Vivimos en una sociedad
en la que la sinceridad stricto sensu, considerada como un
comportamiento carente de fingimiento de lo que un observador siente
y piensa en verdad frente a una circunstancia, hecho u objeto
observado, se considera una actitud social políticamente incorrecta.
En su lugar, la moralina social contemporánea -entendida como falsa
moral kantiana- solo acepta la denominada sinceridad diplomática,
que no es más que engañar al prójimo de lo que uno piensa y siente
ciertamente con el objetivo de cumplir con los cánones de buena
convivencia aceptados socialmente por una comunidad cada vez más
artificial por virtual y por ende profundamente superficial.
Asimismo, es curioso
observar cómo la sinceridad diplomática está íntimamente ligada a
un valor moral de marcada influencia judeocristiana: la humildad,
entendida no como sumisión sino como ausencia de soberbia, es decir,
como cohibición del trato de superioridad frente a terceros (Ver:
Las dos caras de la Soberbia: vicio y virtud a elegir). No obstante,
el concepto contemporáneo de humildad no siempre ha sido el mismo a
lo largo de la historia de la humanidad, pues más allá de la carga
conductual heredada a partir de la Edad Media, el viejo filósofo
Sócrates en la Antigua Grecia consideraba la humildad como el
derecho conductual propio de todo ser humano de reconocer
públicamente su valía y a no rebajarse, humillarse, o
desvalorizarse. Un comportamiento individual y social que se conoce
como humildad socrática, y que trasladado a los parámetros
contextuales de nuestra era podemos definirlo sin ruborizarnos como
soberbia positiva, pues permite al hombre mostrarse fiel consigo
mismo y respecto al resto del mundo sin perder el respeto por los
demás. Una actitud propia de espíritus maduros psicoemocionalmente
que personalmente me gusta denominar Autoridad Interna (Ver: Conoce la fórmula de la Autoridad Interna).
Así pues, la humildad
socrática tiene su equivalencia en nuestro tiempo a la soberbia
positiva, la cual -tal y como la definía Nietzsche, el mal
denominado filósofo soberbio por excelencia- conduce a la honestidad
absoluta con uno mismo, siendo una virtud elevada propio de hombres
que se han superado a sí mismos. Por lo que, como podemos entender
visto lo expuesto, en el espacio de la humildad socrática no tiene
cabida la sinceridad diplomática, pues ésta es engañosa por
esencia tanto para propios como para extraños.
Es por ello que siendo la
sinceridad diplomática la norma conductual de nuestra época,
resulta caricaturesco presenciar en nuestra sociedad personas que más
que pedir exigen sinceridad de opinión frente a una hecho,
circunstancia u objeto, cuando lo que realmente esperan es una
reacción de sinceridad diplomática para retroalimentar su propio
autoengaño sobre un imaginario particular. En caso contrario, si a
dichos individuos se les enfrenta a la humildad socrática, el
resultado es una catarsis personal transitoria derivada de un bajo
nivel de autoestima (buscan la continua aprobación del entorno, a
expensas de su propia personalidad singular, si es que saben cuál
es) y de una carencia en materia de gestión emocional,
principalmente respecto a la frustración ante unas falsas
expectativas creadas, que puede abocar a la rotura de las relaciones
interpersonales.
No obstante, cabe apuntar
que cada cual tiene el derecho de nacimiento de creer en lo que haya
decidido creer. Solo faltaría. Ya que nadie puede vivir la vida por
nadie. Aunque ello no exime, por alusión directa al Principio de
Realidad, de la nocividad social que representa el hecho no solo de
normalizar la sinceridad diplomática, sino incluso de elevarla a
categoría de valor moral positivo socialmente aceptada.
Construir una sociedad
desde la normalización de la sinceridad diplomática es crear una
sociedad superficial basada en el autoengaño a nivel colectivo, así
como promover el desarrollo de personalidades de mantequilla (por
inconsistentes e inmaduras psicoemocionalmente) a nivel individual.
Aunque, visto por otro lado, no hay mejor sociedad maleable para los
hombres que son lobos para los propios hombres -rememorando a
Hobbes-, que aquella fundamentada en la sinceridad diplomática.
Para la buena salud de todos, más humildad socrática y menos sinceridad diplomática, por favor.