Con este mismo titular
publiqué un artículo años atrás en el extinto periódico catalán
Nou Diari, del cual no guardo copia. Por aquel entonces era un
jovencísimo estudiante de filosofía que me costeaba la carrera
trabajando como periodista, fumaba ya en pipa e intentaba aprender a
tocar el violín. ¡Qué tiempos aquellos!, como se suele decir. Ya
entonces manifestarse públicamente sobre esta temática, en una
Cataluña gobernada por nacionalistas que aun no habían migrado
hacia el independentismo, resultaba no solo incómodo sino incluso
generaba miradas recelosas. Por lo que si no me arrugaba entonces,
que tanto escribía a favor de la monarquía como me mostraba
contestatario frente a Schopenhauer, menos lo voy a hacer ahora que
peino canas.
En estos más de viente
años que me separan de aquel joven pensador que fui, me resulta
curioso observar como, si bien he cambiado el posicionamiento sobre
diversos temas más o menos trascendentales para el ser humano, en lo
que respecta a la idea sobre la utilidad social de la monarquía
parlamentaria no me he movido prácticamente ni un ápice. Y quiero
aclarar que no se trata tan solo de un estado emocional a favor, sino
que es fruto -al igual que el resto de temas sobre los que
reflexiono- del resultado personal de una continua prospección bajo
la lupa analítica de la razón.
Sí, en estos años de
democracia española he podido observar el hecho de la existencia de
un mar político, a veces en calma, a veces revuelto, unas veces con
cierta tonalidad cromática y otras de un color opuesto, según como
brille el sol del pueblo español, que marcan la inestabilidad por
impermanencia del poder ejecutivo y legislativo, siempre a merced de
las fuertes corrientes sociales que dominan dicho mar. Y sobre éste,
como contraste y referencia de equilibrio, con independencia de la
mar que haga, siempre está la Corona a modo de faro.
El hecho que la Corona
actúe como punto cardinal de referencia institucional y social
siempre estable, frente a un poder político inestable por
naturaleza, radica en un factor clave y determinante: la
independencia y neutralidad en el compromiso stricto sensu de
la Constitución por parte de la Corona. Es decir, que el Rey solo
actúa a favor de una parte, la propia de la Constitución como norma
primera en la que se fundamenta nuestra Democracia, que es lo mismo
que decir que actúa a favor de todas las partes.
Conociendo la naturaleza
del hombre, capaz de las más grandes hazañas como de las más
deplorables miserias, solo a través de una educación especial y de
por vida se puede asegurar la rectitud necesaria del espíritu humano
para que, un ser humano, pueda cargar con la enorme responsabilidad
de actuar siempre desde la independencia y la neutralidad
institucional en beneficio del conjunto de la sociedad. Y esta es la
razón de fuerza mayor que da sentido de ser al modelo de nuestra
Corona hereditaria. Plantear otros modelos políticos de jefatura del
Estado es entrar en aguas potencialmente inestables.
Por otro lado, hay que
recordar y remarcar que la Corona, en una Democracia moderna, reina
pero no gobierna como monarquía parlamentaria, pues está sujeta al
control de los poderes legislativo y ejecutivo. Y que sus funciones
están reguladas por una decena de artículos de la propia
Constitución (Título II), por lo que nunca puede salirse del marco
constitucional de sus competencias, ya que en caso contrario sería
atacada de inconstitucional. Al igual que sucede con el resto de
instituciones que emanan de los diversos poderes del Estado. Por lo
que, al final, la Corona representa la última línea de defensa de
la soberanía nacional del pueblo español como garante, sancionador
y promulgador de las leyes democráticas.
Aun así, la Corona como
monarquía parlamentaria es objeto de crítica en los últimos
tiempos por parte de agentes políticos detractores que quieren
elevarla a la palestra de un debate público, más histérico
demagógico que sereno verdadero. Las razones son principalmente
tres:
1.-La monarquía
parlamentaria es símbolo de la unidad y la permanencia del Estado,
por lo que es atacada por aquellos que aspiran a romper la unidad del
territorio nacional y el actual modelo de Estado vigente.
2.-La monarquía
parlamentaria es el máximo garante de la Carta Magna de los derechos
y deberes de todos los españoles, al guardar y hacer guardar la
Constitución y las leyes y respetar los derechos de los ciudadanos,
por lo que es atacada por aquellos que quieren actuar fuera del marco
constitucional.
3.-La monarquía
parlamentaria es hereditaria como modelo para salvaguardar la
independencia y la neutralidad institucional de la jefatura del
Estado, por lo que es atacada por aquellos que quieren sustituirla
por un Jefe de Estado surgido de la clase política, y por tanto
parcial por partir de postulados partidistas, mediante la forma de
gobierno de una república.
Si algún denominador
común tienen los tres escenarios expuestos es, justamente, que
tienden hacia horizontes sociales de inestabilidad política y que
buscan el provecho partidista frente al bien común. Poco trabajo
tienen algunos políticos, y muchas ambiciones personales, complejos
históricos no resueltos a parte que no tienen ningún sentido en los
estados democráticos en pleno siglo XXI. Es por ello que, desde la
lógica de la razón, con todas las luces y las sombras propias del
ser humano y sus modelos de organización sociopolíticos, la
monarquía parlamentaria española debe ser considerada como piedra
angular de la teoría de la estabilidad social contemporánea.
Nota: Este y otros artículos de reflexión se pueden encontrar recopilados en el glosario de términos del Vademécum del ser humano