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Gorila y cría, Uganda 2018. (c)Teresa Mas de Roda |
El hecho que a estas
alturas de la historia del errático y egoísta ser humano seamos
capaces de ver un reflejo de apariencia de los animales en nosotros
mismos, a través de los millones de vídeos sobre fauna tanto
salvaje como doméstica que corren por las redes sociales, es una
evidencia de que el resto de seres vivos con los que compartimos el
mismo planeta tienen sentimientos. Una afirmación tan evidente como
irrefutable. Otra cuestión es poder calibrar, desde nuestro limitado
etnocentrismo -o mejor dicho especientrismo-, el nivel de desarrollo
de los sentimientos animales. Pero lo que es indiscutible es que
sentimientos como alegría, tristeza, solidaridad, rabia, malestar,
compasión, miedo, o amor, e incluso estados emocionales como la
depresión, entre otros, nos son perceptibles ahora quizás más que
nunca por parte del mundo animal observable. Además de capacidades
antaño consideras exclusivamente humanas como la inteligencia animal
en su justa medida, como por ejemplo el caso de la inteligencia del
cerdo -superior a la de un chimpancé o un perro-, y que se equipara
científicamente a un niño humano de tres años capaz incluso de
resolver un problema de rompecabezas o laberintos, manipular un
control remoto y reconocerse en un espejo.
Esta evidencia, fruto por
un lado del nivel de evolución y desarrollo psicoemocional del ser
humano con su entorno y de la globalización de la información en la
era del conocimiento y de la tecnología por otra parte, nos fuerza a
que nos planteemos seriamente la relación que tenemos con los
animales. Si los animales, con independencia de su grado de
inteligencia, tienen sentimientos, ¿podemos continuar tratándolos
como seres no sensibles? La respuesta obviamente es que no, teología
del alma de los seres vivos a parte, pues la teología no es más que
un dogma de fe, y por tanto una disciplina no empírica de creación
humana, profunda y exclusivamente humana.
Si aceptamos que los
animales tienen sentimientos, debemos poner en revisión ciertos
comportamientos que los humanos tenemos aun hoy en día con ellos,
como por ejemplo la existencia de los zoos. Puesto que desde un punto
de vista ético, ¿podemos condenar a un ser vivo con sentimientos al
cautiverio de por vida en unas instalaciones pequeñas, por bien
acondicionadas que sean, sujeto a la estresante exposición continua
frente a un público extraño?. ¿Practicaríamos el mismo grado de
cautiverio a un niño de tres años, y en muchos casos sin el calor
emocional de la compañía de un semejante?. Y desde un punto de
vista pedagógico, ¿tiene sentido la existencia de recintos de
exposición de animales en un tiempo en que las tecnologías de la
comunicación y la información (TIC) nos permiten acceder al
conocimiento global de todas las especies vivas existentes en el
planeta a través de nuestros dispositivos móviles domésticos,
prácticamente en tempo real, y sin abducirlos de sus hábitats
naturales?. Un alegato de defensa que antaño, cuando popularmente no
se podía acceder al mundo de la fauna exótica, aún podía
entenderse desde un enfoque divulgativo, pero que en la actualidad
cae por su propio peso. Es por ello que los zoos contemporáneos ni
son éticos ni pedagógicos y, por tanto, han quedado obsoletos en el
tiempo. Siendo tan solo admisibles los recintos de animales virtuales
mediante la tecnología de los hologramas (como es el caso del zoo de Japón), que además de poder conocer la vida y costumbres de los
animales en su entorno natural recreado nos permite interactuar con
ellos sin intromisión nociva alguna por nuestra parte. Lo contrario
es, simple y llanamente, maltrato de seres sintientes.
Los animales, como seres
sintientes, deben vivir en su hábitat natural del que el ser humano
no solo debe respetar sino también proteger. Pues solo el hombre es
el causante del posible maltrato animal y de la posible extinción de
ciertas especies y de su medio ambiental, ya que la naturaleza por sí
misma ya establece los principios de equilibrio básicos entre los
diversos ecosistemas interrelacionados en el mundo animal sin la
fatídica mano humana.
Pero a nadie se le escapa
que otro aspecto espinoso de nuestra relación con los animales es el
trato al que les sometemos como objeto de nuestra dieta carnívora,
en el contexto de un mercado de consumo de masas. Hay que tener mucho
estómago para poder presenciar, ya sea en directo o en diferido, los
programas generalizados de crianza y engorde de los animales de
granja, así como los procesos industriales de su posterior
sacrificio para la elaboración de paquetes cárnicos consumibles.
Toda una cadena de horrores, en la mayoría de los casos, maquillado
por la estética marquetiniana de los puntos de venta de tiendas y
supermercados bajo la máxima de “ojos que no ven, corazón que no
siente”. Una filosofía de vida de desconocimiento consciente
colectivo convertido en credo en el mundo occidental de Mercado. Una
realidad, no obstante, que en un futuro no muy lejano será resuelto
mediante el consumo de carne elaborada por laboratorio sin necesidad
del sacrificio animal, y con máximas garantías sanitarias y
alimentarias, dando solución a su vez al serio problema
medioambiental global de consumo de agua, deforestación del mundo
vegetal, y emisiones de dióxido de carbono que conlleva la práctica
ganadera.
El hombre, como ser
sintiente en la cúspide de la inteligencia animal del planeta, debe
hacerse responsable de su relación con el resto de animales,
ampliando su concepto humanista al conjunto de animales que, como
seres vivos, son seres sintientes al igual que nosotros. La buena
noticia es que, aunque de manera lenta pero progresiva, vamos
avanzando en la protección y respeto animal como lo evidencia la
normativa legal existente sobre maltrato animal que penaliza al ser
humano maltratador por acción u omisión. Pero aún queda mucho
camino que recorrer, y una de las medidas a tomar a corto plazo es,
sin lugar a dudas, la erradicación de las cárceles animales a las
que eufenísticamente denominamos como zoológicos. Pues los zoos no tienen
cabida en un sistema educativo avanzado en valores respetuosos
medioambientalmente, siendo contrarios a los principios rectores de la
ética y la docencia propia del ser humano del siglo XXI.
Nota: Este y otros artículos de reflexión se pueden encontrar recopilados en el glosario de términos del Vademécum del ser humano