Estamos imbuidos en la
filosofía positivista del “todo pasa por algo”, como aceptación
proactiva ante los revés de la vida. Un recurso de gestión
psicoemocional que si bien puede ser beneficioso para la salubridad
mental de una persona que experimenta un proceso de cambio, nada
tiene que ver con el cumplimiento de ninguna expectativa futura más
o menos profética. Es decir, el sentido tácito de esperanza por
alcanzar un estadio de vida mejor que destila la muletilla “todo
pasa por algo” no tiene más correlación con la realidad de un
escenario futuro próximo que la puramente estadística, siendo
conscientes que ésta es el resultado de un cálculo de
probabilidades de la que participan innumerables variables, muchas de
las cuales escapan a nuestro control.
La única certeza de la
filosofía positivista del “todo pasa por algo” es, justamente,
la temporalidad de ese algo que, desde el momento que temporalmente
ya es pasado, es de naturaleza circunstancial en nuestras vidas. Una
circunstancia pasajera que nos descubre tres dimensiones bien
definidas, a su vez que descriptivas del fenómeno:
La primera, la asombrante
capacidad humana por establecer patrones singulares de relaciones de
hechos aparentemente inconexos entre sí sucedidos en tiempo pasado
mediante una subjetiva y analítica mirada retrospectiva. Lo que
significa que el hombre, por un lado, tiene la imperiosa necesidad de
justificarlo todo desde su particular nivel de capacidad perceptiva y
de raciocinio personal e intransferible (Cada cual en su grado de
madurez intelectual). Y, por otro lado, que el hombre da sentido a su
vida presente desde el marco referencial de su pasado.
La segunda, la paradoja
capacidad predictiva del hombre por entender que tras el final de un
episodio existencial le sucede uno nuevo, tras el insalvable duelo
que debe transitar del desapego a la aceptación y de éste a la
reinvención, a la vez que manifiesta su terca capacidad de
resistencia al principio de impermanencia de la vida misma.
Y la tercera, la
inagotable capacidad de esperanza que tiene el ser humano de
alcanzar, siempre en un horizonte no muy lejano (por más que éste
se distancie a cada nuevo paso), un futuro mejor. Un impulso de las
personas por levantarse de nuevo tantas veces como haga falta, tras
reponerse de una caída, ad hoc a la fuerza propia emanada
por el aliento vital personal (del individuo) o como respuesta a una
obligación emocional contraída con y para terceros (los seres
queridos más allegados).
Pero con independencia de
la expuesta trilogía dimensional que caracteriza el recurso
psicoemocional del “todo pasa por algo”, el resultado pragmático
solo da opción a dos escenarios factibles: a un nuevo estadio
sostenible en el tiempo, o a la sucesión de nuevos estadios
intermitentes en el tiempo. En otras palabras, hay personas (las
menos) cuyas vidas transcurren como si de una línea continua de
carretera se tratase; y las hay (las más) cuyas vidas transitan en
un continuo salto entre las diferentes líneas discontinuas
consecutivas de su carretera particular.
Por otra parte, cabe
apuntar de manera complementaria que la fenomenología del “todo
pasa por algo” tanto puede ser percibido como el preludio de una
singularidad anunciada, como la reafirmación de dicha singularidad
ya consumada. Entendiendo singularidad en su dimensión de punto y
final de una circunstancia o hecho. En tal caso, la capacidad del ser
humano de pronosticar el fin a corto, medio o largo plazo del estado
concreto de una situación, o de comprender las circunstancias a
posteriori respecto a un final sobrevenido de la misma, vine
determinado por el grado de conocimiento que las personas podemos
llegar a tener sobre la sucesión de acontecimientos que desde la
lógica abocan irremediablemente al fin de dicha singularidad. Por lo
que podemos afirmar que cuando usamos el recurso de “todo pasa por
algo” como anuncio del desenlace de un acontecimiento, no estamos
más que expresándonos desde la lógica de la ecuación de una suma
de historias interrelacionadas entre sí y con un resultado común
racionalmente posible. Es por todo ello que podemos concluir que el
fenómeno del recurso “todo pasa por algo” tanto es una falacia
en sí misma como, a su vez, es una verdad en sí misma. Todo depende
del punto de referencia del observador respecto al sistema de
referencias de la singularidad observada.