en evidencia la fragilidad de la condición
de ciudadano de pleno derecho especialmente en aquellos colectivos
discriminados por edad, que hoy son unos y mañana seremos el resto
por ley de vida, no puede consolidar esta práctica a futuro de
carácter, se mire por donde se mire, totalmente antidemocrática -y
por ende antihumanista- por ser contraria a sus valores rectores.
Sino que, al contrario, debe servir como prueba de error a corregir
con celeridad para crear una sociedad asistencial y solidariamente
más fuerte y resistente frente a los nuevos retos que nos deparará,
sin lugar a dudas, un mundo globalizado como el que vivimos. Pues si
algo caracteriza a la actual pandemia es que es un efecto colateral
directo del fenómeno de la globalización, y éste, por su propio
desarrollo, augura con certeza a la par que con incertidumbre nuevas
embestidas por conocer, a la vista de los acontecimientos presentes.
Establecer por regla
general, como salida de emergencia social a discreción, la caducidad
de la condición legal de la ciudadanía en determinadas condiciones
no solo menoscaba la esencia de la Democracia como sistema de
organización social moderna por evolucionada, sino que convierte a
las sociedades en menos humanas. [Ver: El deber inalienable de defender a nuestros ancianos (versus una “purga” social)]. Por
tanto, nuestra es la decisión, como ciudadanos responsables por
titulares de nuestra propia Democracia, qué tipo de sociedad futura
queremos construir.
Nota: Para artículos de reflexión sobre filosofía contemporánea del autor se puede acceder online a la recopilación del glosario de términos del Vademécum del ser humano