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Foto de Joycelyn Loh |
El ser humano, en
respuesta a la Reflexión de Dios sobre la humanidad, es el ser más
inteligente del Universo hasta la fecha conocido, y nuestra
naturaleza, como ser cognoscente dotado de conciencia y raciocinio,
no puede equipararse a una partícula cósmica. Nuestro nivel de
trascendencia sobre la Creación es tal que ya no evolucionamos
biológicamente por adaptación al medio como el resto de seres
vivos, sino que desde nuestra alta capacidad de gestión del
conocimiento evolucionamos culturalmente adaptando el medio a
nuestras necesidades como especie. Y llegados a éste punto, si bien
aún nos queda mucho por avanzar en la mejora y actualización
científico-tecnológica de nuestra propia estirpe como organismos
dotados de inteligencia, ¿quién necesita a Dios?.
La concepción de Dios
para la humanidad es tan diversa y heterogénea como personas y
sociedades existen con un amplio espectro de madurez individual y
colectiva. Es cierto que para unos es un ser al que hay que temer (y
por tanto exige obligada obediencia ciega), para algunos es una
entidad de amor sublime (como un padre bondadoso que nos redime de
cualquier pecado cometido desde el arrepentimiento sincero), para
otros Dios ha muerto (al menos desde Hegel y popularizado por
Nietzsche), e incluso los hay quienes viven desde la indiferencia a
su posible existencia (substituyéndolo por otra divinidad más
terrenal como es el Dinero). Pero lo que realmente nos importa a los
humanos, por encima de la idea metafísica de Dios, son los episodios
cotidianos de justicia o injusticia en los que debemos vivir, los
cuales suelen ser un efecto directo de nuestras imperfectas
sociedades reflejo de la naturaleza dual del hombre -como criaturas
que siempre nos debatimos entre el bien y el mal-, pero que en otras
ocasiones son producidos por una fuerza mayor que escapa a nuestro
control y que por tanto presumimos como divina. En este caso, ¿cómo
puede Dios desentenderse de circunstancias de injusticia que claman a
gritos una respuesta que como hombres no llegamos a alcanzar por
inteligible?. ¿Cómo podría decir Dios que las condiciones de
justicia e injusticia humanas no son más que juicios de valor a
imagen y semejanza del modelo de vida que hemos creado, cuando en el
mundo se producen injusticias que no dependen de nosotros?. ¿A caso
nuestra idea de Justicia no es un arquetipo de idea apriorístico a
nuestra naturaleza que emana de una fuente superior?. ¿Es que Dios
no atiende a las necesidades humanas?. O, ¿es que, en definitiva,
Dios no existe?.
Como hombres somos
conscientes que participamos de un Todo, el cual anhelamos comprender
y deseamos controlar para nuestro beneficio, y si bien somos seres
espirituales con potencial para participar en comunión con ese Todo
que nos trasciende como parte del mismo, nuestra naturaleza es
imperantemente lógico-empírica, y por tanto pragmática (pues de
pan vive el hombre), en una dimensión material en la que existimos,
nos desarrollamos y evolucionamos como individuos, como sociedad y
como especie. Una densa dimensión fenomenológica, propia del mundo
de las formas, finita por los extremos del nacimiento y la muerte
dentro de una tiempo limitado en el espacio, que si por un lado nos
lleva a preguntarnos de la existencia e idiosincrasia de Dios más
allá de nuestra propia singularidad -especialmente cuando estamos
próximos a la muerte-, por otro lado podemos perfectamente vivir
nuestras existencias mortales sin necesidad de la idea preconcebida
de Dios.
Sí, categóricamente el
hombre no necesita a Dios para vivir, y menos aún un imaginario de
Dios creado por hombres -y sus miserias- en un juego secular por
jerarquizar los niveles de poder dentro de una sociedad (otra cosa es
que el hombre no necesite de sociedades jerárquicas como homo social
que es, aunque esta es harina de otro costal), con independencia que
Dios como entidad creadora pueda o no existir. Cada persona, desde su
libre albedrío, decide en la intimidad de su conciencia si acoge en
su vida la idea de Dios o por contra la descarta, de acuerdo a las
necesidades personales y sus determinismos psicológicos y
culturales, pero no es menos cierto que tanto en uno como en otro
caso la Vida prosigue indiferentemente como agua que fluye por un río
sin fin. Por lo que si Dios existe, el hombre puede vivir sin él. Y
aun si Dios no existe, el hombre igual y paradógicamente puede vivir
con él. Tan solo encontraremos la certeza tras la muerte, pero ya
entonces poco importará si hemos vivido desde la creencia de la
existencia o no de Dios. Pues nadie ha regresado para explicarnos si
trascendemos a una nueva dimensión o, por el contrario, nos fundimos
en la no-existencia.
Lo único que nos queda
como especie es la guía de inspiración en nuestras existencias
cotidianas de unos valores universales insertados en nuestro adn, que
desde nuestra naturaleza racional nos permiten transcendernos en vida
para mejorar socialmente como personas. Sabedores que cada uno de
nosotros somos responsables de nuestros actos tanto a nivel
individual como colectivo, a falta que Dios, si existe, nos demuestre
de manera patente su intervención en asuntos humanos. Mientras
tanto, carentes de onus probandi, continuaremos trabajando por
nuestro concepto de Justicia dentro del Universo percibido en el que
existimos. Que Dios en su indefinible existencia siga mirándonos, si
es el caso, que los hombres continuaremos viviendo indiferentemente
según nuestro particular credo.