Una de las preguntas más
famosas de la filosofía es, sin lugar a dudas, ¿de dónde venimos
los seres humanos?. Para las grandes culturas monoteístas (Judaísmo,
Islamismo y Cristianismo), está claro: venimos de Adán y Eva, una
pareja que tuvo como descendencia tres varones, primero Caín y Abel
y, posteriormente tras el asesinato de Caín a Abel, un tercer hijo
llamado Set. Según el relato bíblico del Génesis, la primera
pareja de humanos fue creada por Dios, lo cual no esclarece cómo se
creó la humanidad a partir de la segunda generación humana
íntegramente masculina. No obstante, cuatro siglos antes el filósofo
Platón, en su obra El Banquete, ya lo había resuelto a su
manera: el ser humano fue creado por el padre de todos los dioses,
Zeus, pero su creación no era hombre o mujer, sino las dos cosas al
mismo tiempo denominado Androginia, un ser con dos caras, dos sexos
opuestos, cuatro piernas y cuatro brazos, a imagen y semejanza de dos
personas de género distinto unidos por la espalda, que luego el
mismo Zeus separó. Pero fue su discípulo Aristóteles quien
presentó una idea del origen del hombre más creíble al presentar
vagamente la noción de la Scala Naturae o Cadena de los
Seres, apuntando que el ser humano es una evolución ascendente de
los organismos más simples hasta nuestra actual estructura biológica
más compleja. Teoría que, sin lugar a dudas y tras ser recuperada
por los renacentistas, culmina en la famosa Teoría de la Evolución
de las Especies de Darwin, que actualmente se enseña en las
escuelas.
No obstante, la actual
teoría evolucionista que apunta que procedemos de los primates,
también tiene sus vacíos. Destacaré tres de los más relevantes.
El primer gran vacío de
la teoría evolucionista es el conocido como eslabón perdido, que si
bien no se trata de un solo eslabón en una cadena lineal sino de
muchos como partes de un arbol evolutivo muy ramificado, no es más
que la carencia de un registro fósil o antropológico mediante la
arqueología que conecte nuestra especie de manera directa con un
homínido antepasado común.
El segundo gran vacío de
la teoría evolucionista es la incongruencia en la línea temporal de
la prehistoria humana, tal y como van demostrando los recientes
descubrimientos arqueológicos. Uno, de tantos, de los ejemplos más
recientes es la ciudad de la isla de Triquet, en Canadá, de hace
14.000 años, dos veces más antigua que la invención de la rueda y
tres veces anterior a las pirámides de Egipto, y cuyos pobladores se
cree pudieron llegar en barco a través de las costas desde Rusia.
Cuando en teoría, según nuestra historia de la evolución humana,
el hombre de la época (más conocido como Homo Heidelbergensis)
aun vivía en cuevas, hacia uso del fuego y cazaba los últimos
mamuts existentes hasta su extinción hace 10.000 años atrás, en
plena era del mesolítico (entre el paleolítico y el neolítico).
Sin contar con el fenómeno conocido como Diluvio Universal, recogido
en las tradiciones de más de 12.000 culturas diferentes en todo el
planeta (siendo el más conocido el relato bíblico de Noé), que se
supone científicamente que tuvo lugar entre el 10.000 y el 6.000
antes de nuestra era, fecha a partir de la cual el ser humano tuvo
que volver a partir prácticamente de cero desde un punto de vista
evolutivo. Y que la arqueología contemporánea nos evidencia de
civilizaciones avanzadas anteriores a dicha época, como son los
diversos mapas antidiluvianos, previos a la historia escrita, como el
de Piri Reis, de una precisión y un alto nivel de detalle
cartográfico más propio de la edad moderna.
