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Ciudadanos fallecidos por sorpresa en la antigua Pompeya |
Esta mañana, desde un
gran ventanal de un edifico de Barcelona, he podido ser testigo
ocular de una pareja de mujeres que caminaban cogidas del brazo bajo
una fuerte lluvia al cobijo de un frágil paraguas que resistía
heroicamente una ráfaga de viento tempestuoso. La relativa serenidad
de las mujeres se ha troncado en sorpresa en el momento en que el
viento les ha arrebatado literalmente el paraguas, quedándose tan
solo con la empuñadura del mismo en las manos, el cual ha acabado
clavado en el césped por el que transitaban. Las mujeres, atónitas
por lo sucedido, se han quedado paralizadas bajo la intensa lluvia
sin más reacción que la de quedarse mirando durante unos eternos
segundos el paraguas, a unos metros de distancia de ellas, incrustado
en la tierra por el bastón sin puño, como un nuevo pequeño árbol
ornamental más del jardín urbano. Un estado de súbita sorpresa y
de arrebato de impotencia experimentado por las dos mujeres parejo,
esta vez mezclado con un claro sentimiento de terror, al que debieron
de padecer las personas que en los últimos meses han fallecido
engullidas por el agua de manera repentina y sin aviso previo mientras
caminaban o conducían sus vehículos en la Europa tecnológica del
siglo XXI, España incluida, a causa de las grandes e inesperadas
tormentas producidas por los recientes fenómenos meteorológicos
(des)conocidos como la DANA (Depresión Aislada en Niveles Altos).
Una imagen que no ha podido dejar de evocar en mi mente la sorpresa
mortal, sin margen de reacción humana alguna, que debieron sufrir
los más de 15.000 ciudadanos de la entonces desarrollada y
sofisticada ciudad romana de Pompeya.
Transcurridas varias
horas de la anécdota que afortunadamente no tuvo consecuencias
mayores, como la caída de árboles o desperfectos en mobiliario
urbano e infraestructuras dispares protagonizados en otros puntos de
la geografía española, que han ocasionado accidentes de diversa
gravedad, en una de las ciudades más importantes de Europa como es
Barcelona no cae del cielo roca ardiente ni ceniza de ninguna erupción
volcánica (emulando la milenaria ciudad del sur de Italia), pero sí
que continúa cayendo del cielo una cantidad ingente de agua,
acompañada de fuertes ráfagas de viento, de dimensiones diluvianas
casi bíblicas. La Naturaleza no solo demuestra su fuerza, sino que
parece tener la firme voluntad de querer arrodillar la soberbia
humana quebrantando nuestro alto sentido autoproclamado de seres con
capacidad de controlar el medio natural en el que vivimos. La causa,
según voces preclaras de la ciencia, no es otra que el cambio
climático provocado por la acción del hombre.
Sobre las causas y
efectos del cambio climático stricto sensu no deseo entrar,
ya que por un lado existen muchas y mayores autoridades en la materia
que un humilde servidor, y por otro lado ya aporté mi granito de
arena reflexivo en el artículo “El calor convierte al hombre en un animal violento irracional”. Pero sí que me interesa señalar el
Principio de Impermanencia que conlleva un estado global de
transformación climática para la realidad humana. Un hecho objetivo
que, alcanzado un punto de inflexión como el que nos encontramos en
la actualidad, provoca episodios temperamentales por parte de la
fuerza de la Naturaleza sobre la vida humana cotidiana, cuya
impredecibilidad -por falta de datos estadísticos sobre patrones
históricos-, no solo rompen el statu quo de tranquilidad que
los hombres contemporáneos gozamos en nuestros hábitats
artificiales por urbanos de confort (ya no digamos en el mundo
rural), sino que incluso nos sitúa en una posición de impotencia
hacia los mismos por falta de capacidad de reacción que genera una
clara percepción emocional colectiva de desprotección como especie.
Una realidad fehaciente que bien actualiza la célebre frase del rey
Felipe II, tras el diezmo de la Armada española ocasionado por las
fuertes tormentas frente a las costras inglesas, del “yo no mandé
a mis barcos a luchar contra los elementos”. O, como bien podríamos
tunear en el contexto presente: “nosotros no construimos una
sociedad moderna destinada a luchar contra los elementos”.
Lo que es una evidencia
es que la transformación climática que protagonizamos no solo pone
en jaque a las estructuras de ingeniería civil de nuestra sociedad,
sino también al emplazamiento estratégico de gran parte de nuestras
poblaciones emergidas principalmente al calor del auge de la
industria de la construcción y del turismo, a tenor de los efectos
devastadores que día sí y día también podemos seguir a través de
los medios de comunicación a lo largo y ancho del globo terráqueo,
en un aparente ataque de rabia celosa de la Naturaleza por
reconquistar mediante la fuerza de los elementos un espacio que
siempre le ha pertenecido. No olvidemos que la Naturaleza es un
cuerpo orgánico global, aunque sus efectos se perciban localmente
sin distinción de fronteras humanas, haciendo como propia la famosa
Teoría del Caos. Un ataque de la Naturaleza -quizás como ejercicio
del derecho natural legítimo de defensa propia frente a la especie
humana- que, por otro lado, se ejecuta con tanta imprevisibilidad
como rapidez que al hombre de a pie le coge por absoluta sorpresa,
convirtiendo nuestras ciudades modernas en una especie de nuevas
Pompeyas. Aunque, eso sí, seamos rigurosos, sin un efecto mortal tan
devastador (por el momento, mientras no persistamos en aumentar la
media de la temperatura mundial ya en fase crítica).
La diferencia sustancial
entre la Pompeya clásica y las Pompeyas modernas no solo reside en
el nivel de mortalidad humana, que haberlas haylas -no escondamos la
cabeza ni desdramaticemos la situación-, sino en el grado de
conocimiento científico y de sensibilidad social sobre el movimiento
climático. Es por ello que los pompeyanos contemporáneos
(permítaseme esta licencia de autor) no tenemos excusa alguna en la
dejación de responsabilidades por trabajar, de manera colectiva y
decididamente, en el objetivo de imperiosa necesidad de poner remedio
a una situación que aun no ha alcanzado el nivel de no-retorno (por
unas preocupantes escasas décimas de grado de temperatura de
diferencia en la escala del calentamiento global).
La impermanencia del
carácter actual de la Naturaleza, tan caótica en su deslocalización
como imprevisible por veloz e intensa, está posicionando al hombre
contemporáneo en un estadio similar al del pompeyano del pasado. Que
nuestra arrogancia, y aún más nuestro comportamiento egoísta de
mirada corta en pos de un beneficio económico volátil, no nos
aboque a repetir la historia. No obstante, conociendo la naturaleza
humana, siempre habrá quien de las cenizas -o mejor dicho de las
tierras anegadas- haga negocio para provecho propio. Pulvis es et
in pulverum reverteris, polvo eres y en polvo te convertirás,
aunque personalmente, y resguardado en mi atalaya personal pipa en
boca, si puedo elegir, beneplácito de las Moiras mediante, prefiero convertirme en polvo tras una muerte serena ya en edad avanzada
y por causas naturales.
Nota: Este y otros artículos de reflexión se pueden encontrar recopilados en el glosario de términos del Vademécum del ser humano