Esta mañana, paseando
por la ciudad del Modernismo por excelencia, me he encontrado de
repente y para mi grata sorpresa bajo el manto mágico de una
bugambilia en medio de la Barcelona más urbanita, en la calle justo
detrás del edificio de la Diputación que hace esquina con Rambla de
Cataluña. Lo cierto es que la experiencia sensorial me hubiera
podido pasar desapercibida si no fuera porque desde pequeño mi
madre, involuntariamente, influyó positivamente en mi aprecio por el
mundo vegetal al hacerme crecer entre decenas de plantas y árboles
varios. Un aprecio, mimo y cuidados prodigado a una amplia diversidad
de especies vegetales, que forma parte de su hábito de
comportamiento cotidiano y que me ha acompañado desde que tengo uso
de memoria y de razón.
Pero si bien todas las
plantas son especiales, la bugambilia, una enredadera con flor
originaria de los bosques tropicales húmedos de América del Sur que
se ha convertido en arbusto de estética común en parte del
Mediterráneo europeo, es una de mis preferidas desde siempre. Quizás
la predilección se deba a que se trata de una planta, para mi
subjetiva percepción, que convierte en bucólico cualquier espacio
que toca. Y una pizca de magia en la vida diaria nunca viene mal.
La anécdota de la
bugambilia no es más que una bella excusa para reflexionar sobre la
importancia de los detalles en la vida. Pues los detalles, por
pequeños que sean, no solo dotan de significado nuestras vidas, sino
que son anclajes psicoemocionales que nos permiten trabajar la
presencia y la sensibilidad. Lo contrario es recorrer nuestros
personales viajes existenciales sin vivir el presente y a espaldas de
la belleza que nos aporta el paisaje del camino, lo cual empobrece el
sentido propio de la vida y, por extensión, endurece la sensibilidad
empática por la vida ajena. Una tendencia ésta tristemente
normalizada en las aceleradas sociedades contemporáneas regidas por
un consumismo hedonista compulsivo y altamente competitivo.
Los detalles como
proveedores de significado vital son inherentes a la naturaleza
humana, pues la identidad del ser humano se reafirma, en el mundo de
las formas, por partes de formas -ya sean de origen animal, vegetal,
mineral, o de esencia orgánica, inorgánica, animada o inanimada-
que complementan una visión personal de la vida aun no siendo
imprescindibles para ello. Ya que los detalles, en definitiva, no son
más que símbolos corpóreos representativos de una idea
preconcebida en nuestro particular mundo conceptual. Por lo que los
detalles que pueden ser válidos para una persona, en la
estructuración de su realidad identitaria, no tienen que serlo para
otra, y viceversa. Puesto que la vida no tiene más sentido que la
que cada cual le otorga desde su individualidad, siendo conscientes
que nadie puede vivir la vida por nadie.
Los detalles, a su vez,
son un medio excelente para trabajar la presencia, que es lo mismo
que anclarse en el continuo eterno del tiempo presente, que es donde
transcurre la vida. La trascendencia de este hecho no solo abarca la
capacidad que tiene una persona de poder disfrutar o no del flujo
continuo de la vida, ya que la vida no puede vivirse desde un tiempo
pasado o futuro, sino de experimentar la maravilla de una vida mortal
y por tanto caduca de manera consciente. Pues el ser humano solo
puede ser consciente de una circunstancia o hecho desde el tiempo
presente (Presencia es Conciencia y Conciencia es Presencia), y es
justamente el estado de conciencia que permite al hombre racional por
pensante desarrollar su capacidad lógico-reflexiva sobre su propia
vida, y respecto a la vida misma.
Y los detalles, asimismo,
nos permiten trabajar la sensibilidad sobre aquello que observamos por
perceptible. Un hecho cuya importancia radica, más allá de que la
sensibilidad se manifieste como un medio de valoración natural del
hombre frente al amplio espectro estético que nos brinda la vida,
como el canal indispensable sobre el que se construyen los juicios de
valor propios de la moral. Y ya sabemos todos que la moral atiende al
comportamiento humano en cuanto al enjuiciamiento del bien y el mal
tanto individual como colectivo.
Pero a veces, seguramente
en demasiadas ocasiones, los detalles nos pasan desapercibidos
delante de nuestras propios ojos. Pues nos asemejamos más a personas
que deambulan corriendo por sus vidas mortales como hormigas sin
antenas, mirando sin ver en modo estampida, que a seres humanos que
viven su existencia desde una experiencia consciente, y por tanto
lúcida. Por lo que, volviendo a la anécdota de la bugambilia, es
recurrente la necesidad de reclamos llamativos para poder ver los
detalles en medio del bosque tupido que son nuestras vidas, como es
el caso de los carteles que cuelgan de las ramas del arbusto tropical
en medio de Barcelona reclamándonos atención sobre la magia y la
naturaleza viva que tenemos el privilegio de contemplar (ver foto del
artículo).
Los detalles marcan el
ritmo de instantes de los que se compone la vida, y si no
disfrutásemos de esos pequeños detalles, que es la vida misma, no
nos quedaría más que una vida vivida desde el vacío del
sinsentido.
A los protectores
anónimos de la bugambilia, mil gracias por reconectarme con el
instante presente de la vida en una mañana enajenada por el delirio
de una sociedad productiva.
Nota: Este y otros artículos de reflexión se pueden encontrar recopilados en el glosario de términos del Vademécum del ser humano