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Disolución por restauración "Mujer en Rojo", 1618 (anónimo) |
En ocasiones, en la vida
hay que aprender a diluir los acontecimientos para asegurar una
adecuada salud psicoemocional, como amarga hierba que mezclamos en un
brebaje dulzón para ayudar a tragarlo mejor, pues como es bien
sabido por todos la vida no siempre resulta un camino de rosas. En
este sentido, podemos observar que la disolución como fenomenología
de la psiqué humana es de doble naturaleza: una exterior, que atañe
al mundo de las circunstancias, situaciones o hechos; y una interior,
que es propia del mundo de los procesos racionales o pensamientos.
Siendo la dimensión exterior la causa o acción de la dimensión
interior como efecto o reacción.
No obstante, si bien la
disolución es una reacción racional del ser humano frente a un
acontecimiento exterior cuya tensión y densidad singular obliga a la
persona a protegerse mentalmente, para salvaguardar su propia salud
psíquica, el proceso de diluir los pensamientos conlleva una gran
carga de gestión emocional. Pues son las emociones y los
sentimientos, al fin y al cabo, el objeto principal de apaciguamiento
de los pensamientos sobre la percibida como altamente preocupante
circunstancia, situación o hecho que experimenta una persona. Ya que
pensamientos y sentimientos son dos caras de una misma moneda
indisoluble, siendo los pensamientos estructuras de raciocinio
neurolingüísticos y los sentimientos su carga emocional vibratoria,
sabedores que si bien los pensamientos crean los sentimientos, para
modificar los pensamientos primero hay que comenzar transmutando los
sentimientos. Dinámica que expongo y desarrollo ampliamente en mi
obra “Manual de la Persona Feliz”. Por lo que siendo precisos,
debemos apuntar que la dimensión interior de la disolución, como
fenómeno de la psiqué humana, no es solo racional sino más bien
psicoemocional.
Por otro lado, la
disolución de los pensamientos y sentimientos frente a una realidad
que nos genera tensión y preocupación cabe enmarcarla como un
estado que se sitúa entre las actitudes del apego y del desapego.
Aun más: la disolución es el tránsito psicoemocional que
realizamos desde una actitud de apego hacia una nueva actitud de
desapego mental y emocional, respecto a una circunstancia, situación
o hecho vivida.
El acto de la disolución
como efecto o reacción representa, desde un enfoque de percepción
cognoscente, experimentar una realidad desde una actitud de
desdramatización de la misma, como clara medida de autoprotección
mental y emocional. Asimismo, el hecho que la disolución sea un
tránsito psicoemocional hacia un estado personal de desapego, no
significa que culmine obligatoriamente la transmutación de su propia
naturaleza. Es decir, la disolución si bien representa un actitud de
desapego en potencia, puede perdurar en su estado de transitoriedad a
lo largo del tiempo de vida de una persona. El hecho que un estado de
disolución acabe transformándose en un estado de desapego frente a
una realidad en concreto, dependerá tanto de las características de
dicha realidad como de la capacidad y voluntad de gestión
psicoemocional de cada persona a título individual.
Asimismo, si bien la
disolución como medida de protección de la salud psicoemocional de
una persona conlleva la desdramatización -por el consecuente
distanciamiento que se deriva de toda objetivación- de una realidad
experimentada, ello no representa que la causa o acción de la
disolución, que es su dimensión exterior manifestada que provoca la
tensión, pierda consistencia y fuerza en el mundo de las formas. Es
decir, el proceso de autodefensa psicoemocional de la disolución de
un problema puede hacernos percibir dicho problema casi como
fantasmal, pero ello no equivale que el problema sea concreto y
tangible en el mundo real. Por lo que aquí observamos que la
disolución como efecto tiene la potente capacidad de desdoblar la
realidad: una de carácter subjetiva y desdramatizada, la personal; y
otra de carácter objetiva y problemática, la extrapersonal. O dicho
en otras palabras, la realidad subjetiva de la disolución pertenece
al mundo de las ideas, mientras que la realidad objetiva de la
disolución pertenece al mundo de las formas, sin que ambas se
muestren alineadas.
No obstante, a falta de
poder desapegarnos de una experiencia vital a la primera de cambio,
pues todo tiene su proceso evolutivo, como humanos profundamente
humanos a veces necesitamos diluir la realidad, para que
pensamientos, emociones y sentimientos se sientan aligerados como
hoja que se lleva el viento o que fluye por aguas de un río manso.
Pues la realidad, en ocasiones, se puede llegar a mostrar asfixiante,
generando tensiones internas que pueden desembocar en cuadros de
estrés agudos no aptos para nuestra frágil mente. Y no hay mejor
manera para cabotear un mar mental bravo que reencontrar nuestro
centro personal, aquel que nos da paz interior, aunque sea diluyendo
la realidad exterior. Pues, al fin y al cabo, nuestro mundo exterior
no es más que un reflejo de nuestro mundo interior, y si bien nos
manifestamos en el mundo exterior, vivimos en él a través de
nuestro mundo interior. Ya que Hacemos porque Somos. Y cuando el
mundo exterior cae, recordemos que solo nos queda nuestro mundo
interior. Por lo que ante los avatares externos que fuerzan
desequilibrarnos, la disolución piscoemocional como actitud
manifiesta de templanza resulta un recurso personal inestimable para
alcanzar la gracia del in medio virtus de
los sabios clásicos.
Nota: Este y otros artículos de reflexión se pueden encontrar recopilados en el glosario de términos del Vademécum del ser humano