Hacer alusión al mundo
de las formas es hacer alusión al mundo perceptible, pues más allá
del mundo perceptible la forma se nos niega, con independencia que
ésta se haga real o no intervención mediante de nuestra
consciencia. Esta es una obviedad elevada a categoría de axioma.
Asimismo, que la forma sea una unidad indivisible o divisible de la
materia es un tema que ha protagonizado uno de los grandes debates
filosóficos a lo largo de la humanidad, dando origen a dos grandes
líneas de pensamiento encontradas con mayor o menor éxito, por
parte de cada una de ellas, en épocas diferentes de la historia. No
obstante, la física moderna -que no deja de filosofear sobre la
vida- ha demostrado que la forma puede ser dependiente e
independiente a la vez de la materia, como pone de manifiesto la
naturaleza de la energía como máximo exponente, sin necesidad de
entrar en el campo de la metafísica. La franja divisoria, por tanto,
entre física entendida como forma indisoluble de la materia, y
metafísica como forma disoluble e independiente de la materia,
resulta una idea obsoleta a todas luces.
Es por ello que en esta
breve reflexión me refiero al concepto de la forma superando las
acotaciones propias de la física y la metafísica para enfocarme
desde un punto de vista estrictamente ontológico, entendiendo aquí
la ontología como materia diferenciada de la metafísica (simulando
la prote phylosophia aristotélica) centrada en todo aquello
que es o existe, y contextualizado a la estructura del pensamiento
contemporáneo fiel a mi filosofía efímera. Pues el filósofo,
aunque lo pretenda, no puede descontexualizarse de su tiempo, de su
determinismo cultural, ni de su capacidad de gestión del
conocimiento como base de desarrollo intelectual para la creación
(por deducción e intuición) de nuevas reflexiones.
Dicho lo cual, es una
evidencia que vivimos en una sociedad en que las apariencias sí que
importan, derivado -ahora más que nunca- de una era tecnológica
eminentemente visual. Apariencia, imagen, así como figura, son las
tres definiciones sustanciales del concepto de forma, originario del
vocablo latino forma, formae. Lo que significa, desde el
prisma sociológico, que vivimos en un tiempo de exaltación de la
forma. Una forma que es más que una idea (el eidos
platónico), que representa sustancia y realidad individual y
concreta a la vez (pero sin la indisolubilidad aristotélica con la
materia), y que a su vez es apriorística a la experiencia (amén a
la visión kantiana). Es decir, vivimos actualmente en un mundo donde
el culto a la forma no requiere ni de la esencia de su materia como
manifestación formal equivalente, ni de la experiencia posterior
como juicio de valor que nos aporta significado a dicha forma
presentada. La forma se reduce a una simple apariencia que, por
quedar eximida de la experiencia, es vacua en contenido. Una forma
vigente que, en resumidas cuentas, bien puede describirse como
postureo de una idea con realidad propia efímera.
La connotación
sociológica de un mundo moderno donde se exime de experiencia y
contenido a la forma resulta diáfano: consumimos esencias en
detrimento de las sustancias. Lo que quiere decir que, como sociedad,
promovemos el culto al conjunto de características permanentes e
invariables que determinan a un ser o a una cosa, en oposición
frontal a los componentes de los cuerpos de dichas formas que son
susceptibles de cambios. Lo cual es un camino directo a la
idealización de las ideas como conceptos, una tendencia muy rentable
para el campo del marketing en una sociedad de consumo, pero que va
en contra de dos de las principales leyes de la vida: el cambio (que
toda forma experimenta a lo largo de su existencia) y la madurez (que
solo es posible mediante la experiencia vivida).
La forma es esencia, pero
en el mundo de las formas (que es el percibido) es a su vez sustancia
cambiante y experimentable. No obstante, es cierto que en la realidad
virtual en la que cada vez estamos más inmersos, contrariamente a la
realidad natural, es capaz de disociar la esencia de la forma del
resto de su causa formal o cuerpo manifestado, pero no por ello es
menos cierto que dicha disociación tiene una incidencia directa en
la escala de valores derivados de nuestra relación como seres
humanos con dichas formas. Pues los valores no son más que
cualidades que atribuimos a un sujeto u objeto, y que determinan en
consecuencia nuestro comportamiento y actitud hacia los mismos. Si
ensalzamos las formas a expensas de sus sustancias cambiantes y
experimentables, no cabe extrañarse que estemos construyendo una
sociedad superficial, con clara e impulsiva tendencia a desechar
-tras un primer uso- una forma que es y existe porque su sustancia
haya cambiado per se o tras haber sido experimentada. Valores
como el respeto, el compromiso, la paciencia o la madurez, entre
otros, sí que son indisolubles, en este caso, al mundo de las formas
que concebimos.
La forma nos atrae, pero
es la sustancia la que enamora de manera sostenible en el tiempo.
Nota: Este y otros artículos de reflexión se pueden encontrar recopilados en el glosario de términos del Vademécum del ser humano