Estos días he
priorizado, entre los diversos libros que tengo en la mesita de
noche, la última novela acabada de hornear de mi viejo amigo Gustavo
Hernández: “El mal de Penélope”, cuya narrativa me recuerda a
“Cinco horas con Mario” de Miguel Delibes y que no puedo dejar de
recomendar por su magistral ejecución literaria cargada de una
tensión trágica que rememora a los clásicos. Pero sin entrar a
desgranar la novela, pues no quisiera hacer ningún spoiler a
posibles lectores, debo apuntar que me ha enganchado poderosamente la
atención un concepto que Gustavo desarrolla en su obra: el gen del
infortunio, un determinismo biológico y ambiental de transmisión
intergeneracional por parte de ciertas clases sociales. Que como se
puede imaginar es la antítesis de un supuesto gen de la fortuna.
Teorías aparte sobre
dichos genes metafóricos, éstas alusiones me han evocado el
concepto de la apariencia como objeto de reflexión. Pues en ambos
casos, y con independencia del presunto gen del que pueda participar
una persona, la apariencia se presenta como el factor nuclear sobre
el que se vertebra la relación que el ser humano tiene con el no-yo;
es decir, con el resto de personas a título individual y con el
conjunto de la sociedad como colectividad.
Como todos sabemos,
aunque sea intuitivamente, la apariencia va íntimamente ligada con un
significado socialmente consensuado de un conjunto de caracteres que
una forma, ya sea sujeto u objeto, transmite simbólicamente para el
entendimiento del observador. Por lo que podemos decir que toda
apariencia es vacua sin un significado predeterminado. Pero no así
que la apariencia es la cualidad de lo que se muestra, pues aquello
que se muestra puede ser tanto verdadero como falso a la esencia de
la misma forma emisora. Por tanto, aquí nos encontramos con dos
dimensiones bien diferenciadas de la apariencia: su utilidad social y
su valor como conocimiento.
La apariencia como
utilitario social es una proposición ampliamente explotada por una
sociedad contemporánea que rinde culto a la imagen. Tanto es así,
que la apariencia se ha convertido en un recurso de supervivencia
para las personas, de manera transversal entre los diferentes
estratos sociales, en su búsqueda por alcanzar el anhelado estadio
de ciudadanos con valor comunitario. Un rango equivalente al
prestigio social -cada cual en su particular medida- y que,
mayormente, conlleva recompensas sociales varias para el bienestar
individual. No obstante, éste hábito conductual, agudizado si cabe
aún más por un entorno altamente competitivo, ha acabado por
superar la máxima romana del “no solo hay que serlo, sino
parecerlo”, para elevarse a la categoría del “no hay que serlo,
sino solo parecerlo”. Lo cual, cabe subrayar por si a alguien se le
pasa por alto, afecta de manera directa a la redefinición de la
escala de valores morales del conjunto de individuos que conforman
una misma sociedad.
Una dimensión social de
la apariencia que contrasta con su valor como conocimiento, es decir
como aprehensión cognitiva de la forma en su estado real. En este
sentido debe diferenciarse la apariencia enmarcada en un contexo
social, de la apariencia desenmarcada de cualquier contexto social.
Solo así podremos conocer la realidad de la forma del sujeto u
objeto que proyecta una apariencia concreta, la cual es determinada
por el contexto social que actúa tanto de receptor como de
retroalimentador del significado aparente.
No obstante, llegados a
este punto nos encontramos con un problema a resolver. Si entendemos
que el conocimiento se define por la realidad, y entendemos que la
realidad es la forma verdadera exenta de apariencia. Debemos
entender, asimismo, que en un universo relativo existen múltiples
verdades. Por lo que a la hora de definir la verdad como realidad,
estaremos obligados a diferenciar entre verdad primera o sustancial
(lo que Es) y verdades secundarias o esenciales (aquello por lo que
conocemos lo que Es). Una categorización de la verdad, y por
extensión de la realidad, que por ser humana no dejará de resultar
subjetiva y, paradójicamente, relativa (por limitada) a todo nivel
de conocimiento. Lo cual somete a juicio de valor negativo el
aforismo platónico de que “solo el conocimiento verdadero es
verdadero conocimiento”.
Sí, a todas luces la
apariencia no es más que una pátina de superficialidad aceptada
socialmente. Que es lo mismo que decir que vivimos unos tiempos en
que tiene más valor colectivo una mentira creída que una verdad
descreída. Y que no se nos ocurra llevar la contraria, pues aunque
la caja esté vacía hay que saber ver en ella lo que muchos han
creído ver. Pues toda mirada parte de un significado predeterminado
consensuado mayoritariamente, y de manera incluso anterior a la caja
misma. (Ver los conceptos de Forma e Imagen en el glosario de
términos de El Vademécum del Ser Humano).
Y en este juego actual de
apariencias, el pobre con el gen del infortunio se esfuerza por no
aparentar ser pobre, y el rico con el gen de la fortuna se esfuerza
por aparentar ser culto. Ya que uno es frente al espejo de la
sociedad aquello que aparenta ser, o al menos hasta que la verdad
sustancial se conozca.
Nota: Este y otros artículos de reflexión se pueden encontrar recopilados en el glosario de términos del Vademécum del ser humano