Y el tercer gran vacío
de la teoría evolucionista es, sin lugar a dudas y con mayor fuerza
si cabe, el misterio del adn humano que nos hace seres especialmente
singulares con respecto al resto de seres animales del planeta, y en
un periodo de tiempo evolutivo en muchos casos infinitamente menor al
resto. Como dicen los genetistas, si algo existe de no natural en la
naturaleza es, justamente, el ser humano. Una declaración de
principios basada en descubrimientos epigenéticos como es, por
ejemplo, nuestra área cerebral neurolinguística que nos posibilita
el habla y su razonamiento simbólico, la cual parece haber aparecido
en la biología del hombre de un día para otro, pues no hay
evidencias de una evolución formativa previa. O el caso del genoma
HAR1, único en el ser humano y que nos diferencia del adn del resto
de animales, del que los científicos afirman que 500 o 600 millones
de años de vida en la Tierra no es tiempo suficiente para haberlo
hecho evolucionar intencionadamente. Pues, como decía uno de los
padres de la estructura del adn, James D. Watson, nuestro genoma es
un misterio equiparable a deshacer palabra por palabra la
enciclopedia británica y lanzarlas todas al aire por separado para
después dejarlas caer en el suelo, donde acabarían constituyendo de
nuevo de manera lógica y ordenada la misma enciclopedia británica,
un hecho en cuya ecuación no tiene cabida el azar.
Visto lo expuesto,
resulta una evidencia -a la luz del conocimiento cada vez mayor en
materia genética, antropológica e histórica- que el ser humano no
sigue el patrón de la teoría de la evolución propia de la historia
de la biología. Por lo que volvemos a la pregunta de la casilla de
salida: ¿cuál es nuestro origen?. La respuesta nos presenta un
trilema epicuriano:
1.-¿Procedemos de los
primates, pero no encontramos prueba demostrativa definitoria?,
entonces tenemos otro origen animal.
2.-¿Tenemos otro origen
animal en nuestra línea cronológica evolutiva, pero ésta misma no
se cumple como especie?, entonces procedemos de otras líneas
cronohistóricas.
3.-¿Procedemos de otras
líneas cronohistóricas, pero genéticamente tenemos un adn
diferente al resto de seres animales?, entonces nuestro origen no es
animal.
Lo que está claro es que
toda singularidad, como el ser humano, tiene un principio u origen.
Cuyo misterio, en gran medida, responde a la naturaleza de nuestra
propia evolución como especie. Del trilema presentado, cuyas
opciones son contradictorias entre sí, personalmente abogo por la
última proposición. Pues la mano invisible de una voluntad que
interviene de manera intencionada en la estructura nuclear de la
biología humana, a través del diseño de nuestro adn diferencial,
ha dejado de ser mera intuición para convertirse en una realidad
científicamente demostrada. Por lo que podemos afirmar, sin ningún
atisbo de duda, que el origen del hombre no es de este mundo, aunque
se haya podido contar con material biológico de base de nuestro
planeta.
Llegados a éste punto,
la pregunta de obligada formulación no es otra que cuestionarnos
quién nos ha creado. Para nuestros ancestros potsdiluvianos, no hay
más respuesta que Dios en sus múltiples formas culturales. Pero,
¿podría ser nuestro creador un ente inteligente superior a nuestra
especie, sin que cumpla con las características divinas de un dios
arquetípico tal y como lo concebimos mitológica y religiosamente?.
(Un pensamiento nada descabellado en una era en que la ingeniería
genética humana, sobre nosotros mismos y otros seres tanto animales
como vegetales, forma parte de nuestra realidad diaria). Y si fuera
así y nuestro origen no partiese de ningún Dios, ¿quién habría
creado a esos seres creadores de nuestra especie humana? O, en otras
palabras, ¿cuál es su Dios?. Y, en todo caso, ¿dichos seres
mantienen algún tipo de tutelaje con su creación, nosotros los
hombres?, y ¿es el ser humano una creación a imagen y semejanza de
sus creadores?. Como vemos, la exposición de suma de historias posibles resulta tan
compleja como adentrarnos en la irresoluble materia del multiverso.
Solo queda esperar a que un día nos sea revelada la verdad, y que
llegado el momento estemos mentalmente preparados para recibirla.
Pues la verdad, a veces, puede ser como una gran luz abrasadora. Por el momento, ya tenemos más que suficiente por comenzar a integrar la idea de que el hombre
no es producto de la naturaleza.