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Barcelona en llamas. Noche del 16/10/19 |
El hombre es un ser
social por naturaleza, como bien ya apuntaba Aristóteles en el siglo
IV a. c., idea que posteriormente popularizó el ilustrado Rousseau
en el siglo XVIII con su “Contrato Social”. Lo que significa,
principalmente, que no solo necesitamos de los otros congéneres para
vivir, sino que además requerimos de unas normas de comportamiento
común consensuadas para poder convivir en sociedad, ya que en caso
contrario el hombre sería un lobo para el propio hombre (homo
homini lupus) como recordaba el fundador de la filosofía
política moderna Hobbes ya con un siglo de anterioridad.
Así pues, de la
necesidad de establecer unas reglas de comportamiento comunes para
garantizar la convivencia en el seno de una misma comunidad nace
justamente el Derecho, cuyo principio general proveniente del derecho
romano -base del derecho europeo y de los códigos civiles
contemporáneos- no es otro que el enunciado normativo que reza: dura
lex, sed lex, traducido como “la ley es dura, pero es ley”.
Una máxima latina que, aun a día de hoy, representa el principio
fundamental de todos los Estados Democráticos de Derecho. O dicho en
otras palabras, la ley garantiza la convivencia social del ser humano
que vive en las sociedades contemporáneas civilizadas.
En este sentido, podemos
afirmar que la ley es, por esencia, tanto una exigencia de la vida en
común de los seres humanos, como una garantía para la preservación
y defensa de las libertades e intereses de cada una de las personas
que conviven en una misma comunidad, siempre a la luz de la razón
humana y al respeto hacia los valores humanistas (fundamento de los
derechos humanos), como bien desarrolló el filósofo y abogado
Voltaire a las puertas de la Revolución Francesa.
Si entendemos, por otra
parte, que convivencia no solo significa vivir junto con otros (del
latín convivere), sino que conlleva implícito el inestimable
valor social de vivir en seguridad (cualidad de estar cuidado y
protegido a nivel individual y colectivo), llegaremos a la conclusión
lógica por puro razonamiento deductivo que la ley es el instrumento
que tenemos los seres humanos para garantizar la tranquilidad social
como uno de los consensos máximos para la convivencia en comunidad.
Por tanto, y a modo de síntesis, de éstas premisas surge un axioma
diáfano: si el ser humano es un ser social por naturaleza, y éste
requiere de reglas y normas consensuadas para vivir en convivencia,
siendo el fin último de la convivencia una vida en común segura y
protegida para todos y cada uno de los miembros participantes, ergo
la ley es el garante de la tranquilidad social.
¡Y qué gran valor es la
tranquilidad social! Propio de sociedades maduras y de ciudadanos
psicoemocionalmente sanos. Pues de la tranquilidad brota la belleza
de la creación humana rica en sus múltiples manifestaciones, y el
hombre puede desarrollarse en plena dignidad de la inviolabilidad
individual. Ya que la tranquilidad social, desde un espacio positivo
de libertad personal propio de Estados Democráticos, es fruto del
respeto, la concordia y de la buena educación cívica. Y aún más,
ya que la tranquilidad social es el irrefutable reflejo del elemento
nuclear de una convivencia pacífica.
Sí, dura lex, sed
lex, pues sin ley no hay cabida para la tranquilidad social, y
sin ésta no puede existir la convivencia pacífica, así como sin
paz solo se puede vislumbrar -por experiencia histórica- un
horizonte marcado por la carencia de libertades públicas e
individuales, así como por un escenario sociocontextual desigual,
injusto y privado de pluralidad política. Sin paz no hay
libertad de pensamiento, y mucho menos de autorealización personal.
Es por ello que uno no
puede dejar de horrorizarse -como observador pasivo y asustado desde
mi atalaya de Barcelona- por los recientes episodios de guerra
callejera (que recuerdan la Semana Trágica de 1909) protagonizados
por centenares de nuestros jóvenes en Cataluña, quiénes de manera
explícita han optado activamente por la vía de la violencia
prebélica antes que por los innumerables recursos de cambio social
que ofrece la Democracia, como sistema de organización social
pacífica, con todas las garantías propias de los Estados de
Derecho. Jóvenes, por no decir adolescentes, que con la razón
ennubolada enarbolan la bandera negra como estandarte cuyo lema apela
a la lucha hasta la muerte. Jóvenes a los que, indudablemente -no
eximamos nuestra responsabilidad-, les hemos fallado como sociedad.
Pues como sociedad les hemos fallado en educarlos adecuadamente a la
luz de los principios rectores de la Democracia. Como sociedad les
hemos fallado al no poder ofrecerles un futuro laboral en un sistema
de Mercado excluyente por desequilibrado. Como sociedad les hemos
fallado al no garantizar a sus familias los derechos sociales propios
de un Estado de Bienestar Social. Como sociedad les hemos fallado por
permitir la gobernanza a manos de unos dirigentes enajenados que
prometen una Ítaca y a su vez son incapaces de gestionar la
frustración social derivada de su indiligencia e irresponsabilidad
política. Sí, como sociedad les hemos fallado, aunque ello no elude
de responsabilidad civil sus actos incívicos, por jóvenes que sean.
La responsabilidad, sin lugar a dudas, debe ser compartida, y la ley
como garante de la tranquilidad social debe ser aplicada.
Acabo esta breve
reflexión a la espera que a lo largo de los días sucesivos, que se
prevén calientes en disturbios propios de guerrillas urbanas, no
haga aparición ningún cisne negro como punto de inflexión de no
retorno hacia un estado social donde la ley, democrática, aún
siendo de naturaleza dura no tenga capacidad de gestionar positivamente la crisis existente en Cataluña (como sucedió en la Alemania de
1938 con la Noche de los Cristales Rotos). Hoy, más que nunca, por
el bien de la convivencia y la tranquilidad social, y en defensa de
la denostada Democracia, cabe reclamar el principio fundamental de
nuestro Estado de Derecho: dura lex, sed lex.