Siempre me han fascinado
los globos terráqueos. De hecho, me gusta contar con su compañía
allí donde escribo, no solo por que los encuentro un elemento de
decoración hermoso que simbiotiza con la estética de las librerías,
sino porque me evocan tanto la vasta riqueza de nuestro planeta como
la justa medida que nuestra especie ocupa en el cosmos. Y justamente
sobre el cosmos poco sabemos, más que es tan grande que nos parece
infinito (93 mil millones de años luz), y eso solo refiriéndonos a
la porción del Universo observable, pues más allá del Universo que
podemos observar existe otro Universo infinitamente mayor no
observable. En resumidas cuentas, que nuestro bello planeta azul se
asemeja a una mota de polvo en una vasta estora llena de galaxias,
agujeros negros, quásares, púlsares, y otras estructuras a la que
nuestra vista no puede alcanzar, dentro de un posible complejo
sistema de multiverso o universos paralelos como apunta la famosa
teoría de cuerdas, cuyo contacto gravitatorio entre los diversos
universos existentes pueden dar lugar a nuevos Big Bangs que
crean otros universos. Una locura.
Pero junto a la locura de
la referencia de escalas dimensionales, cabe sumarle el sentido de
fragilidad que como planeta nos produce los peligros del inmenso
espacio exterior, como es el caso de la posible colisión de
asteroides -de rabiosa actualidad en los medios de comunicación por
la amenazadora aproximación de algunos notables entre su espécimen-
cuyo irremediable envite puede provocarnos daños equiparables a la
devastadora energía liberada por varias decenas de bombas atómicas
explosionadas como la de Hiroshima, y a lo que el hombre moderno con
toda nuestra tecnología poco o nada podemos remediar. El hito
jaleado en el norteamericano film de Armagedón es, a día de hoy,
todavía materia de ciencia ficción.
Está claro que tanto la
noción dimensional del Universo, como la noción de su poderosa
naturaleza incontrolable por desequilibrio de fuerzas opuestas, es un
verdadero baño de realidad para el egocentrismo humano, que hasta
hace bien poco nos creíamos no solo el centro del Universo, sino la
razón de la existencia del mismo. Y en cambio, ahora ya somos
conscientes que nuestro planeta es tan frágil como lo pueda ser un
jarrón chino a la intemperie en plena granizada.
Dicho lo cual, uno no
puede dejar de preguntarse, observando las ingentes hileras de libros
de múltiples materias que acurrucan al globo terráqueo del despacho
desde el que escribo, cuál sería el futuro de nuestro conocimiento
-desarrollado como especie inteligente a lo largo de siglos de
evolución- tras una posible aniquilación de la raza humana, al
igual que le sucedió a los imponentes dinosaurios, por causas de
fuerza externa mayor. Conscientes que nuestro saber es uno de los
mayores orgullos del ser humano. La respuesta, aunque desoladora, es
clara: el destino de nuestro conocimiento no sería otro que el de
perderse en el abismo de la memoria de la historia del universo cual
libro se consume para siempre jamás entre las llamas de una hoguera.
Por lo que el hombre, con toda nuestra soberbia propia de seres
autoconsiderados relevantes por especiales, nos convertiríamos en
parte de la nada al ya no-ser en el vasto e indiferente Universo de
energía y materia espacio-temporal.
No obstante, el mundo del
conocimiento parte del mundo de las ideas, y entre éstas existen las
ideas universales por apriorísticas de las que parten todas las
demás, como arquetipos madre atemporales que dotan de substancia al
mundo de las formas, tales son la idea de la justicia o la idea de la
belleza, entre otras. La pregunta obligada es, por tanto, si las
ideas universales apriorísticas perviven o no a la existencia de la
especie humana. O, formulado de otra manera, si las ideas universales
apriorísticas son de naturaleza precognitivas o postcognitivas. En
el caso que fueran postcognitivas, queda claro que serían
exclusivamente un producto neurológico humano por organizar la
realidad perceptible, por lo que se desvanecerían con el propio
ocaso del hombre. Mientras que si fueran precognitivas, significaría
que son de naturaleza independiente al hombre. Si fuera tal el caso,
formarían parte de la esencia de la naturaleza del propio Universo,
cuya proposición nos conduciría seguramente hacia la hipótesis de
una conciencia creadora, de la que participarían en mayor o menor
medida consciente el resto de seres vivos del cosmos (porque a estas
alturas, aunque sea por pura estadística, no nos vamos a creer que
somos los únicos seres inteligentes que existen, ¿verdad?). No
obstante, dicha proposición nos resulta en la actualidad imposible
de refrendar por falta de una comparativa empírica con seres de
otros mundos de igual o superior capacidad cognitiva, por lo que todo
lo que se diga al respecto de las ideas universales apriorísticas
por precognitivas son pura especulación intelectual.
Desde un punto de vista
filosófico, todas las materias propias de la ontología (el Ser, y
las relaciones de éste con lo que Es) resultaban más fácil de
teorizar cuando teníamos un concepto etnocéntrico del Universo,
pues tan solo necesitábamos de nuestra capacidad deductiva,
inductiva e incluso intuitiva -humana, profundamente humana- para
discurrir en la búsqueda de la noción de la verdad, aunque fuera
falso, pues de mentiras autocreídas también vive el hombre (desde
los presocráticos hasta los últimos filósofos de la mitad del
siglo pasado). Pero ahora que sabemos más, sin ser ni mucho menos
suficiente, de la indefinible e indeterminable naturaleza del
Universo en el que habitamos desde nuestro planeta azul, se nos
reabren muchas de las grandes cuestiones filosóficas con resultado
de irresoluble solución, por falta de un conocimiento suficiente y
certero para validar los procesos discursivos. Lo cual, por otro
lado, amplía la caja de la filosofía en una nueva era
postgeocéntrica.
Sí, la actual noción
del Universo es un baño de realidad cosmológica para el limitado
egocentrismo humano, lo que de una vez por todas nos debería hacer
entrar en razón para ser más respetusos con nuestro propio planeta,
e imbuirnos de un mayor espíritu de responsabilidad como
organización social global en favor de un mundo más justo,
equitativo y solidario. Pero bueno, conociéndonos, eso es igual que
pedir peras al olmo para un ser cuyo centro de gravedad en su ombligo. Así que, desdramatizando los problemas propios y de la
humanidad en su conjunto tras fijar la mirada reflexiva nuevamente en
el globo terráqueo de la estantería de libros, continuo con mis
quehaceres como minúsculo organismo del cosmos que se esfuerza, cada
día un poco más, en intentar ser menos endogámico y más
trascendental. Nota mental: cuando acabe el artículo me levantaré
para mover la esfera terrestre unos centímetros estante adentro, no
sea que al sacar el polvo con el plumero se caiga y pereceramos
todos. Y un rezo en mi altar personal para que la furia de los dioses
ancestrales que habitan más allá del Olimpo no se desate contra
nosotros asteroides mediante.
Nota: Este y otros artículos de reflexión se pueden encontrar recopilados en el glosario de términos del Vademécum del ser humano