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Bergamo, Italia. Imagen de féretros por muerte de coronavirus |
Pocas veces en la
historia de la humanidad la sombra alargada de la Muerte se llega a
percibir colectivamente de manera tan tangible como en la actual
situación de una plaga pandémica, de naturaleza tan ancestral como
casi bíblica, a la que se ve sometida el conjunto de la población
mundial. Sí, vivimos un tiempo en que podemos sentir, aun sin ver,
el revoloteo de la temida guadaña sobre nuestras propias cabezas.Y
en esta situación, el estupefacto hombre moderno que hasta la fecha
creía controlarlo todo, como inconfesable animal temeroso frente a
las fuerzas sobrenaturales del Destino, se aferra a la vida agarrando
catatónicamente uno de los dos cabos de salvación más próximo a
su mano: el de la Razón, como bastión de la ciencia, o el de la Fe,
como refugio de creencias supersticiosas. Según rece la convicción
de cada cual. A su vez que, indistintamente, éste hombre de Razón u
hombre de Fe intenta esconderse, en lo más profundo de su intimidad
doméstica, para procurarse no ser delatado en su efímero aliento
vital a los escrutinadores sentidos en alerta de la sombría y gélida
figura de la Parca.
En esta tesitura, es
inevitable relacionar las ideas de la Muerte y del Destino en un
intento vacuo del hombre de todos los tiempos por dar respuesta
existencial a conceptos opuestos irreconciliables como son la vida y
la muerte, o el propio sentido del bien y del mal. No obstante,
permítaseme no entrar en los mismos por haberlos desarrollado ya con
anterioridad (Ver: Reflexión sobre la Muerte y ¿Existe el Destino o es otra cosa?), y porque es licencia de autor entretener los
pensamientos en estas horas de espera sine die en reflexionar
cómo el hombre, en nuestra frágil condición, afronta un devenir
hacedero de naturaleza tan indecible como es la Muerte.
En condiciones normales,
y en el seno de sociedades tan avanzadas sanitariamente -gracias al
alto nivel de desarrollo de la ciencia médica- como opulentes en
recursos de bienes y servicios sanitarios -por fortaleza del sistema
de Bienestar Social, aun en estado de colapso-, una persona media
suele someter a examen de consciencia el resultado del balance entre
su haber y deber existencial al final de un largo viaje transitado
por el mundanal teatro de la vida. Pero en una situación de plaga
pandémica como la que nos toca vivir de rabiosa actualidad, donde la
regla estipulada como normalidad adquirida queda suspendida a
expensas de los caprichosos designios de la mortífera huesuda, queda
abierta la caza aleatoria contra toda persona con independencia de su
edad, género, condición social, capacidad intelectual, ideología,
tendencia sexual, o raza. Todos, sin excepción alguna, podemos ser
llamados sin aviso previo, y lo que resulta más terrible sin ocasión
de podernos despedir de nuestros seres más queridos, en la cosecha
indiscriminada de la larga guadaña.
Ante esta realidad de una
posible fatalidad del azar, al ser humano consciente no puede más
que embargarle dos imperiosas sensaciones, una de carácter emocional
y otra de carácter mental. Emocionalmente, la posibilidad de una
muerte sobrevenida por incontrolable y misteriosa activa
instintivamente el profundo miedo ancestral a dejar de existir, más
allá que la persona abrace el agnosticismo, el ateísmo o algún
tipo de teísmo entre las 4.200 religiones existentes en el planeta.
Una emoción básica que cada persona, en el fuero de su interior,
deberá gestionar en concordancia con su credo individual llegado el
caso. Mientras que mentalmente, la idea de una muerte súbita por
repentina y rápida nos hace plantearnos una pregunta indelegable de
ámbito trascendental: Y yo, ¿qué legado dejo para la humanidad?.
Una pregunta, reformulada de manera tan diversa como personas
respiran, cuya respuesta es tan singular como singular es la suma de
historias que conforman la vida mortal de un hombre, y que obviamente
traspasa el umbral del sentido de la individualidad de una existencia
propia percibida como satisfecha o insatisfecha.
No obstante, tanto la
adecuada gestión emocional que contrarreste el profundo miedo de
dejar de existir, como la búsqueda de una respuesta gratificante a
la pregunta mental trascendental de la aportación individual hecha
en vida a la humanidad, solo tienen un fin último y común a todos
los seres humanos: morir en paz. Pues no existe mayor terror para
cualquier moribundo que afrontar el postrero suspiro con un profundo
miedo a morir y con la triste e incluso rabiosa decepción de una
vida mal vivida por desaprovechada.
Que la vida es un tiempo
que nos regala día a día la Muerte, lo sabemos desde que tenemos
consciencia de razón. Pero todos, a excepción de suicidas y otras
tipologías de trastornos mentales, anhelamos vivir en el ilusorio de
un tiempo eterno, emulando así la naturaleza reservada para los
dioses. Y en ese imaginario entretenemos nuestra volátil vida en
múltiples tareas mundanas por cotidianas, llegando a confundir lo
verdaderamente importante de los superficialmente prioritario. Hasta
que la alargada sombra de la Muerte hace presencia de manera
prácticamente corpórea guadaña en mano, con una absoluta falta de
cortesía y decoro por los sueños propios y de nuestros seres
queridos, invadiendo atropelladamente la tranquilidad cotidiana de
nuestras vidas para alterarlas en un inquietante estado colectivo de
terror contenido. Es entonces que uno, como mortal que es y frente a
la inevitabilidad de dejar un día cualquiera de ser, en un presente
vívido en el que la Muerte se manifiesta descaradamente como una
realidad tangible más allá de las fúnebres estadísticas
televisadas, no puede más que hacerse la gran pregunta de carácter
trascendental: Si hoy me toca partir, ¿cuál habrá sido mi
aportación en ésta vida?.
Una gran pregunta que
merece una gran respuesta, pues no es un tema menor. Y cuya
conclusión, previsiblemente, puede llevar a una redefinición
personal de la escala de valores, lo cual en muchos casos seguro
resulta un ejercicio muy saludable. Pues al final, mejor tarde que
temprano, todos deberemos enfrentarnos a una propia autoevalución
existencial en nuestro día particular del juicio final. No obstante,
y mientras gocemos del privilegio del tiempo suficiente para
reflexionar sobre ello indulgencia de la Parca mediante, e
independientemente del resultado al que cada cual pueda llegar, no
está de más que en éstos tiempos de corte apocalípticos nos
proveamos de alguna moneda de plata para guardar a buen recaudo como
paño en oro en el bolsillo, por si a caso nos viéramos en la
imprevisible e imperiosa necesidad de tener que pagar al mítico
barquero Caronte que conduce a los difuntos al otro lado del río de
este mundo. Pues, solo la Muerte y el Destino, conocen los dados con
los que juegan.
[Este artículo ha sido revisado / ampliado a posteriori en: Tipos de responsabilidad personal de carácter social frente a la vida]
[Este artículo ha sido revisado / ampliado a posteriori en: Tipos de responsabilidad personal de carácter social frente a la vida]
Nota: Para artículos de reflexión sobre filosofía contemporánea del autor se puede acceder online a la recopilación del glosario de términos del Vademécum del ser humano