viernes, 26 de octubre de 2018

La Bandera, símbolo de la identidad cultural del hombre social

Unidad de Música de la IGE. Palacio de Capitanía Barcelona

Tengo que reconocer que de bien pequeño he escuchado a mi padre cantar “Las Corsarias” cada vez que viajábamos en coche, junto a otras canciones castrenses, y eso que su formación y carrera profesional fue en ingeniería. Pero el contexto educacional de una época histórica concreta -en la que España aún mantenía su antiguo protectorado de Marruecos: Rif, Ifni y Tarfaya- deja su huella, y más si pedagógicamente con sangre la letra entra (sin dramatizar, eso sí). Por lo que personalmente ha sido un placer el poder disfrutar ayer noche del 175 aniversario de la institucionalización de la bandera española en el claustro del Palacio de Capitanía de Barcelona -pues uno, como todos, somos productos culturales desde el momento incluso anterior a nuestra propia concepción-, en una velada amenada por el concierto a cargo de la Unidad de Música de Inspección General del Ejército. Un acto en rememoración del 13 de octubre de 1843 en que la reina Isabel II unificó, en la actual bandera española rojigualda, las banderas, estandartes y escarapelas reglamentarias establecidas por el rey Carlos III en 1785 para las Marinas de Guerra y Mercante.

Qué decir que como ciudadano del mundo de nacionalidad española el acto me ha emocionado, y como filósofo humanista me ha invitado a reflexionar sobre la bandera como conceptualización de una idea social participada por un grupo de personas de una misma colectividad. En este sentido, es por todos sabido que el hombre, como animal social -como diría el ilustrado Rousseau-, se estructura y relaciona mediante Estados a nivel global, siendo los Estados una organización política común, sobre el territorio concreto de una comunidad social de personas, que ostenta unos órganos de gobierno propios de naturaleza soberana e independiente políticamente a otras comunidades sociales. Y dichos Estados, desde una causística antropológica, podemos decir que son producto de una narrativa histórica singular que se sintetiza (por decantación de un proceso de destilación social a lo largo del tiempo) en una identidad cultural propia. (No vamos a entrar aquí a dirimir qué es y qué no es cultura desde un punto de vista de identidad social). Así pues, la pregunta que cabe hacerse llegados a este punto, no es otra que, ¿cómo los Estados manifiestan su identidad cultural diferencial respecto a otros Estados como comunidades sociales diferentes?. La respuesta la tenemos recogida en las Constituciones -unas más democráticas que otras- de todos los Estados existentes: sus símbolos identitarios. Los cuales se definen a su vez, siempre y como denominador común en todos los Estados, como tres: la bandera, el escudo y el himno nacional.

Así pues, la bandera es un símbolo identitario cultural diferenciador. Pero vayamos por partes. Cuando hablamos de símbolo nos estamos refiriendo a la representación perceptible o formal de una idea, con rasgos asociados por una convención socialmente aceptada. Cuando hablamos de identidad, nos referimos a un conjunto de rasgos o características de una comunidad de personas que permiten distinguirlas de otras en un sistema compartido de referencias, como pueda ser el planeta Tierra. Mientras que cuando hablamos de cultura, especificamos, dentro del contexto identitario, la suma de valores, tradiciones, creencias y modos de comportamiento que se relacionan como elemento cohesionador dentro de una comunidad social, y que hace que los individuos que forman parte de la misma desarrollen un sentimiento de pertenencia y, por extensión, de arraigo psicoemocional.

Es por ello que aquellas personas que se manifiestan contrarios a la bandera de su propio Estado se están manifestando, en definitiva, en contra de la percepción simbólica de la identidad y la cultura que representa, lo que significa que no se sienten identificados con la misma, y por tanto no se sienten parte de la comunidad social de la que participan. Por lo que tienen todo el derecho a salir de la misma en busca de otra comunidad social externa más acorde a su concepto de identidad cultural. ¡Solo faltaría!. De hecho, nadie se lo va a impedir. Como de igual manera nadie obliga a nadie a compartir mesa y compañía contra su voluntad.

Pero otra cosa bien distinta es combatir la bandera desde el seno de la misma comunidad y sin voluntad de querer marcharse en busca de otras organizaciones socioculturales más afines, pues al ser la bandera un símbolo de Estado recogido constitucionalmente, están atacando de facto los cimientos de la propia Constitución como ley fundamental sobre la que se organiza cualquier Estado del planeta. Lo cual puede llegar a ser un acto deliberadamente antidemocrático (debidamente tipificado en el ordenamiento jurídico), y por tanto conscientemente totalitario, si no se aceptan las reglas democráticas que permiten modificar de sentido una convención socialmente aceptada por parte de una mayoría cualificada de los ciudadanos que conforman ese mismo Estado. En tal caso, como la bandera representa los valores superiores expresados en la Constitución, siendo un signo de soberanía, independencia, unidad e integridad del Estado, éste tiene la obligación de defenderse mediante los poderes democráticamente constituidos (legislativo, ejecutivo y judicial) en el cumplimiento de los derechos, obligaciones y libertades reglados para todos sus ciudadanos. Fuera de este marco es vivir en el mundo ficticio de los yupis, enajenados a la realidad de la idiosincrasia de la naturaleza humana.

El hombre que ataca su propia bandera reniega de su identidad cultural, puede acabar convirtiéndose en un antidemócrata y, en casos extremos, renunciar a su naturaleza social. Así pues, si un hombre deja de ser social, por definición es un antisocial. Si ataca la Democracia, por opuesto defiende el totalitarismo. Y si pierde su identidad cultural, ¿cómo va a saber quién es?.

La única carga política que tiene una bandera es justamente el modelo de organización política de Estado que representa: democrático o no democrático (simplificando), y no el color de turno del partido político que gobierna (propio de mentes cortas en raciocinio). El resto de cargas perceptibles de una bandera son exclusivamente simbólicas tanto de la naturaleza cultural del hombre como identidad individual, como de la naturaleza social del hombre como miembro de una comunidad. Por lo que no existe hombre sin bandera, al igual que no existe hombre sin su dimensión esencial cultural y social. Pues lo primero, la bandera, es una manifestación simbólica diferencial de lo segundo, la identidad cultural y social. Ya que es una certeza el hecho que si bien el hombre vive en el mundo de las formas, éstas requieren para su conceptualización de la interrelación con el mundo simbólico de las ideas. Puesto que todas las ideas, antes de ser formas, son símbolos en el universo cognoscente del ser humano. Y no entender esto es deambular erráticamente por la vida como una hormiga apátrida sin antenas.

Como el vino de Jerez, y el vinillo de Rioja, son los colores que tiene el símbolo de mi rica identidad cultural. Pues yo, como ser pensante y sintiente, sé perfectamente cual es la comunidad social a la que pertenezco -con sus luces y sus sombras- dentro del collage multicultural que es este mundo que compartimos todos los miembros de la raza humana. Y sobre este conocimiento sé dónde nací, cuáles son mis raíces culturales, cómo me llamo, quién es mi familia y dónde vivo. Al igual que sé, sin prejuicios ni complejos, que mi identidad cultural es un derecho natural inalienable por nacimiento, cuyo símbolo frente al resto del mundo es la bandera de mi país.


Nota: Este y otros artículos de reflexión se pueden encontrar recopilados en el glosario de términos del Vademécum del ser humano