A 51 días después de
que las autoridades chinas declarasen en cuarentena la ciudad de
Wuhan, epicentro del brote del nuevo coronavirus 2019-nCOV, a 41 días
del primer caso de coronavirus confirmado en España, y a un día
escaso de que la OMS declarase oficialmente el coronavirus como
pandemia global, esta mañana de jueves de marzo hace un sol
primaveral (aun estando en invierno) mientras el mundo se para.
Lo cierto es que el
vertiginoso proceso en el que una epidemia localizada en la otra
punta del planeta se ha convertido en una pandemia global, con
efectos reales en la vida diaria como pueda ser el confinamiento de
las personas en sus casas, el cierre de escuelas, centros culturales
y de ocio, comercios e incluso de actividades parlamentarias, el
cierre de fronteras entre países amigos, el vaciamiento impulsivo de
supermercados, la emisión de programas de ocio televisivo sin
público espectador, el colapso del sistema sanitario, el goteo
incesante de contagios entre personas socialmente relevantes por
“intocables”, y el triste balance de fallecimientos que suma y
sigue a cada día que pasa, me genera -entre otras emociones
profundamente humanas- un alto grado de expectación como observador
pensante. Pues la aparición de la pandemia, para nuestra prepotente
generación del bienestar en plena era tecnológica, representa una
anomalía temporal -aun en proceso de asimilación- equiparable a la
aparición de dinosaurios en pleno siglo XXI.
Hacer alusión a una
pandemia es retrotraerse en la mentalidad colectiva prácticamente a
la peste negra europea del siglo XIV que describen los libros de
historia, originaria en Asia y exportada a Europa por los
comerciantes italianos, que acabó con una cuarta parte de la
población total y hasta la mitad en las zonas urbanas más afectadas
(se estiman en 25 millones de fallecimientos solo en Europa). La cual
representó la segunda oleada del brote de la peste bubónica
originaria de Egipto en el 541 d.C., más conocida como peste de
Justiniano, que se costeó la vida de 10.000 personas por día,
llegando a destruir la cuarta parte de los habitantes del
Mediterráneo oriental. Por tanto, hablar de pandemia es equiparable
a hablar de una entidad tan ancestral como creidamente extinta. Craso
error. Las evidencias de rabiosa actualidad demuestran que estábamos
equivocados, y que la pandemia es un ente latente que subyace entre
las sombras de nuestra realidad, la cual puede llegar a despertar en
cualquier momento de la historia de la humanidad como monstruo
invisible para el ojo humano. Y no hay nada más terrorífico, para
el imaginario de un ser humano que cree controlarlo todo, que una mano
asesina a la que no puede ver.
Expuesto el contexto, el
interés de la presente reflexión no es tanto describir el fenómeno
sino dilucidar su singular efectología, como observador
temporalmente excepcional de los hechos empíricos. En esta línea,
destacaría tres grandes pilares sobre los que se articula los
efectos de la pandemia en la realidad del hombre de la era
tecnológica y espacial (como elemento claramente diferencial al
hombre preindustrial, medieval y clásico).
1.-Efecto Filosófico: El
Hombre de la Razón se antepone al Hombre de la Fe.
Tanto es así, que el
Gobierno de los Estados se deja en manos de los científicos, quienes
son los que determinan cómo debe de organizarse y comportarse las
comunidades humanas en un estado de excepción sanitaria. Dicha
máxima es extensible, en un sentido de afectación directa, a las
tres grandes doctrinas de fe manifestadas en el tripartito de
gobiernos del hombre moderno: el gobierno político, el gobierno
económico, y el gobierno religioso. Todos, sin excepción, hacen un
acto de cesión voluntaria de su soberanía y autoridad sectorial en
pos de un liderazgo superior consensuado colectivamente: la Ciencia, y
con ella a la oligarquía de los Hombres de la Razón cuya única
doctrina es la filosofía de vida científica.
2.-Efecto Sociológico:
La actividad humana queda paralizada.
