Esta mañana, paseando
por el puerto de pescadores de mi ciudad natal (la Tarraco
scipionum opus), he percibido la presencia de la ausencia de
manera reiterada en pequeños detalles de la vida cotidiana: un cabo
amarrado al noray del muelle flotando en el agua sin embarcación que
sujetar, una ofrenda floral a un difunto en el minúsculo mástil de
una pequeña barca de pesca, sogas esforzándose en mantener a flote
cascos de madera tapizados de algas y crustáceos, de lo que ya solo
es un recuerdo lejano de un bello estilo de vida de subsistencia de
los extintos hombres de mar. Una pesada sensación de ausencia, debo
reconocer, seguramente amplificado por un cielo encapotado,
soportable gracias a una brisa marina atemperada que, desdramatizando
la existencia, anuncia la llegada del verano.
La presencia de la
ausencia, si bien es un concepto complejo (por compuesto) al que se
han referido diversos pensadores -desde Epicuro a Sartre, pasando
por Shopenhauer-, y artistas -tantos, que solo mencionaré a la amiga
de familia Carmen Riera- a lo largo de la humanidad, lo reconocí de
manera consciente a través de una serie temática fotográfica de mi
mujer Teresa años atrás. Un despertar del que desde entonces
engendró en mi la semilla del interés reflexivo, que hoy explota
humildemente y tiempo mediante como fruta madura.
La presencia de la
ausencia parece una paradoja en sí misma, pero lo cierto es que hay
ausencias que se hacen notar hasta tal punto que el vacío que
provocan se hacen presente, por evidentes, en un espacio ya sea
físico (lugar) o psíquico (en la mente de una persona). Hasta que
el tiempo, que como arena del desierto lo recubre todo de nuevo,
convierte la presencia de la ausencia primero en tan solo ausencia
despojada de presencia, para posteriormente transformar la ausencia
en olvido, que es lo mismo que la nada. Por lo que podemos decir que
la ausencia nunca es vacío, ya que pasa de ser a no-ser sin previo
espacio transitorio indeterminado e indefinible. A no ser que lo
consideremos, en sus primeros estadios, como un vacío lleno.
La ausencia, por tanto, es
un concepto metafísico por antonomasia, pues se haya más allá de
la naturaleza de la realidad. Y aún así, su influjo se hace
presente en nuestro lado de la realidad, en el mundo de las formas.
¿Cómo puede, entonces, algo que no existe en nuestra realidad
(mundo no-fenomenológico) manifestarse como una presencia en la
misma (mundo fenomenológico)? La respuesta aun siendo simple es
reveladora: si la ausencia no es una forma stricto sensu, es
entonces una idea de esa forma. Ergo, podemos afirmar que la ausencia
es, como idea, el residuo o eco existencial de una forma que ya
no-es.
Siendo pues la ausencia
una idea de una forma que no-es, ésta como idea forma parte del
mundo epistemológico, lo que posibilita al ser humano poderla
reconocer cognitivamente. He aquí el haz que ilumina el hecho de que
la ausencia, por ser un residuo o eco existencial de una forma que
no-es, pervive en el conocimiento humano en tanto en cuanto perdura
en la consciencia del hombre como individuo o colectividad. Es decir,
el puente entre la idea que es (ausencia) y la forma que no-es
(presencia de la ausencia) no es otro que la consciencia humana.
Y es justamente esta
consciencia humana la que puede esforzare por mantener viva la
presencia de la ausencia de manera sostenible en el tiempo (salto
generacional) a través de una actitud proactiva respecto a la misma
(recordatorios, ceremonias, conmemoraciones, etc). Lo que equivale a
que la forma que no-es (inexistente en la realidad) solo puede
perdurar en nuestra dimensión espacio-temporal mediante el apoyo y
participación de otras formas que son (existentes en la realidad).
Asimismo, cabe destacar
que la persistencia de la presencia de una ausencia en la línea del
continuo cambio y transformación del devenir cotidiano de los
hombres no se asegura por un vínculo afectivo contraído previamente
con la susodicha forma, de la que se sustrae la posterior idea de la
ausencia, sino por el valor de dos factores claves: la tipología de
idea que proyecta la ausencia y el grado de interés de dicha idea,
ambos íntimamente ligados a su forma apriorística (profundamente
determinada por los determinismos ambientales). Así, a mayor
proximidad con los valores arquetípicos universales y a mayor grado
de interés social de la idea, mayor es la constante de la idea -en
términos físicos- en el continuo espacio-temporal. E ídem ocurre
en sentido contrario en su proporcionalidad inversa. Es decir, que el
tiempo de presencia de una ausencia en nuestra realidad formal es
igual al producto del valor de la idea proyectada por la ausencia y
al grado de interés social de la misma.
Pero metafísica,
epistemología y sociología a parte, lo cierto es que la naturaleza
de la ausencia como presencia en nuestra realidad formal tiene una
manifestación propia y singular en nuestro mundo emocional. Y la
evocación de la ausencia como idea, ya sea ésta arquetípica o
real, genera un espectro sentimental en las personas relacionado con
una de las cuatro emociones básicas humanas: la tristeza, la cual
puede conducir a sentimientos como la desazón, la angustia, la
impotencia o la rabia (entre otros), llegando incluso a poder
desembocar en estados de desequilibrio psicoemocional como la
depresión. En este sentido, sí que el grado de afectividad
contraído con la forma ausente es relevante para la condición
humana, profundamente humana, de la consciencia individual
reconocedora del sujeto u objeto ausente en nuestro mundo de las
formas. Siendo el único remedio de cura existente frente al
sentimiento de tristeza una firme actitud de desapego emocional a la
forma que ya no-es, cuya medicina no es otra mas que el propio tiempo
(del que no en vano reza el refrán que todo lo cura). Pues el hombre
como especie sintiente siempre necesita, para su salud
psicoemocional, recubrir sus vacíos existenciales.
Enfrentarse
emocionalmente a la ausencia es, por tanto, equiparable a gestionar
un proceso de duelo por muerte real o metafórica, de la que la
frágil mente humana no sabe diferenciar. Una experiencia de
aprendizaje inevitable de la vida cuyo resultado depende de cada
persona y sus circunstancias (como diría Ortega y Gasset), pues aun
sin quererlo somos parte indisociable de nuestro contexto, como
vértice que forma parte de un poliedro. Es por ello que cuando
camino en mi continuo caminar diario y percibo la presencia de una
ausencia, como las halladas esta mañana en el puerto de pescadores
bajo un cielo encapotado -ya a estas horas de la tarde despejado por
un amable sol-, no puedo más que guardar un instante de respetuoso
silencio imaginando el mundo que representó ese vacío lleno que ya
no-es, para a continuación intentar intuir sobre la lógica
probabilista del entorno cómo en un futuro próximo la vida
volcará ese vació lleno -incluso sin dejarlo llegar a ser nada- en
una nueva forma que es. Pues la vida siempre sigue, al menos sino
para la mayoría, sí para el conjunto de los hombres como especie.
“La vida sigue
-dicen-, / pero no siempre es verdad / a veces la vida no sigue / a
veces solo pasan los días”. (Pablo Neruda)
Nota: Este y otros artículos de reflexión se pueden encontrar recopilados en el glosario de términos del Vademécum del ser humano