![]() |
Furgón policial destrozado por estudiantes en Londres, 2010 |
Existen dos tipos de
impunidad, aquella que está amparada por la ley, y aquella que se
toma por la fuerza. La que se ajusta a Derecho, asimismo, puede ser
un espejismo por temporal, pues si cambia la condición legal del
inimputable, el sujeto puede ver rescindido su estatus social de
impune quedando expuesto a la fuerza de la misma ley que en antaño
le protegía, como suele suceder en el ámbito de personas que ocupan
cargos públicos en un sistema rotatorio por democrático. Mientras
que aquella impunidad que se toma por la fuerza, la vida útil de su
naturaleza es directamente proporcional a la fuerza coercitiva
ejercida para mantener dicho estado de impunidad (tercera ley de
Newton), la cual también acaba siendo temporal por desgaste y
pérdida progresiva de la energía cinética necesaria para tal fin.
Desde un enfoque social,
por regulado jurídicamente, observamos que si bien la impunidad
amparada por ley es legítima y la impunidad tomada por la fuerza es
ilegítima, la primera puede transformarse en ilegítima y la segunda
en legítima, dependiendo del desarrollo sociocontextual de las
mismas como tantas veces nos ha demostrado los devenires de la
Historia. No obstante, en esta breve reflexión, personalmente me
interesa centrarme en los tipos de impunidad de naturaleza forzosa y
de carácter ilegítimo, por ser fenómenos de rabiosa actualidad en
nuestros días.
Lo que está claro es que
un acto de ejercicio de impunidad por la fuerza equivale a una
voluntad activa de autoconcederse una protección social que
individual y colectivamente no se posee, lo que conlleva a una
transgresión consciente de un conjunto de reglas, normas y
costumbres consensuadas socialmente que están debidamente reflejadas
en un ordenamiento jurídico. De lo que se deriva que dicho acto, por
ser contrario a la ley, es per se doloso. Y que en la
motivación de la realización de dicho acto, autoconcedido por una
concepción subjetiva del derecho natural versus el derecho
positivo imperante, se ha producido un proceso de cambio y
transformación de los valores morales del individuo respecto al
resto de la sociedad.
Pero, ¿cuál es la causa
que provoca un cambio de principios morales en un individuo o
colectivo que motiva a actuar con autoconcedida impunidad frente a la
sociedad mediante el uso de la fuerza?. La cuestión solo tiene dos
respuestas posibles: la racionalidad y la irracionalidad. En el caso
de una motivación racional participa el pensamiento lógico-reflexivo
crítico, cuyas acciones pueden devenir el germen de un futuro cambio
social en alguna de las dimensiones concretas de la sociedad. En este
ámbito se enmarcarían conceptos como la desobediencia civil o la
objeción de consciencia, que aun pudiendo ser moralmente legítimas
(por una presumible alineación con valores universales),
continuarían siendo jurídicamente ilegítimas y por tanto
susceptibles de ser penalizadas en tanto y cuanto no alcancen su
objetivo de cambio social, y por extensión normativo. Mientras que en
el caso de una motivación irracional participa, por ausencia de la
razón, la exaltación de los instintos más básicos del hombre como
ser animal. En este ámbito se enmarcarían conceptos como la
violencia pseudoideológica callejera -con o sin pillajes gratuitos-
(caso disturbios de Cataluña), o la participación activa o pasiva
en redes de rapto y abuso de menores para trata sexual (caso
Epstein), por poner algunos ejemplos, que siempre serán concebidos
como actos categóricamente ilegítimos tanto moral como
jurídicamente de principio a fin.
No cabe decir que el
ejercicio de una autoconcedida impunidad mediante el uso de la fuerza
frente a la sociedad aun motivada por la racionalidad, fruto del
pensamiento crítico, suele acabar desembocando asimismo en actos
irracionales -motivados des de la exaltación de los sentidos- cuando
participa un volumen crítico de individuos. Pues como decía Ortega
y Gasset en su obra La rebelión de las masas, el problema de
la multitud es que puede enloquecer en cualquier momento como caballo
desbocado que arrastra todo a su paso, produciendo tumultos y
disturbios. Y además, como tristemente quedó patente en el famoso
Experimento de la Cárcel de Stanford de 1971, en el seno de dicha
masa orgánica los individuos suelen adoptar roles desproporcionados
por desmesurados de manera transversal a los diversos niveles de
poder existentes -aunque sean de perfil tribal-, que se alejan de la
convencionalidad de sus propios rasgos de personalidad sociabilizada
como individuos fuera de la masa, por efecto enajenador del micro
hábitat creado, generando una contagiosa explosión en cadena de las
conductas emocionales humanas más viles.
De lo que se sustrae, a
modo de conclusión tras lo expuesto, que los actos de autoconcesión
de impunidad por la fuerza y por tanto ilegítima, no solo son
propios de individuos que se consideran superiores moralmente al
resto de sus conciudadanos -aunque sea por enajenación mental
transitoria-, sino que su acciones acaban evolucionando hacia
posturas irracionales de comportamiento manifiestamente exaltados,
donde el hombre como ser social queda anulado por el hombre como ser
animal. Y ya se sabe que en el mundo animal solo impera una ley, y no
es justamente la del imperio de la razón y la ilustración -no nos
llevemos a engaño-, sino la de aquel que golpea y oprime con mayor
fuerza.
Nota: Este y otros artículos de reflexión se pueden encontrar recopilados en el glosario de términos del Vademécum del ser humano