Me encanta el mar de mi
ciudad natal. No puedo evitarlo, como si fuera un elemento más de mi
naturaleza biológica. Tal es así que cuando llevo un cierto tiempo
desconectado de él, o de ella -como dirían los marinos-, me
embriaga un halo de añoranza que me empuja a ir en su búsqueda.
Quién sabe si en verdad se trata de una llamada casi parental que
reclama desde las profundidades. En todo caso, resulta un efecto que
bien puede equipararse a la impetuosa necesidad de cubrir la carencia
de una vitamina esencial para nuestro organismo, el cual languidece
por falta de contacto con la fuerza serena de esa energía ancestral
llamada Mare Nostrum.
Me encanta pasear frente
al mar. El efecto relajante que me produce es una poderosa medicina
para mi cuerpo, mi mente y mi alma. En su orilla el ruido del mundo
se apaga, y el sonido de las olas silencian los pensamientos, hasta
el punto que ya no hay pensamientos. Y sin ellos, durante un suspiro
existencial, yo solo Soy, para Ser -desde el hondo e hipnótico
respirar del mar-, un no-Ser. Desde el cual solo hay un pequeño paso
para la Nada.
Me encanta pasear por la
orilla del mar. Pues es justo en ese espacio donde la vida se
desdibuja. Como si fuera un punto espacio-temporal de intermundos
donde convergen la finitud de las formas con la infinitud de las
no-formas.Y toda nuestra existencia mortal queda reflejada en la
efimirez de la arena de la playa, tan moldeable como difusa por
escurridiza, tan desdramatizada en su naturaleza de micropartículas
por saberse parte de un todo inabarcable, siempre a merced del manto
líquido que en su fluir acuna caprichosamente nuestras vidas.
Me encanta plantarme en
la orilla frente al mar. Allí donde la mirada se desvanece, donde
mar y cielo se confunden en un continuo indivisible, donde uno no es
más que una molécula de agua consciente que se deconstruye en el
horizonte. Y es entonces que la consciencia se expande, como líquido
que sale de su recipiente para volcarse sobre su medio natural de
origen. Libre y en paz. Donde no existen más conceptos que la vida
misma en su propia esencia primogénita. Quizás el mar, la mar,
reclama la insignificante porción de agua de mi cuerpo que por
derecho le pertenece.
Me encanta reencontrarme
con mi mar. Pues en su presencia el tiempo se detiene, y es entonces
que me dejo atrapar por una realidad paralela en la que existe un
vacío armonioso que Todo lo llena. Todo es contenido, sin continente.
Todo es significante, sin significado. Todo es recogimiento, sin
límites de espacio. Todo es nascituriano, aun reconociéndote
nacido. Y en ese estado de letargo, uno se vuelve a nutrir del
renergizante maná amniótico primitivo.
Me encanta el mar de mi
ciudad natal. Un mar tranquilo, de aguas apacibles y templadas, caldo
de vida germinal de las grandes civilizaciones de la humanidad. En
él, en ella, resuena las ideas de los clásicos, el murmullo de los
comerciantes transcontinentales, el ruido del valor de la libertad
abriéndose paso en el fragor de la batalla, y el eco ahogado de un
sublime arte sumergido pero no olvidado. En su brisa aun se puede
escuchar los cantos épicos de mitos y leyendas. Y en el volátil
ambiente pervive, a través de la fragancia del salitre marino que
todo lo envuelve, la memoria misma de la Historia.
Me encanta el mar de mi
ciudad natal, la Tarraco Scipionum Opus, una bombonera de
eterna luz primaveral y cimientos milenarios. Me encanta perderme en
las orillas de su mar para volver a reencontrarme, pues que le voy a
hacer, si yo, nací en el Mediterráneo.
Quién sabe, quizás
Tales de Mileto tuviera razón, y nuestro arjé o esencia
última no sea otra más que el agua.