Cuántas veces, en los
últimos tiempos, hemos visto un sombrero cualquiera en nuestro
entorno cotidiano cuando realmente es una serpiente boa que digiere a
un elefante. Y es que, como dice el Principito de Saint-Exupéry,
“los mayores siempre necesitan explicaciones (aclaratorias)”. Una
necesaria aclaración debida, no tanto porque en nuestras ciudades
tecnológicas sea un hecho ni mucho menos corriente el encontrarse
con boas y elefantes, sino porque vivimos en una sociedad donde es
habitual observar objetos, sujetos y circunstancias que parecen ser
una cosa que en verdad no lo son. Es decir, vivimos en un tiempo
marcado por la apariencia falsa.
Como aclaración
introductoria apuntaré que en esta breve reflexión no deseo tratar
el concepto de apariencia falsa, por engañosa, como una manipulación
deliberada de la imagen personal para beneficio individual, como ya
señalé en “La apariencia, un recurso de supervivencia de la sociedad contemporánea”, sino más bien como un fenómeno natural
y objetivo propio de nuestro tiempo. Dígase natural porque es
característico del hábitat humano occidental presente. Y defínase
como objetivo porque dicho juicio de valor se basa única y
exclusivamente en hechos empíricos.
Sí, la apariencia falsa
es un fenómeno tan natural como objetivo de nuestra sociedad, donde
las cosas no son lo que aparentan. Pero, ¿cuáles son las causas de
esta realidad simulada?. Las respuestas no deben buscarse en
principios epistemológicos como materia que estudia la capacidad del
conocimiento humano, sino en causas sociológicas de naturaleza
física. Es decir, son causas sociológicas en tanto en cuanto es la
sociedad actual la que obliga a las personas, por fuerza mayor del
mercado laboral y por extensión de la lógica propia de una economía
de libre Mercado descontrolada, a ejercer roles que no le son propios
ni desde un enfoque de habilidades personales ni desde un enfoque
académico y/o profesional. Y es de naturaleza física porque dicho
movimiento traslacional, ejercido por la sociedad como fuerza motriz,
modifica la posición de la persona de su espacio natural de manera
tan recurrente como continua en el tiempo. Pues sí algo caracteriza
a la sociedad del siglo XXI es su alto nivel de aceleración en un
estado incesante de cambio y transformación. Es por ello que el
fenómeno de la apariencia falsa nos hace ver a un camarero allí
donde deberíamos ver a un profesor, vemos a un taxista donde
deberíamos ver a un ingeniero, y por contra, en el opuesto del
espejo -redes sociales mediante- podemos ver a un profesional en
activo allí donde deberíamos ver en realidad a una persona en paro,
entre otras ilusiones. Ya que nada es lo que parece.
En este sentido, cabe
señalar que la razón del poder de convicción que tiene la
apariencia falsa sobre un colectivo social la encontramos en los
estereotipos sociales, es decir, en la idea formal que las personas
como grupo nos hacemos mentalmente (por inmersión cultural) respecto
a un modelo concreto conductual individual en relación a un concepto
de rol social singular estandarizado. Y es así como caemos de bruces
en la trampa de la Prueba del Pato: si grazna como un pato, camina
como un pato y se comporta como un pato, entonces -nos decimos-,
¡seguramente es un pato!. Nada más lejos de la verdad en una
realidad humana supeditada al principio de impermanencia, donde la
apariencia falsa, como fenómeno social natural y objetivo en un
tiempo presente altamente volatil, hace de los estereotipos el
camuflaje perfecto para una realidad simuada. (Ver: Los cambios sociales evidencian la capacidad del hombre de mudar la piel).
Una de las consecuencias
que tiene una sociedad desarrollada al amparo de la manifestación de
la apariencia falsa es que, para conocer la verdad última de la
realidad más inmediata que nos rodea, se requiere de un esfuerzo
mayor -por imperiosa necesidad proactiva personal- en conocer nuestro
entorno (desde la duda metódica del conocimiento cartesiano como
método cognoscente). Una premisa que, seamos sinceros, no marca
tendencia actual en una civilización superpoblada de corte
individualista y egoísta por hedonista. (Ver: Sobrepoblación mundial, efectos socio-económicos y políticos a corregir). Por lo
que aunque alguien no sea un pato, si parece un pato porque se
comporta laboral o vitalmente como un pato -aunque sea
temporalmente-, para el conjunto de la sociedad es un pato, con
independencia y desinterés absoluto de si es verdad o no. (Ver:
Somos una sociedad empática frente al sufrimiento ajeno, pero carente de compasión). Lo que pone de rabiosa actualidad la famosa
frase del filósofo político Maquiavelo del “pocos ven lo que
somos, pero todos ven lo que aparentamos”.
Aunque, por otro lado,
poco importa ya si vivimos en una sociedad de apariencia falsa o no,
pues ciertamente la batalla se presenta actualmente perdida desde su
inicio en el momento en que la ciencia moderna con los físicos (de
la realidad) a la cabeza, en su tenacidad por revolucionar el
conocimiento humano como motor social de transformación de nuestra
especie, no solo utilizan la base de la realidad conocida como simple
juguete en una nueva era de naturaleza cuántica, sino que parten de
la certeza objetiva que dicha naturaleza, caótica por esencia,
constituye la base de la realidad, nuestra realidad, de marcado
carácter modulable por condicionable. (Ver artículo del MIT
Technology Review: Este experimento simulado pone a prueba la realidad que conocemos).
Veo, veo... algo que
parece ser pero que no es. Esta frase bien podría ser el axioma
descriptivo del fenómeno de la apariencia falsa en nuestra sociedad,
como fundamento de una realidad que se construye mediante un consenso
colectivo profundamente cultural (Ver: La realidad objetiva humana no existe fuera del consenso general subjetivo). Es por ello que solo
deseo acabar esta breve reflexión reclamando que la ilusión de las
apariencias no nos lleven a engaño -en el caso que busquemos el
conocimiento último de la verdad de nuestra realidad más
inmediata-, así como demandar que aquello que podamos aparentar ser
en un momento concreto de nuestra vida no nos condicione, a título
individual, ha olvidarnos de saber quiénes somos realmente. Que
nuestro Yo Soy no se vea fagotizado por el Yo sociabilizado del
Mercado. Pues nunca, a lo largo de la historia, ha habido hábito
alguno que haya convertido a una persona consciente en monje. Que la
vida de la apariencia falsa no confunda nuestra mismidad. Pues si
dejamos de ser quienes realmente somos, ¿qué nos queda?.