Que el hombre es un ser
social por naturaleza, es por todos sabido, más allá del famoso
aforismo instaurado popularmente por el ilustrado Rousseau (a través
de El contrato social), quien por cierto no hizo más que
copiar literalmente a Aristóteles (en la Política, Libro
Primero, capítulo I). Lo cual no tiene nada de recriminable, ya
que todos los pensadores no hacemos más que reescribirnos los unos a
los otros para adaptar el apriorístico mundo de las ideas
atemporales en la singularidad del contexto espacio-temporal que nos
toca vivir. Mismo mensaje con diferentes palabras y paisajes. No en
vano todo el pensamiento occidental no deja de ser más que un apunte
en el margen de la filosofía de la antigüedad clásica
(presocrática, sofista, socrática, platónica y aristotélica,
principalmente).
La naturaleza social del
hombre contiene múltiples significados (ya sean éstos
antropológicos, sociológicos, jurídicos, culturales, económicos,
etc), pero todos parten de una premisa principal que no es otra que
la relación existente entre dos o más personas de una misma
comunidad, de la que deseo destacar como objeto de reflexión en este
breve artículo la relación específica que denominamos como
amistad.
Lo cierto es que hay
tantos conceptos de amistad como relaciones humanas existen. No
obstante, el elemento nuclear característico de la amistad es la
afectividad. Es decir, sin afectividad no existe la amistad humana.
Pero, asimismo, dicha afectividad debe ser bidireccional, ya que si
tan solo se manifiesta de manera unilateral tampoco podemos hablar de
amistad. Por otro lado, una relación afectiva significa que aquellas
personas que participan de la amistad comparten una misma escala de
valores personales y sociales, ya que en caso contrario no puede
desarrollarse la afectividad. En resumidas cuentas, podemos afirmar
que la amistad es una relación de afectividad recíproca en la que
los actores se alinean en un mismo nivel de moralidad humana.
Cierto es que existen
diversos niveles de relación de amistad, y por tanto diferentes
grados de amistad, pues las relaciones humanas son ricas y variadas
en forma y contenido. Aristóteles ya las dividía en tres
categorías: la amistad interesada (en la que las personas nos
instrumentalizamos para beneficio común), la amistad que solo busca
placer (en la que las personas nos utilizamos para disfrutar de la
vida), y la amistad perfecta (que trasciende el beneficio personal en
pos del altruismo sincero y bondadoso por la otra persona). Aunque
personalmente, y contradiciendo al viejo maestro, no considero las
dos primeras catalogaciones como amistad sino como una acción más
propia del ámbito del compañerismo, pues el nivel de moral
manifestado es de baja talla (o moralina como diría Nietzsche), es
decir, que el comportamiento derivado de dichas relaciones no ayuda a
trascender al hombre hacia la consecución de ideales mayores como
son los valores universales, sino que se fundamenta en valores
morales superficiales y/o falsos. (Ver: Cuando la Moral se impone a los Valores Universales la humanidad siempre pierde). Y es que, debo
reconocer, mi concepto personal de la amistad está profundamente
influenciado por la idea arquetípica conductual de amistad de la
obra de Alexandre Dumas “Los tres mosqueteros”. Que le vamos a
hacer, además de romántico, uno no puede substraerse de su propio
determinismo cultural, hondamente humanista a su vez que icónicamente
clásico.
Son, por tanto, los
valores universales (respeto, verdad, justicia, amor, bondad,
libertad, honradez, responsabilidad, etc) manifestados en la moral
humana los que ponen a prueba el concepto que dos o más personas
tienen de la amistad verdadera. Tanto es así que la fragilidad de la
relación humana a la que llamamos amistad no reside tanto en la
mayor o menor intensidad de la afectividad (de fácil y alegre
expresión), sino en el juicio a examen sobre el nivel de alineación
de los valores universales que somete las circunstancias de la vida a
aquellas personas que participan de una misma relación de amistad.
