En estos primeros días
de año nuevo me he propuesto comenzar las mañanas estando quieto,
que no es lo mismo que no hacer nada, pues son dos cosas muy
diferentes. Para alcanzar un estado de quietud interna hay que hacer,
mientras que para estar en modo de no hacer nada, justamente hay que
permanecer en un estado de no-hacer. La quietud implica un esfuerzo
personal de control sobre uno mismo, mientras que la actitud de no
hacer nada no implica esfuerzo alguno, al contrario, representa un
abandono de uno mismo.
Pero no nos confundamos,
no estamos hablando de un estarse quieto tensionado, del tipo “no
aguanto más sin moverme para hacer algo”, sino que me refiero a la
búsqueda de un estarse quieto relajado que nos transporta a un
estado mental y emocional de serenidad personal. Lo cual ya es, en sí
mismo, una razón de peso para practicar la quietud. Aunque la
verdadera motivación de esforzarse en estarse quieto es la necesidad
de volver a conectarnos con la belleza de la vida. Pues la vida
-aunque ciertamente es corta- para la mayoría de los mortales nos
parece tan vasta que debemos recordarnos periódicamente que es bella.
Solo en ese estado
consciente de conexión con la belleza de la vida es cuando todo a
nuestro alrededor toma una nueva luminosidad, mucho más intensa y
llena de vitalidad. Es entonces que esa misteriosa actitud tan
íntima como intransferible a la que llamamos fe en la vida se
manifiesta en el seno de nuestro ser, encendiendo la llama intangible
(pero no por ello menos real) de la creencia y la esperanza en la
propia existencia.
Las campanas de la
iglesia cercana repican en una mañana extrañamente silenciosa, tras
una larga noche de festejo ritual de bienvenida al nuevo año en el
que nos adentramos. El termómetro marca ocho grados en la terraza.
La quietud -en su estado de serena paz interior-, y la chispa
ilusionadora de la fe en la vida pueden resultar una experiencia tan
gozosamente intensa como volátil. La quietud, que nos conecta con la
belleza de la vida, es volátil. Y la fe, dimensión creadora a
través de la cual se convierten los deseos en realidad, también
deviene volátil. Es por ello que depende
de cada uno de nosotros, y solamente de nosotros a título
individual, el hacer sostenible dicha volatilidad alargándola el
máximo posible en el tiempo, a través de incorporar en la
cotidianidad de nuestras vidas el hábito del estado de conciencia de
la quietud como umbral de acceso a la belleza del mundo, único
camino de percepción sensorial capaz de encender la chispa
cocreadora de la fe en la vida.
Sí, estarse quieto y no
hacer nada son dos cosas muy diferentes. La quietud requiere de un
trabajo activo personal, y más aun en un mundo que nos empuja de
manera insistentemente invasivo y poco respetuoso a una actividad
frenética fuera de nosotros mismos, cual barco amarrado en puerto
que se resiste a dejarse arrastrar por un fuerte temporal. Y de igual
manera la fe en la vida, que nos posibilita alcanzar nuestras metas
personales, requiere de un trabajo activo semejante al de proteger
con nuestro propio cuerpo la frágil llama de una vela en plena calle
y en medio de un vendaval.
Sabedores que no podemos
crear aquellas realidades que cumplan nuestros deseos sin la magia
creadora de la vida, que no hay magia creadora posible sin la llama
de la fe en la vida que la activa, ni fe en la vida sin la necesaria
conexión con la capacidad de percibir la belleza de la propia vida,
ni ésta sin un estado de consciencia de quietud interior. Entonces,
y solo entonces, entenderemos el trabajo que conlleva el estar
quietos. Un hacer que, asimismo, para que pueda integrarse como un
estado de consciencia propio, requiere que lo convirtamos en un
hábito de conducta personal mediante la voluntad activa de la
disciplina interior. No hay hábito sin práctica, ni práctica sin
una voluntad disciplinada.
En estos primeros días
de año nuevo me he propuesto comenzar las mañanas estando quieto
(del verbo estar, no del verbo permanecer), al igual que practicaba
en antaño. Pues la experiencia me ha demostrado que por mucho correr
no se llega antes al destino, que no todos los caminos -ni mucho
menos- conducen a nuestra Roma particular, y que tampoco todas las
puertas que se nos presentan a lo largo y ancho de nuestro viaje dan
acceso al futuro deseado. La vida tiene sus propias leyes, a pesar
que los hombres nos empeñemos en creer en otras diferentes de
creación propia (equiparables a las emanadas del becerro de oro del
Sinaí). Si algo nos otorga la edad es, mediante la casuística de la
prueba y el error, humildad y mayor claridad de entendimiento. Y
sobre este convencimiento, vuelvo a la luz de la serena, gozosa y
cocreadora senda de la quietud, como un Ulises más que inicia su
singular odisea de regreso a casa.