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Clip sirio de oro, cabeza de ave, para la bolsa de las flechas. |
Ayer por la tarde me
quedé fascinado de la muestra de objetos de lujo expuestos en
CaixaForum de Barcelona, cedidos por The British Museum,
originarios de los antiguos imperios asirio, babilónico, fenicio y
persa, así como del protectorado de Alejandro Magno, el famoso joven
conquistador rey de Macedonia. Piezas de marfiles, joyas, relieves,
vidrio, oro y metales del antiguo Oriente Próximo que datan del 900
al 300 a.C. ¡Qué sublime ejecución!. ¡Qué formas más
delicadas!. ¡Qué belleza para los sentidos!. ¡Qué caricia para el
alma!. Unas verdaderas obras de arte atemporales que, además de
atesorar historia, reafirma la firme convicción de que el lujo como
idea arquetípica es un valor universal para el ser humano.
Pero, ¿por qué nos
atrae el lujo?. En primer lugar, sin duda, porque representan objetos
de excepcional talla estética, lo cual tiene la capacidad de
provocar en el hombre una gran excitación psicoemocional personal.
Tanto, que casi podemos decir que el lujo genera una alteración
fisiológica en nuestra especie, equiparable a lo que siente un perro
frente a un charco enfangado, a lo que experimenta el dragón Smaug
con el oro en la película El Hobbit -de la serie El Señor de los
Anillos-, o al impulso irrefrenable de deseo de un pato cuando a
pleno vuelo divisa un estanque. (Exonero de esta relación a las
urracas y su supuesta cleptomanía por los objetos brillantes, puesto
que la ciencia ha demostrado que se trata de un prejuicio humano sin
valor real). Y en segundo lugar, claro está, porque el lujo
representa una exhibición de riqueza material personal y, por tanto,
de pertenencia a un alto estatus social (como elemento diferenciador
frente a los demás en una estructura social jerarquizada). Una
manifestación derivada de la exaltación del egocentrismo y del
orgullo del hombre, cuya actitud conductual se traduce
mayoritariamente en la prepotencia y la ambición. Así pues, ante la
pregunta del por qué nos atrae el lujo, la respuesta cabe reducirla
a los factores fisiológico y sociológico.
No obstante, fisiología
y sociología no son dos caras de una misma moneda, ya que puede
existir la primera sin la segunda de manera disociada, sin que esta
regla sirva a la inversa. El elemento bisagra que posibilita que
fisiología y sociología existan de manera independiente la una de
la otra o que coexistan simbióticamente en una misma persona no es
otra que la conciencia individual.
Si bien es cierto que el
factor de atracción fisiológico del lujo en una persona requiere,
para su mayor gozo sensitivo, de una sensibilidad culturalizada en
los cánones estéticos del Arte, la conciencia cultural sobre lo
observado no es una condición sine qua non para que el
observador se sienta atraído por el lujo. Pues con independencia del
nivel cultural del observador, éste siempre sentirá una poderosa
atracción por el lujo como objeto perceptible aun desprovisto de
todo contexto y condicionamiento cultural; ya que, como hemos
apuntado al principio, una de las características principales del
lujo es su categoría de valor universal. Lo que significa que nos
encontramos frente a una idea de belleza que por ser arquetípica, es
apriorística al determinismo cultural del ser humano. Es decir, que
el hombre aun exento de conciencia individual específica sobre el
lujo se sentirá igual e irremediablemente atraído
psicoemocionalmente hacia él.
Entonces, podríamos
preguntarnos, ¿porqué hay personas que destruyen el lujo en forma
de obras de arte?, como pueda ser el triste caso de los incalculables
tesoros arqueológicos sirios (Nínive, Nimrud, etc) borrados de la
faz de la Tierra en manos de los yihadistas. Justamente porque tienen
conciencia de lo que son y representan y, desde un determinismo
cultural en este caso fundamentalista y por ende delirante,
transmutan concientemente el sentimiento del gozo por el lujo
estético en una de las emociones humanas más destructivas y
deplorables: el odio. Una de las capacidades naturales que posee el
hombre en el ejercicio de su libre albedrío -que es mucho decir-.
(Ver: Y tú, ¿tienes libre albedrío?).
Mientras que en lo que se
refiere al factor sociológico del lujo, la persona debe tener plena
conciencia de la relación de identidad que sustenta el lujo respecto
a una realidad social y espacio-temporal concreta. Una relación en
la que se establece, por convención contextual aceptada, un
significado cultural de prestigio, rango social y/o de grado de
riqueza del poseedor del lujo por transferencia del significado
simbólico del objeto de lujo poseído. Es por ello que el lujo, desde
su factor sociológico, se caracteriza tanto por su grado de
prescindibilidad para la sostenibilidad de la vida humana, como por
su elevado coste económico y/o de tiempo para su obtención. Dos
parámetros de un mismo sistema de coordenadas que convierten al lujo
en una adquirible exclusivo por su doble selección natural y
artificial.
Pero si bien el conjunto
de personas que conforman una sociedad participan de la misma
conciencia identitaria, simbólica y significativa del lujo -más si
cabe en un Mercado marketiniano, global e interconectado con los
ciudadanos/consumidores a tiempo real-, otra cosa bien distinta es la
relación consciente que cada persona a título individual decide
mantener con el lujo, tanto a nivel abstracto o genérico como a
nivel concreto o singular. Por lo que en materia del factor
sociológico del lujo debemos distinguir entre conciencia social
(relación de identidad social del lujo) y conciencia individual
(relación personal con el lujo).
Y es justamente en el
ámbito de la conciencia individual que una persona decide, en
principio desde el pensamiento libre por crítico (je!), qué tipo de
relación desea establecer con el lujo. Si su actitud relacional con
el lujo se alinea con la conciencia social, individuo y sociedad
participarán presumiblemente de la misma escala de valores vitales,
en la que el lujo se sitúa en lo alto de la pirámide de necesidades
humanas como máxima de la autorrealización personal. En este caso,
los factores fisiológico y sociológico del lujo coexistirán
simbióticamente en la idea existencial de la persona. Mientras que
si, por contra, la actitud relacional con el lujo se desalinea de la
conciencia social, individuo y sociedad participarán de escalas de
valores vitales diferentes, en la que dentro del ámbito de la
conciencia individual el lujo como valor se verá resituado en un
nivel de prioridad a discreción personal. En este caso, donde el
factor fisiológico del lujo existe de espaldas al factor
sociológico, la conciencia individual transgrede, desde el libre
pensamiento, la cultura como conciencia social.
He aquí que aunque no
haya persona que no se maraville ante el lujo, sí que los hay que
tanto enferman por poseerlo como quienes conscientemente viven
ignorándolo. Y es que, al fin y al cabo, aunque el lujo representa
una idea arquetípica de belleza y éxito por apriorística, el
hombre tiene plena capacidad para reinventar el concepto del lujo a
nivel personal, conciencia individual mediante, y de forma a
posteriori a la propia cultura en la que se desenvuelve como
ciudadano. En otras palabras, existe el lujo universal por atemporal,
y el lujo individual por profundamente temporal. Y en esta tesitura,
aunque reconozco que he visto una pieza de lujo en la exposición de
“Los asirios a Alejandro Magno” que me ha deslumbrado, debo
sincerarme que me decanto más por el lujo de fumarme una pipa en la
terraza mientras finalizo estas líneas en una tarde soleada de
primavera. Esto sí que es un lujo.
Nota: Este y otros artículos de reflexión se pueden encontrar recopilados en el glosario de términos del Vademécum del ser humano