Cuando los valores universales se evidencian desalineados, a causa de
las pruebas tan azarosas como inpermanentes a las que nos reta la
vida mundana, la amistad se despoja de su falso ropaje convirtiendo la
afectividad en desafectividad, lo que produce una rotura en las
relaciones personales. (No en vano las iconografías alegóricas de
la antigüedad clásica representaban la amistad con personajes con pecho descubierto).
Es por ello que no se
puede catalogar una relación humana como de amistad hasta que la
misma idea conceptual de amistad queda verificada por ambas partes,
pues el ser humano tiende a proyectar sobre un tercero su propio
concepto de amistad (de naturaleza profundamente cultural) sin
confirmar, previamente, que la otra persona participa del mismo
arquetipo de amistad. Solo a través de las pruebas que nos pone la
vida en el camino compartido es cuando se puede certificar la
existencia o no de una relación de amistad stricto sensu,
sabedores que toda persona, al igual que la vida misma, fluye en un
continuo cambio y transformación de desarrollo personal.
Por otro lado,
ciertamente, en una sociedad altamente hedonista e individualista
como la contemporánea, muchas son las personas que se limitan a
vivir sus vidas en la órbita de las mal denominadas amistades
interesadas y de placer, y pocas son las que buscan las amistades
perfectas (haciendo uso de la terminología aristotélica). Un efecto
sociológico que divide a las personas en aquellas que cuentan en su
haber con muchos “amigos” y aquellas que, contrariamente, cuentan
con tan pocos amigos que no alcanzan para contarse con los dedos de
una sola mano, dependiendo de si pertenecen al primero o al segundo
grupo de concepto de amistad, respectivamente.
Asimismo, cabe apuntar
que el estado de una potencial amistad perfecta o verdadera -aquella
que ayuda a trascender como seres humanos a los participantes de una
relación sobre la base de la defensa de los valores universales-
solo se alcanza desde un proposición previa: el estado de una
amistad verdadera con uno mismo (con su mismidad). Pues solo si una
persona alcanza el estado de amistad consigo misma, fruto del
desarrollo y crecimiento personal de su Autoridad Interna que le
permite mostrarse consigo y ante el mundo tal y como Es (máxima
manifestación del Yo Soy), puede entablar una relación de amistad
lo más perfecta posible con otro semejante (un no-Yo). Es por ello
que las amistades perfectas o verdaderas destacan por su
excepcionalidad, pues se forjan desde la madurez del centro de
gravedad de aquellas personas que se trabajan su mundo interior. Una
característica de rara avis en un mundo que vive desde, por y
para el exterior.
Resumiremos pues, a modo
de conclusión axiomática de ésta breve reflexión, afirmando que
solo puede entenderse como amistad verdadera aquella relación de
afectividad recíproca en la que los participantes se alinean en un
mismo nivel de moral humana fundamentada en los valores universales,
estado de relación humana a la que se accede única y exclusivamente
mediante un trabajo previo personal de amistad con nuestra propia
mismidad. Más allá de esta
manifestación, más vale vivir en soledad que con malos amigos
acompañado. (Ver:
La soledad voluntaria, un bien preciado desprestigiado).
Y no hay que decir, por si hubiera algún resquicio de duda al respecto, que obviamente no existe amistad sin relación humana alguna, cuya preexistencia requiere inexorablemente de que las partes implicadas cuiden de manera recíproca dicha relación. Es decir, la amistad o es bilateral o no es. Dixi!
Y no hay que decir, por si hubiera algún resquicio de duda al respecto, que obviamente no existe amistad sin relación humana alguna, cuya preexistencia requiere inexorablemente de que las partes implicadas cuiden de manera recíproca dicha relación. Es decir, la amistad o es bilateral o no es. Dixi!
Nota: Este y otros artículos de reflexión se pueden encontrar recopilados en el glosario de términos del Vademécum del ser humano