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Fotograma de la serie House of Cards |
En estas semanas en que
la gente consciente (y temerosa de las plagas bíblicas) huye
despavorida a la seguridad de un refugio doméstico contra la
pandemia del coronavirus, emergen a la luz del sol conatos propios
tanto de las grandezas como de las miserias humanas, las unas de
naturaleza solidaria y las otras de naturaleza egoísta. Y si bien
las primeras se elevan a la categoría de públicas por virales, en
un tiempo necesitado por infundir un estado general de esperanza en
medio de la desesperanza de la lucha contra un enemigo invisible, las
segundas procuran esconderse en la intimidad de ciertos círculos
sociales por un entendido pero no aceptado pudor al reproche moral
colectivo. Siendo una de estas claras manifestaciones egoístas de la
naturaleza humana la reafirmación de ciertos grupos sociales, en
estos días de excepción que nos toca vivir, en un clasismo ya no
decimonónico sino medieval.
El clasismo, como bien
sabemos, es una postura conductual personal discriminatoria propia de
un tipo de clase social que considera como inferiores al resto. Y
bajo ésta lógica, los miembros de dicha clase social se perciben
como poseedores de privilegios adquiridos por derecho natural frente
al resto de la sociedad. En un sentido amplio del concepto, se puede
afirmar que el clasismo es un racismo de clases, ya que es justamente
la doctrina del racismo la que defiende la superioridad de una raza
(en éste caso social) frente a las demás y la imperiosa necesidad
de mantenerla separada del resto dentro de una misma sociedad para
asegurar su “pureza”. Exempli gratia: En un Estado de
Alarma como el actual, en el que el poder Ejecutivo unifica al amparo
del principio del bien común los recursos sanitarios tanto públicos
como privados del país para contrarrestar los efectos devastadores
por desbordantes producidos por la emergencia sanitaria de la
pandemia, todavía hay personas que manifiestan una descarada actitud
de reivindicación exclusivista -gestiones secretas mediante- del
derecho no legítimo a una asistencia sanitaria privada al considerar
los hopistales de la red pública como “no normales”. Lo cual, no
solo contradice la lógica del Principio de Realidad de una sanidad
pública española considerada en el 2019 como la mejor del mundo por el Foro Económico Mundial (junto a Singapur, Hong Kong y Japón);
sino que asimismo pone de manifiesto un claro prejuicio contra los
hospitales públicos como receptores universales de personas de
clases sociales consideradas como inferiores (equiparables, a su
entender, a la casta india de los parias y los intocables); además
de poner en evidencia su predilección por un hospital-hotel (propio
de los centros privados que en condiciones normales aseguran el ratio
de un enfermo por habitación como máxima del confort individual,
evitando así la “incómoda” convivencia con otros enfermos
desconocidos), frente a un hospital público stricto sensu
moderno en asistencia médica y avanzado en recursos sanitarios.
Si bien el clasismo se
puede entender como un condicionante cultural respecto al concepto
relacional con la realidad más inmediata, no por ello deja de ser un
verdadero tumor para la esencia de la Democracia como sistema de
organización social, pues atenta contra la universalidad de los
valores superiores de la igualdad de oportunidades y la justicia
social, siendo a su vez y por derivación un agravio contra el propio
Estado de Bienestar Social. Y ya nos ha demostrado sobradamente la
Historia de la humanidad que el único camino factible, así como
cognoscible por el entendimiento humano, para evolucionar hacia un
mundo mejor no es otro que mediante la evolución y el desarrollo de
la senda de los valores propios de la Democracia. Lo que significa,
entre otros aspectos, reducir la brecha de justicia social existente
entre los extremos de una misma sociedad, es decir entre pobres y
ricos. Lo que implica, por un lado un esfuerzo de universalización
de los servicios sociales comunes, y por otro lado un esfuerzo
colectivo de culturalización democrática, como fin para alcanzar un
estándar global homologado de la dignificación de la vida humana.
Aunque es cierto que el
clasismo es consustancial al egoísmo humano (Ver: La Solidaridad,¿una ilusión para la naturaleza egoísta del hombre?), no es menos
cierto que por ser un óbice para el desarrollo social en su
conjunto, en términos humanistas, debe combatirse desde la
reprobación moral colectiva y desde la educación generacional en
particular. Pues siendo como es el clasismo un virus cultural, no hay
mayor antídoto que una reeducación de raíz del mismo. El clasismo
no tiene, ni puede tener, cabida en los modelos de organización
social democráticos modernos, pues es un contradictorio contra la
propia esencia de los mismos per se. Comencemos, pues, a
desterrar el clasismo al ostracismo sociológico para sustituirlo por
un valor democrático tan saludable, a la par que elevado
humanísticamente, como es el merecido reconocimiento social a la
meritocracia personal en una sociedad en igualdad de oportunidades.
Solo así conseguiremos ayudar a construir de este mundo un lugar un
poco mejor.