Tras poco más de dos
siglos en que se creó la primera Constitución española en Cádiz
(1812) -estatuto de Bayona a parte-, la primera que otorgó la
soberanía nacional al conjunto del pueblo español y en medio de un
tiempo sombrío en que el país estaba invadido por tropas
napoleónicas, hoy se conmemora el 40 aniversario de la Constitución
vigente de 1978, tras cinco constituciones precedidas a lo largo de
un periodo convulso que registró cuatro guerras civiles y alternó
distintos regímenes políticos. Se dice pronto. Si bien la
Constitución actual no es la de mayor duración, palmaré que se lo
lleva el texto constitucional de 1876 promulgado por Cánovas del
Castillo tras la disolución de la I República, sí que es la que
nos ha traído un mayor periodo de paz y de bienestar social. Un
hecho tan objetivo como irrefutable.
Resulta importante situar
la Constitución contemporánea en su marco de referencia histórica,
justamente para otorgarle su justo valor de cara a aquellas nuevas
generaciones que, por el hecho de haber nacido ya en el período
democrático actual, puedan llegar a menospreciarla por formar parte
de su paisaje habitual. Pues la Historia nos repite una y otra vez al
miope ser humano, de corta memoria intergeneracional y de menor
consciencia histórico-política, que ningún avance social está
garantizado si no velamos por el respeto y la convivencia.
Sí, la Constitución
avala la libertad individual. En el mismo apartado de derechos y
deberes fundamentales (Título I), aunque de las obligaciones,
curiosamente, siempre nos olvidamos. Un derecho constitucional
fundamental que incluye la libertad de expresión, pero no hay
libertad que valga en un contexto democrático sin responsabilidad,
respeto y tolerancia. Una premisa que parece estar cayendo en desuso
por parte de los jóvenes nacidos en el seno de la Democracia, en
cuyas manifestaciones públicas observamos de manera tan reiterada,
como preocupante por su progresión, la adulteración que hacen del
derecho fundamental de la libertad de expresión como instrumento
coercitivo hacia aquellos que opinan de manera diferente a sus ideas.
Ante este fenómeno, que
comienza a tomar tintes sociológicos, cabe hacer varias reflexiones:
En primer lugar, se
observa como parte de la juventud, si bien enarbola el concepto de
libertad como bandera individual y social, lo disocian de los
principios rectores de la Democracia recogidos en la Constitución,
acercándose a postulados absolutistas y, por extensión, de
manifestación radical. Lo cual les sitúa, de facto, en una posición
antidemocrática y fuera de la Constitución.
En segundo lugar, se
observa como parte de la juventud, si bien conocen e instrumentalizan
hasta la extenuación los conceptos de responsabilidad, respeto y
tolerancia que son inherentes a la idea de libertad, dichos conceptos
los gestionan como cáscaras de vocablos al uso vacíos de
significado real. Lo cual denota una grave carencia intelectual, y
les conduce a posturas más propias del ámbito de la sinrazón.
En tercer lugar, se
observa como esta parte de la juventud -que no por ser parte son
minoría-, al contrario de lo que podía suceder en la primera mitad
de la joven democracia española contemporánea, no se enmarcan de
manera exclusiva en el perfil de la marginalidad social antisistema,
sino que pertenecen ya mayoritariamente al colectivo de los
estudiantes universitarios. Por lo que aquí tenemos la evidencia de
un grave problema que afecta al propio sistema educativo, lo que
induce a pensar en una clara dejación de funciones educativas por
parte del cuadro docente en materia de valores constitucionales.
Y en cuarto lugar, se
observa como esta parte de la juventud, que protagoniza asiduamente
actos públicos cargados de intolerancia -algunos de ellos con
verdaderas batallas campales callejeras incluidas contra las fuerzas
del orden público, que tienen como deber la defensa del bien común-,
se realizan con la complicidad y el descarado jaleamiento de ciertos
partidos políticos, más próximos a postulados
anticonstitucionalistas. Lo cual manifiesta una severa
irresponsabilidad y un indecoroso espíritu antidemocrático de
ciertos gobernantes de nuestro tiempo a quienes pagamos por gestionar
la res publica.
Cabe recordar que la
Constitución es un marco de convivencia común con reglas de juego.
Y que los valores constitucionales son principalmente cuatro: la
Libertad, la Justicia, la Igualdad y la Pluralidad Política, sin los
cuales no se puede entender la Democracia. Pero de todos ellos, sin
lugar a dudas es la Libertad, como figura jurídica adecuadamente
reglada, la que condiciona el sano desarrollo de una aplicación
normalizada del resto de los valores constitucionales.
Que la Constitución debe
adecuarse a la sociedad de su tiempo, es lógico, como le sucede a
cualquier norma jurídica. Pero su posible reforma solo puede tener
un único y exclusivo objetivo: mejorar en la medida de lo posible, y
con arduo esmero, el modelo social de Democracia. Para lo cual se
requiere llegar a amplios consensos sociales, donde el bien común se
interpone a los partidismos (y posibles revanchismos). Y ello
comienza por una vocación dialogante, respetuosa e integradora, que
permita a los reformistas constitucionales estar a la altura de las
circunstancias. Es por ello que la educación de nuestros jóvenes en
el concepto tan amplio como profundo de la libertad democrática,
como derecho y obligación, resulta urgente. Pues, en caso contrario,
serán los propios hijos de la Democracia quienes acaben con la
Democracia, liquidando los valores de siglos de evolución humanista
recogidos en la actual Constitución.
No señores, ningún
avance social está garantizado si no velamos por el respeto y la
convivencia. Una sociedad civilizada, sin una educación diligente,
tiene el peligro real de volverse en una sociedad bárbara.
Tarragona, a 6 de diciembre
de 2018
Día del 40 aniversario de
la Constitución española de 1978
Nota: Este y otros artículos de reflexión se pueden encontrar recopilados en el glosario de términos del Vademécum del ser humano