Vivo un tiempo en que las
formas y el respeto se están perdiendo. Pero no solo en el ámbito
de las relaciones sociales cotidianas (hoy en día te piden la hora
por la calle como si te fueran a atracar, sin un buenos días o un por
favor de cortesía de entrada, en modo prácticamente imperativo),
sino también en el ámbito ciudadano de la manifestación política.
Hasta el punto que ya hay demasiados jóvenes (y algún que otro
adulto al que le falta un hervor) que crecen en el seno de nuestra
sociedad entendiendo la política como una imposición. O, peor aun,
que entienden la política como el uso del ejercicio de un derecho de
imposición (sobre los que no piensan igual, claro está).
Está claro que toda
imposición es un acto de violencia, pues supone un tipo de acto
coercitivo sobre la libre voluntad de una persona. Y que toda
violencia puede ser legítima o ilegítima, dependiendo de si se
encuadra dentro o fuera del marco de la ley, respectivamente. Así
pues, resulta obvio deducir que cualquier sociedad democrática que
se precie, se encuentra en serios apuros desde el momento que
normaliza la violencia ilegítima como manifestación política. Caso
que acontece, para preocupación de muchos, en mi tierra natal de
Cataluña.
El ejemplo por
antonomasia de la violencia ilegítima contemporánea es la
ocupación a la fuerza de la vía pública, como sabotaje que afecta
al desarrollo normal de la vida cotidiana del conjunto de ciudadanos,
con destrucción de mobiliario urbano y enfrentamiento a las fuerzas
y cuerpos de seguridad del Estado -que tienen el deber de hacer
preservar el orden público-, incluidos. No obstante hay quienes,
desde una postura tibia y en un manifiesto aunque disimulado guiño
ideológico hacia las formas de la revuelta callejera, consideran
-para mi absoluta perplejidad, a no ser que se trate de puro cinismo-
que esta particularidad de manifestación política no debe
considerarse como violencia sino tan solo como un acto normal de
disidencia política. Una vuelta al peligroso eslogan marxista,
adecuadamente tuneado al discurso político vigente, de conseguir por
la fuerza en las calles aquello que no se consigue democráticamente
por las urnas.
Cuando la violencia
política substituye al diálogo político, la Democracia se ve
deteriorada. Pues la batalla entre violencia y diálogo no es más
que la eterna batalla entre intolerancia y tolerancia, por mucho que
los simpatizantes ideológicos de aquellos que practican actos de
vandalismo callejero lo denominen, por complicidad, violencia de baja
intensidad. Pero, ¿qué demonios es eso de violencia de baja
intensidad? La violencia siempre es violencia, y atenta contra la
libertad personal del prójimo, y desde el momento que es ilegítima
es reprochable socialmente con independencia de su grado de
manifestación. Pues el derecho fundamental de manifestación, en un
estado democrático de Derecho, no equivale a hacer lo que uno quiera
en la vía pública, y menos provocar altercados a antojo contra el
orden público.
Benditos sean nuestros
jóvenes que tienen inquietudes políticas, sabedores que la
discrepancia de ideas es tanto un rasgo natural de la juventud como
un reactivo necesario en la evolución de toda sociedad, pero a los
cuales -por responsabilidad social- debemos formarlos adecuadamente
respecto a las pautas de comportamiento en materia de derechos
fundamentales y de las libertades públicas (clara y sencillamente
descritos en el puñado de párrafos del artículo 21 de la
Constitución). Aunque, sin caer en la ingenuidad, soy consciente que
la violencia ilegítima actual como manifestación política tiene
mayor calado que una simple revisión del sistema educativo, pues el
fondo de las radicales reivindicaciones juveniles no es otra que la
subversión del propio orden constitucional. Y aquí, los adultos, y
particularmente los movimientos políticos democráticos
independentistas catalanes que expresan públicamente su voluntad de
derogar lo que denominan el “régimen del 78”, es decir el marco
constitucional vigente, son plenamente corresponsables. De aquellos
polvos vienen estos lodos, como reza el refranero español.
No señores, no se puede
normalizar la violencia ilegítima, que busca la imposición
ideológica, como manifestación política. Quien juega con fuego
acaba quemándose. Que vivamos en un estado democrático no significa
que muchos jóvenes sepan lo que significa y representa la
Democracia, ni asegura su propia continuidad como modelo de
organización social, por lo que desde los resortes de un Estado
democrático (educación incluida) debemos esforzarnos para que el
caos que buscan unos pocos no acabe con el orden y la paz social que
anhelamos la gran mayoría. Si hemos llegado a estos extremos, aun de
largo recorrido potencial (que nos traen ecos de episodios históricos
sombríos de la humanidad), seguramente es debido a la falta de valor
y temple por defender aquello que es correcto, aunque resulte
difícil. La Democracia en Cataluña está en juego, para ceguera de
unos y regocijo de otros, y no se trata de ningún juego.
Nota: Este y otros artículos de reflexión se pueden encontrar recopilados en el glosario de términos del Vademécum del ser humano