Tanto es así, que la
vida social política, económica y religiosa queda limitada al
ámbito doméstico preventivo. Todo aquello considerado como importante y prioritario en el
engranaje del mundo moderno cotidiano inmerso en su frenesí
evolutivo se convierte en intrascendente, dentro del contexto de una
realidad que muda sus sistema de referencias por causas de fuerza
mayor: la supervivencia de la especie. Un efecto forzoso de rotación
inversa de la dinámica natural del sistema de organización social,
que convierte prácticamente toda la actividad humana en inactividad,
el movimiento en no-movimiento, en un estadio de pausa sine die
a expensas del levantamiento del estado de excepción sanitario por
parte del nuevo gobierno mundial en manos de los Hombres de Razón.
Conscientes, todos sin excepción, del alto coste económico, y por
extensión social, que comporta la paralización de la actividad
productiva humana en una sociedad de Mercado. En este sentido, y como
efecto colateral, las limitaciones y carencias de los diferentes
modelos de Bienestar Social ponen en evidencia flagrante los puntos
débiles de las Democracias contemporáneas, algunas de las cuales
deberán ser objetos de revisión en un futuro postpandémico.
3.-Efecto Antropológico:
El miedo ancestral del hombre de las cavernas resurge.
Tanto es así, que el
miedo frente a un enemigo mortal invisible se expande con mayor
rapidez que la propia pandemia, en una sociedad de la información a
tiempo real. El miedo se hace viral, como efecto directo de un flujo
informativo de los acontecimientos que se convierte en conocimiento,
éste en consciencia individual, y elevándose la suma de dichas
consciencias individuales a la categoría de una conducta social cuyo
comportamiento activa la memoria de las células reflejo del miedo
ancestral del hombre de las cavernas. En tal escenario, y a la luz de
la lógica de una sociedad egoísta por capitalista, el instinto de
supervivencia individualista -que no colectivo- provoca una estampida
desordenada de las personas que, entre otros efectos propios de las fobias, vacía
los supermercados de víveres como seguro de acopio a un escenario
inminente lo más parecido a la guerra. El miedo animal ancestral,
por tanto, convierte en máxima social el comportamiento
individualista del “sálvese quien pueda”, redefiniendo así los
esquemas morales colectivos hasta la fecha imperantes bajo una nueva
visión nihilista de la realidad.
Dicho lo cual, y aun
consciente de los múltiples elementos, variables e interconexiones
existentes no desarrollados entre los tres grandes ejes expuestos
sobre los que pivota la pandemia para no extenderme, y con el único
objetivo de sintetizar casi conceptualmente la efectología de la
situación imperante, en la presente crisis de emergencia sanitaria solo cabe tomar responsabilidad y paciencia a
nivel individual, y coordinación de acciones a nivel colectivo, a la
espera de vencer -tiempo y esfuerzo científico mediante- la pandemia
actual que, una vez más, tiene en jaque al conjunto de la humanidad.
Una inesperada experiencia circunstancial que representa, aun sin
buscarlo, un punto de inflexión en la vida humana global que, con
toda probabilidad, obligará a un cambio de paradigma en diversos
ámbitos de la realidad conocida, siendo el económico y el social el
más afectado. Mientras tanto, este humilde filósofo observa con
atención reflexiva y pipa en boca ésta disfunción temporal que nos
toca vivir, consciente que la vida, para ser vida, debe de ser frágil
y efímera. Y que el único sentido que tiene la vida no es otro que
aquel que cada uno le otorga. Así pues, en un tiempo de impás
existencial, que cada cual crea en aquello que haya decidido creer
desde la privacidad de su intimidad, sin que ello contradiga el
Principio de Realidad, pues solo la lógica de la Razón nos hará
libres como seres inteligentes.
En un lugar del
Mediterráneo español,
a 12 de marzo de la era
pandémica del Coronavirus.
Nota: Este y otros artículos de reflexión se pueden encontrar recopilados en el glosario de términos del Vademécum del ser humano