La última libertad
humana es poder elegir, escribió sabiamente el célebre psiquiatra
austriaco Viktor Frankl en “El hombre en busca de sentido”, obra
publicada un año después de su paso por los campos de concentración
nazi y del final de la segunda guerra mundial. Y no se refería a la
capacidad de elección material, sino a la elección de la actitud
personal que cada cual adopta frente a su propio destino para decidir
su camino.
Tener la libertad
suficiente para poder elegir aquello que materialmente queramos a
cada momento de nuestra existencia, no solo es una quimera en este
mundo -como ya apunté en “La vida en venta”-, sino que a todas
luces es insalubre para la pequeña y frágil mente humana. Pero
alcanzar la última libertad personal en el mundo, ya no de las
formas, sino de las ideas, resulta una empresa totalmente factible
para el ser humano. Pues es el pensamiento, y no la actitud, la
verdadera última libertad de todo hombre.
Personalmente considero la
actitud, como capacidad de elección, como un punto medio fronterizo
entre el mundo material de las formas y el mundo intelectual de las
ideas. Y aún más, como animales sociales por naturaleza que somos,
la actitud si bien se encuentra en el umbral de la última libertad
humana se ve irremediablemente determinada por sometimiento al
contexto del mundo de las formas. Es por ello que la última libertad
humana es el pensamiento personal.
Pero, para la
autorealización de cualquier ser humano a lo largo de la historia,
¿es suficiente alcanzar la libertad mediante el libre pensamiento?
O, dicho en otras palabras, ¿el hombre consigue sentirse plenamente
libre mediante la (no tan simple) acción de pensar?.
Indiscutiblemente no. Pues no existe hombre alguno que viva
enajenado de su realidad formal más inmediata. Por lo que si bien el
pensamiento individual, por singular e íntimo, es la última
libertad del hombre, su beneficio para la naturaleza humana,
profundamente humana, resulta tan volátil como los efectos
embriagadores producidos por un trago largo de cualquier bebida
espirituosa.
Así pues, ¿cuál
podríamos decir que es la última libertad para un ser como el
hombre que coexiste entre el mundo de las formas y el mundo de las
ideas? Siendo pragmáticos, la respuesta no es otra que la capacidad
de decisión. ¿O a caso habría alguna persona que no se sintiera en
un estado de plena libertad si tuviera la capacidad real de decidir
en cada momento de su vida? Pues libertad y capacidad de decidir son
dos conceptos que conviven en el mismo estrato categórico, a
diferencia del tandem libertad y actitud o libertad y pensamiento.
Sí, la última libertad
humana (real) es poder decidir. Pero, como ya apunté en una
reflexión anterior: “Nadie está exonerado del precio que tiene que pagar por su propia libertad personal”. Es decir, la capacidad
de decidir no solo tiene un precio, sino que es una empresa solo apta
para héroes en el sentido más clásico del término. Pues decidir
implica autoridad interna, que es la firme voluntad consciente de
mostrarnos fieles con nosotros mismos y con los demás, y la valentía
suficiente para actuar de manera coherente con dicha autoridad
personal. (Ver: Conoce la fórmula de la Autoridad Interna). Pero
todo héroe tiene su talón de Aquiles, que no es otro en la última
libertad humana de poder decidir que la moral. Sí, la moral, ya sea
iluminada por los valores universales o por los valores culturales
por sociales (moralina), acaba por encadenar al héroe en algún
punto de su odisea particular. Pues al héroe se le presupone
consciencia, la cual madura a lo largo de su periplo existencial, y
no existe consciencia sin moral. De hecho, son dos dimensiones
indisociables para la naturaleza humana, como pueda ser en una fruta
la piel de su parte carnosa comestible.
No obstante, aunque el
hombre es pragmático por necesidad (de supervivencia) en su realidad
cotidiana, paradójica y afortunadamente nos inspiramos en
ensoñaciones utópicas. Por lo que no hay nada malo en invocar la
capacidad de decisión como la última libertad humana. ¡Ojalá
tuviéramos libertad de decisión!, pues nos sentiríamos libres como
pájaros. Pero el principio de realidad siempre acaba imponiéndose,
pues no somos pájaros, ni libres. Aunque ello no exime de poder
emular, aunque sea puntualmente y en ocasiones contadas a lo largo de
nuestra vida, a los míticos héroes de antaño. Conscientes -para el
bien de nuestra cordura- que los mitos, como los sueños, mitos son.