A veces sucede que el
tiempo se interrumpe. Pero no el tiempo en general, sino tan solo el
propio de uno mismo. Tal es la sensación como si nos quedásemos
inmovilizados por atrapados en un punto concreto del espacio-tiempo,
mientras observamos que el resto del mundo sigue moviéndose a
nuestro alrededor. Y ante esta experiencia, solo cabe esperar -no sin
cierta impotencia- que la vida se digne a liberarnos del anclaje
temporal. Un estado en el que aunque nos creemos caminando no
llegamos a ninguna parte, y aun percibiéndonos estar pensando no
logramos realmente llegar a pensar, al menos de manera resolutiva,
dentro del sistema social de referencia al que se pertenece.
La singularidad del
tempus interrupto parece producirse a causa de una disincronía
entre el tiempo natural en el que transcurre el mundo exterior y el
tiempo natural propio en el que se haya una persona, como si dicha
persona se encontrase en un tiempo errado respecto al momento
temporal al que le corresponde existir. En este contexto, resulta
acertado decir que la persona deviene un anacronismo para su tiempo.
Dicha alteración temporal es producida por la colisión de dos
realidades bien diferentes entre sí, la de los mundos externo e
interno en los que orbita la persona, siendo su naturaleza
profundamente mental y cuya única restitución sincrónica radica,
asimismo, en la propia naturaleza originaria del individuo.
En esta línea, cabe
remarcar que en nuestra sociedad coexisten más personas que viven en
un tempus interrupto de las que imaginamos, ya que el
vertiginoso ritmo acelerado de la sociedad contemporánea en continuo
cambio y transformación -derivado de la carrera por la
competitividad en la que estamos inmersos que busca asegurar la
sostenibilidad de una economía de consumo- provoca que muchas
personas queden desfasadas a los tiempos que corren. Un claro ejemplo
de ello lo tenemos en los humanistas, los cuales no solo no tienen
cabida en las prioridades laborales dictadas por el Mercado, sino que
son abocadas al anacronismo social. Un dato agravado por el hecho que
en la España del 2018 el 57% de los universitarios (1,3 millones de
matriculados) estudian carreras de Humanidades.
No hay que ser muy
avispado para ver que el fenómeno sociológico del tempus
interrupto tiene serias implicaciones en una sociedad,
especialmente cuando alcanza un punto de inflexión crítico en la
tasa de población activa de un país. Desde un punto de vista
económico, reduce la masa de la economía productiva y aumenta el
gasto en las partidas presupuestarias de servicios sociales. Desde un
punto de vista social, agranda la brecha de desigualdad social y
dispara los niveles de pobreza presentes y futuros. Desde un punto de
vista cultural, empobrece los valores humanistas del conjunto de la
sociedad. Y, desde un punto de vista político, aumenta el grado de
crispación social y retroalimenta los populismos.
Realmente, visto lo
expuesto, no parece muy inteligente la dinámica que llevamos como
sociedad, semejante a la de una estampida colectiva que por inercia
-y por falta de reflexión crítica, y de diligencia política- nos
conduce irremediablemente al precipicio. Pero, ¿cuál es la causa
determinante del efecto del fenómeno sociológico del tempus
interrupto? La respuesta, con toda claridad, debemos buscarla en
la propia disincronía entre Estado y Mercado, y más concretamente
en la diferencia del concepto de bien común que tienen ambos. Puesto
que mientras el Estado, a través de su sistema educativo, continua
apostando por formar a humanistas; el Mercado, por su parte y a
través del sistema laboral, rechaza por discriminación negativa a
los perfiles humanistas. (Sin entrar en otras variables tipo barreras
de entrada por edad, bases salariales, etc.) En otras palabras,
vivimos en una sociedad protagonista de una sangrienta batalla entre
el concepto del Bien Social propio del Estado versus el Bien
Económico propio del Mercado. Una guerra sin tregua en que la
balanza se decanta, como todos sabemos, a favor de los intereses del
Mercado. Pues el dinero, más que poderoso caballero, se ha elevado a
la categoría de divinidad omnipotente.
No obstante, y no debemos
olvidarlo, el pulso entre Estado y Mercado no es más, en resumidas
cuentas, que un pulso entre Democracia (el gobierno del pueblo) y
Timocracia (el gobierno de los ricos), llegando ésta a convertirse
en Tiranía (gobierno absolutista con abuso de la superioridad). Es
por ello que el efecto del tempus interrupto,
más allá de representar un fenómeno sociológico de nuestros
tiempos que afecta a miles de ciudadanos, es un problema tan real
como de fondo de Estado de las Democracias contemporáneas.
Un problema que tarde o temprano
los Estados, con políticos valientes a la cabeza, deberán afrontar
por el bien de la calidad de nuestras democracias.
Mientras
tanto, como fiel humanista que soy continúo, pipa en boca, mostrando
descaradamente mi rebeldía frente a un Mercado excluyente aun en
tempus interrupto.
Pues el Mercado nos podrá retirar el pan, pero no así
apagar la llama de pensar críticamente como hombres libres.
Nota: Este y otros artículos de reflexión se pueden encontrar recopilados en el glosario de términos del Vademécum del ser humano