Vivimos en un mundo rico
en recursos, pero aun así caracterizado por grandes desequilibrios
sociales, por lo que el problema no es si hay o no suficientes
recursos para todos, que de haberlos haylos (como diríamos en
español antiguo), sino en la distribución de dichos recursos. Ante
esta situación, la mayoría de las personas se preguntan el por qué
los gobiernos, como representantes de la soberanía popular, no hacen
nada al respecto. La repuesta es doble, por un lado porque no pueden
hacer nada, ya que los gobiernos están supeditados a un poder
superior y de ámbito global que es el Mercado cuya ley es el dinero;
y por otro lado, y derivado del primero, porque los señores
diputados de las cortes generales de sus respectivos estados, en su
inutilidad de poder generar ningún cambio sustancial al respecto, la
única función verdadera a la que están entregados -porque en ella
les va los privilegios del status quo- es la de mantener las
estructuras de poder de la clase política dentro de la sociedad,
mediante la técnica del despiste haciendo ver que hacen sin hacer
nada, es decir, mareando la perdiz y a cuerpo de rey a costa del
dinero del resto de los conciudadanos.
Respecto a la clase
política, es evidente que en este contexto se requiere con urgencia
de una profunda redefinición de su peso estructural en el conjunto
de la sociedad. Porque ya me dirán ustedes, por ejemplo, por qué
debemos mantener a cualquiera de esos 610 políticos entre senadores
y diputados de las Cortes Generales que tenemos en España, la gran
mayoría anónimos (escondidos) que no conoce prácticamente nadie ni
en sus localidades de origen, cuyo sueldo es de 5.000€ de media
(casi 4 veces superior a la media de un trabajador nacional), y cuya
función generalista es apretar el botón del voto pertinente que el
presidente de su grupo parlamentario le ha mandado apretar, por
supuesto sin derecho de réplica puesto que va con el sueldo. Una
sencilla tarea que bien la puede realizar el portero de un bloque de
viviendas con apariencia de honorable tras una buena sesión de
sastrería y peluquería, o un sistema íntegramente virtual basado
en algoritmos de representación electoral. Mientras tanto, el puñado
escaso de voceros visibles por mediáticos de los diversos partidos
políticos se dedican cada día a fabricar humo -desde las plantas de
producción de sus respectivas sedes centrales-, que dispersan como
densas nubes de polución tóxica sobre las atmósferas de todas las
ciudades del país mediante los conductos de ventilación de los
medios de comunicación, para que los ciudadanos no tengan otra
ocupación trascendental a lo largo de su jornada que intentar
vislumbrar cierta visibilidad entre medio de la humareda, cuyo color,
textura, olor y dirección será nuevamente modificado puntualmente
al día siguiente por los mismos políticos expertos en producción
de humo, en un ciclo tan bucleriano como inútil con el único
objetivo de que el humo -por sí mismo carente de consistencia
socioeconómica y política- no permita ni ver ni pensar al conjunto
de la ciudadanía. En este sentido, la política ha pasado de ser el
arte de lo posible a convertirse en el arte de la hipnosis de masas
por inhalación de humos alucinógenos con edulcorantes artificiales,
capaces de alterar el nivel de conciencia de las personas para un
mayor control de las mismas.
Entretanto el poder
político se resigna a concentrar sus energías en salvaguardar a
toda costa su peso específico como clase social, aun prostituyendo
el espíritu democrático de la soberanía popular (recordemos que
Democracia significa el poder del pueblo) y renegando del ejercicio
responsable sobre la res publica, por su parte el poder
económico del Mercado gobierna el mundo mediante el gobierno
efectivo sobre los Gobiernos. Y en este nuevo contexto el dinero, que
es ley suprema del Mercado, ha dejado de ser un medio equitativo de
intercambio para el pago de bienes y servicios (y por tanto para el
desarrollo digno de la vida de las personas), para adoptar un rol
discriminatorio de distribución de recursos. O dicho en otras
palabras, el dinero representa hoy en día el máximo exponente del
símbolo de la desigualdad social. Lo cual no solo tiene una
afectación directa sobre el nivel de la calidad de vida de las
personas, provocando la creación de sociedades con estratos
colectivos cada vez más desequilibrados (en las que incluso se
produce la extinción de ciertas clases sociales como en la
actualidad ha sucedido con la ya desaparecida clase media
trabajadora), sino que incluso tiene importantes implicaciones en la
redefinición de los valores que constituyen la Moral de una sociedad
y, por extensión, de las personas a título individual que la
componen. Por lo que la Moral surgida de la filosofía humanista que
dio luz a los Gobiernos de las Democracias como organización
social, está siendo substituida -a marchas forzadas y sin reparos ni
miramientos- por la Moral surgida de la filosofía capitalista que ha
dado luz al Gobierno del Mercado como nueva organización social. El
Gobierno ya no está en manos del pueblo, sino en manos del dinero. Y
asimismo, la Moral ya no es creada por el humanismo, sino por el
capitalismo.
Y aun así, muchas son
las personas que se preguntan cómo es posible que, en un mundo con
recursos suficientes para todos, estemos sumergidos en un estado de
crisis económica que no tiene velos de solucionarse y que agrava, a
cada nuevo día que pasa, la brecha de desigualdad y desequilibrio
social. Si entendemos que el dinero, así como el marco de
organización social global al que denominamos Mercado, no es de
origen natural sino fruto de la creación artificial, por propia, del
ser humano; entenderemos que es el mismo ser humano a quien no le
interesa resolver la situación para bien común. Sabedores que al
referirnos al ser humano en términos genéricos, nos estamos
refiriendo tácitamente a esa pequeña colectividad de hombres que
ostentan el poder económico en el actual orden mundial, y que bajo
el credo del sancta sanctorum del neoliberalismo dan rienda
suelta a pasiones y sentimientos de baja talla moral como son el
egoísmo, la mezquindad, el desprecio, la avaricia, la falsedad, la codicia, la hipocresía, el
cinismo, la traición, el engaño, la deshonestidad, la
insolidaridad, o la injusticia, e incluso la maldad, entre otras
características definitorias, todas ellas dirigidas al insaciable
engorde de un beneficio exclusivamente personal. Y todo ello sin
desengominarse.
Sí, la humanidad debe
redefinir el contenido simbólico del dinero y su rol en la sociedad,
para lo cual los Estados Democráticos deben recuperar
prioritariamente el gobierno sobre el Mercado, lo que imperativamente
requiere una profunda revisión y actualización de la clase política
en términos de gestores públicos eficientes (capaces de lograr los
fines sociales de la mejor manera posible), eficaces (capaces de
lograr los efectos sociales esperados) y efectivos (capaces de
cuantificar los logros sociales realizados), si es que queremos
apostar por sociedades más equitativas para la construcción de un
mundo cada vez más humano.
Y es que a estas alturas
de la Historia como especie, hemos tenido tiempo holgado de recopilar
los suficientes elementos para un juicio de valor crítico respecto a
los polos opuestos, que siempre acaban tocándose, de modelos
humanos posibles de organización social: el comunismo y el
neoliberalismo. Es por ello que, por ultimátum improrrogable, nos ha
llegado la hora de diseñar un nuevo modelo social que sea capaz de
pivotar sobre el justo equilibrio entre desarrollo económico y
bienestar colectivo, para protección de la vida digna de las
personas. Pues como decían los romanos: In medio virtus, la
virtud se haya en el punto medio.
Nota: Este y otros artículos de reflexión se pueden encontrar recopilados en el glosario de términos del Vademécum del ser humano