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Ramblas de Barcelona |
Nos hemos acostumbrado a
vivir entre extraños. Paseamos por las ciudades cruzándonos de
manera continua con personas que no solo no conocemos, sino que no
nos importan. De hecho, damos por normalizado el hecho de convivir
con y entre desconocidos. Algo que, por otra parte, resultaba
incomprensible para las primeras comunidades humanas de antaño donde
los lazos sociales eran fundamentales para la supervivencia de la
colectividad.
Una de las razones
actuales de la falta de necesidad por conocer al prójimo es que no
requerimos -o al menos eso es lo que creemos- de una relación casi
familiar con los miembros que forman parte de nuestra comunidad para
garantizar nuestra seguridad personal y familiar, pues las relaciones
sociales intergrupo las hemos suplido por un garante protector mayor
al que denominamos Sistema, Mercado o Estado. Y ello es consecuencia,
en parte, porque nuestras complejas sociedades contemporáneas están
sobredimensionadas poblacionalmente, lo que nos resulta imposible
conocer y relacionarnos con todos y cada uno de sus miembros; así
como, suma y sigue el alto grado de volatilidad existente en el
mercado laboral y la rotación en el flujo migratorio continuo de
personas en un entorno global, los roles o aportaciones sociales que
los diferentes miembros de la comunidad a título individual realizan
sobre el conjunto del grupo como colectividad se nos presentan
difusas e indefinidas por desconocidas.
Sí, vivimos en un
hábitat humano percibido como seguro (relativamente) al amparo de la
burbuja protectora del Sistema en el que nos desarrollamos como
personas con categoría de ciudadanos de pleno derecho, mientras
miramos asimismo de reojo y con cierto recelo -aunque sea
inconscientemente- a la persona que pasa por nuestro lado en la
calle, comparte fila de espera en la tienda, se sienta junto a
nosotros en el metro o se sitúa a la par con nuestro vehículo. Pero
ni nos importa ni nos preocupa, ya que desde que nacemos nos
acostumbramos a los extraños, aunque sean partícipes de nuestra
propia existencia. Lo cual no significa que, a causa del
desconocimiento que acusamos los unos sobre los otros, mantengamos de
manera latente un cierto instinto de alerta contra el extraño, eso
sí en un educado -por correcta compostura- sentimiento de activa
defensa directamente proporcional al grado de reconocimiento como
igual una vez sondeados sus rasgos estéticos, ademanes externos y
manifestación conductual.
Lo cierto es que si
viviéramos en la era prehistórica de los primeros humanos, con
independencia de que formásemos parte de los jomones japoneses, de
los aleutianos rusos, o de los íberos o celtas ibéricos, no
guardaríamos tanto la compostura -ni mucho menos- frente a un
extraño, pues todo aquello que desconocemos lo percibimos en primera
instancia y de manera instintiva desde tiempos ancestrales como un
peligro potencial. Contrariamente, hoy en día, a falta de atacar,
amenazar o salir corriendo impulsivamente, estamos educados por
siglos de entrenamiento en el refinado arte de la convivencia con
extraños mediante el pose normalizado de una indiferencia recelosa,
evitando mayormente el contacto visual de unos con otros como si no
existiera nadie más a nuestro alrededor en medio de las abastadas
ciudades, pues la simple evasión al contacto de la mirada extraña
lo significamos como una medida de protección de la integridad
física personal. -Y es que el mundo, aunque aparentemente
apacible, está repleto de peligros-, nos decimos continuamente.
Un mensaje de autoprecaución que los medios de comunicación ya se
encargan de recordarnos a diario con el relato de trágicas noticias,
aumentando así de paso sus niveles de audiencia. (Ver: ¿Por qué nos atraen las películas de violencia, intriga y sexo? Y, ¿cómo nos afectan? y ¿Por qué existe la violencia?).
Este fenómeno
sociológico (de raíz antropológica) provoca que las personas
transiten en pleno siglo XXI llevando a cuestas su mundo particular
con una adecuada distancia e indiferencia de seguridad frente a
terceros, hasta el punto que unos acaban siendo invisibles para los
otros y viceversa. Una individualización de la vida que, por ende,
es promulgada como estándar de calidad de felicidad por parte de la
denominada sociedad de consumo (Ver: La exaltación del Egoísmo: el éxito del Capitalismo).
Queda claro, pues, que el
extraño no es más que una persona a la que no conocemos, cuyo
desconocimiento activa un miedo primitivo, casi cavernícola, que nos
predispone a un estado de alerta defensiva. Un miedo ya no inoculado
pero si potenciado por un sistema de organización económica de
libre mercado que obliga, a las diferentes individualidades que somos
partes de la totalidad de una misma colectividad como sociedad,
convivir de manera dividida. Y, en este sentido, no hay más que
rememorar la máxima de Julio César: Divide y vencerás.
Aunque todo fenómeno
tiene su reverso en un mundo dual, por lo que su lectura
complementaria nos señala que el extraño -al fin y al cabo y
soltando el lastre propio del miedo irracional-, no deja de ser más
que una persona que nos queda por conocer. Y a quien conocemos, como
bien sabemos, no solo se le pierde el miedo, sino que se crea un
enlace abierto a una posible relación fructífera para ambas partes.
Lo que en una constelación social representa un claro
fortalecimiento de las partes que conforman el colectivo como
comunidad. O, como mejor escribió el fabulista Esopo de la antigua
Grecia: La unión hace la fuerza.
De extraños está
repleto el mundo, aunque ciertamente más extraño es si cabe tanto
la obstinación como la miopía del ser humano, en cuanto al
aprovechamiento de suma de potencialidades comunes como sociedad se
refiere. Pero no hay por qué extrañarse, pues en nuestra heredada
sociedad de los ciegos el tuerto siempre es el rey. Y hasta que no
sanemos nuestra apegada ceguera, permítanme continuar caminando por
la calle tratando a mis semejantes desconocidos con cierto recelo en
calidad de extraños, pues de los ideales utópicos al martirio solo
hay un pequeño paso, y servidor solo tiene vocación de filósofo que no
de santo.