Resulta a todas luces
mezquino, propio de una descarada bajeza moral, que un gobierno
europeo contemporáneo como es el caso de los Países Bajos -país
que cabe recordar fue colonia española durante casi cien años en la
época abarcada desde Carlos I hasta Felipe IV-, reproche a los estados soberanos de España e Italia el actual estadio de colapso
sanitario en plena batalla contra la pandemia del coronavirus por
atender a “personas viejas” en las preciadas por limitadas
Unidades de Cuidados Intensivos (UCI) hospitalarias. Una crítica
directa y feroz a la gestión de los recursos públicos sociales de
los países del sur de Europa en situación de emergencia sanitaria
que, la llamada Europa del Norte (entre los que se encuentran,
además, Alemania y el resto de los países nórdicos), esgrimen como
baza política para incumplir el principio de solidaridad de ayuda
económica entre países miembros de la Unión Europea cuando más se
necesita.
Política europea a
parte, cuyo proyecto común se demuestra cada día más como una
enteléquia (Ver: Unión Europea, la farsa de una historia de desencuentros e intereses partidistas), la discrepancia de visiones
interculturales sobre el trato social que se merecen nuestros
ancianos es tan antiguo como la propia humanidad. De hecho, desde los
orígenes del hombre como ser pensante, existen dos grandes
posiciones antagónicas que marcan el perfil evolutivo de las
diferentes sociedades modernas: la visión platónica que tiene una
concepción positiva de los ancianos en sentido de utilidad social y
de virtudes morales, características que recoge el filósofo en su
obra La República; y la visión aristotélica que
contrariamente tiene una concepción negativa de los más mayores en
sentido de inutilidad social y asimismo de vicios morales, rasgos
que recoge tanto en su obra La Retórica como en su Ética
a Nicómaco.
No obstante, salvo etapas
oscuras como la edad media e incluso el renacimiento profundamente
influenciados por la línea aristotélica en la escolástica de Santo
Tomás de Aquino, la norma general del pensamiento occidental de
tradición grecoromana en su evolución a lo largo de los siglos se
fundamenta sobre la reafirmación de la posición platónica de
valorar la vejez como un bien social a proteger, ya no tan solo por
utilidad colectiva como bien público sino de manera indisociable
como defensa responsable de la dignidad de la vida humana. En este
sentido encontramos tanto al filósofo romano Cicerón en su Diálogo
sobre la vejez, que como primer gerontólogo de la antigüedad
apuesta por la buena calidad de vida que le corresponde vivir al ser
humano en sus últimos años de existencia; pasando por Schopenhauer
en sus aforismos que defiende el valor positivo de la vejez con
independencia de las dificultades propias de la edad (pues la vejez
se llegó a considerar una enfermedad de la que la sociedad debía de
prescindir); hasta llegar al siglo XX con la filosofía
espiritualista de Hesse en su obra Elogio a la Vejez, o con el
existencialismo de Simone de
Beauvoir (discípula y compañera de Sartre) con su ensayo
La Vejez
(1970) que critica la actitud negativa de la sociedad, principalmente
la de Estados Unidos y Francia, para con los ancianos. Entre otros.
Asimismo,
cabe apuntar que dicha corriente de pensamiento positivo sobre la
vejez, propia de una visión cosmológica de corte humanista que
sobrepasa las diferentes escuelas filosóficas habidas, ha sido
integrado en los principios rectores de la mayoría de los Estados
Sociales y Democráticos de Derecho modernos en su sistema de salud
pública, a través de la ciencia de la gerontología como promoción
de los cuidados y salud de nuestros más mayores, y de la la
geriatría como especialidad médica que se ocupa de su prevención y
enfermedades. Por lo que cuestionar el concepto del principio de
dignidad de vida de las personas ancianas como un bien público a
resguardar, representa atentar tanto contra los valores políticos
universales de igualdad y justicia social de las democracias
avanzadas, como contra la filosofía humanista -como ideario
evolucionado común por consenso colectivo- del hombre como ser
trascendental más allá del rol social que ocupa.
Expuesto lo cual, cabe afirmar categóricamente que las
sociedades consideradas como modernas por evolucionadas socialmente
tienen el deber de proteger a sus miembros más vulnerables, bajo los
principios rectores de la Democracia, entre los que se encuentra la
población de la tercera edad con especial relevancia. Una obligación política
que emana de una responsabilidad de ética social de cuidar y
proteger a aquellos miembros de la sociedad que han aportado con su
esfuerzo existencial a la construcción de la misma a lo largo de su
vida, así como de una responsabilidad moral individual con los
ancianos en calidad de nuestros ascendientes familiares con rango de
padres o abuelos que nos han otorgado la vida y, en muchos casos en
plena situación de crisis económica de rabiosa actualidad, el paraguas social necesario para el sustento de innumerables familias
en situación de precariedad económica.
Reducir
el concepto de dignidad de vida de nuestros padres o abuelos al valor
de utilidad social presente, no solo deshumaniza a las personas
ancianas y por extensión al resto de generaciones, sino que equivale
a otorgar a la vida un valor productivo en términos de rentabilidad
económica, muy propio de la filosofía ultraliberal y por ende
carente de toda empatía humana del pensamiento capitalista que
impera en el orbe occidental desde las últimas décadas.
Es
por ello que frente a postulados que abogan por “sacrificar” a
nuestros mayores como estrategia de purga social en pos de rentabilizar la gestión de los recursos públicos
de una sociedad no caben medias tintas, sino que al contrario hay
que plantar oposición de manera tan decidida como enérgica. A los
políticos u otros destacados miembros de la sociedad global, que
haberlos haylos (como el caso de Lagarde cuando era directora general del Fondo Monetario Internacional, actual presidenta del Banco Central Europeo, sirva de recordatorio de paso), que
defienden tan semejante barbaridad humana, solo cabe el reproche
moral alto y claro del conjunto de la ciudadanía, así como la
apertura sin dilación de diligencias civiles que acarree el
cumplimiento de una pena de trabajo social en centros sociosanitarios
de atención de mayores, en combinación con la obligatoriedad de
realizar estudios humanistas. Frente al liberalismo deshumanizante,
más Platón y Cicerón aunque sea por imperativo legal.