Unidad de Música de la IGE. Palacio de Capitanía Barcelona |
Tengo que reconocer que
de bien pequeño he escuchado a mi padre cantar “Las Corsarias”
cada vez que viajábamos en coche, junto a otras canciones
castrenses, y eso que su formación y carrera profesional fue en
ingeniería. Pero el contexto educacional de una época histórica
concreta -en la que España aún mantenía su antiguo protectorado de
Marruecos: Rif, Ifni y Tarfaya- deja su huella, y más si
pedagógicamente con sangre la letra entra (sin dramatizar, eso sí).
Por lo que personalmente ha sido un placer el poder disfrutar ayer
noche del 175 aniversario de la institucionalización de la bandera
española en el claustro del Palacio de Capitanía de Barcelona -pues
uno, como todos, somos productos culturales desde el momento incluso
anterior a nuestra propia concepción-, en una velada amenada por el
concierto a cargo de la Unidad de Música de Inspección General del
Ejército. Un acto en rememoración del 13 de octubre de 1843 en que
la reina Isabel II unificó, en la actual bandera española
rojigualda, las banderas, estandartes y escarapelas reglamentarias
establecidas por el rey Carlos III en 1785 para las Marinas de Guerra
y Mercante.
Qué decir que como
ciudadano del mundo de nacionalidad española el acto me ha
emocionado, y como filósofo humanista me ha invitado a reflexionar
sobre la bandera como conceptualización de una idea social
participada por un grupo de personas de una misma colectividad. En
este sentido, es por todos sabido que el hombre, como animal social
-como diría el ilustrado Rousseau-, se estructura y relaciona
mediante Estados a nivel global, siendo los Estados una organización
política común, sobre el territorio concreto de una comunidad
social de personas, que ostenta unos órganos de gobierno propios de
naturaleza soberana e independiente políticamente a otras
comunidades sociales. Y dichos Estados, desde una causística
antropológica, podemos decir que son producto de una narrativa
histórica singular que se sintetiza (por decantación de un proceso
de destilación social a lo largo del tiempo) en una identidad
cultural propia. (No vamos a entrar aquí a dirimir qué es y qué no
es cultura desde un punto de vista de identidad social). Así pues,
la pregunta que cabe hacerse llegados a este punto, no es otra que,
¿cómo los Estados manifiestan su identidad cultural diferencial
respecto a otros Estados como comunidades sociales diferentes?. La
respuesta la tenemos recogida en las Constituciones -unas más
democráticas que otras- de todos los Estados existentes: sus
símbolos identitarios. Los cuales se definen a su vez, siempre y
como denominador común en todos los Estados, como tres: la bandera,
el escudo y el himno nacional.
Así pues, la bandera es
un símbolo identitario cultural diferenciador. Pero vayamos por
partes. Cuando hablamos de símbolo nos estamos refiriendo a la
representación perceptible o formal de una idea, con rasgos
asociados por una convención socialmente aceptada. Cuando hablamos
de identidad, nos referimos a un conjunto de rasgos o características
de una comunidad de personas que permiten distinguirlas de otras en
un sistema compartido de referencias, como pueda ser el planeta
Tierra. Mientras que cuando hablamos de cultura, especificamos,
dentro del contexto identitario, la suma de valores, tradiciones,
creencias y modos de comportamiento que se relacionan como elemento
cohesionador dentro de una comunidad social, y que hace que los
individuos que forman parte de la misma desarrollen un sentimiento de
pertenencia y, por extensión, de arraigo psicoemocional.
Es por ello que aquellas
personas que se manifiestan contrarios a la bandera de su propio
Estado se están manifestando, en definitiva, en contra de la
percepción simbólica de la identidad y la cultura que representa,
lo que significa que no se sienten identificados con la misma, y por
tanto no se sienten parte de la comunidad social de la que
participan. Por lo que tienen todo el derecho a salir de la misma en
busca de otra comunidad social externa más acorde a su concepto de
identidad cultural. ¡Solo faltaría!. De hecho, nadie se lo va a
impedir. Como de igual manera nadie obliga a nadie a compartir mesa y
compañía contra su voluntad.
Pero otra cosa bien
distinta es combatir la bandera desde el seno de la misma comunidad y
sin voluntad de querer marcharse en busca de otras organizaciones
socioculturales más afines, pues al ser la bandera un símbolo de
Estado recogido constitucionalmente, están atacando de facto
los cimientos de la propia Constitución como ley fundamental sobre
la que se organiza cualquier Estado del planeta. Lo cual puede llegar
a ser un acto deliberadamente antidemocrático (debidamente
tipificado en el ordenamiento jurídico), y por tanto conscientemente
totalitario, si no se aceptan las reglas democráticas que permiten
modificar de sentido una convención socialmente aceptada por parte
de una mayoría cualificada de los ciudadanos que conforman ese mismo
Estado. En tal caso, como la bandera representa los valores
superiores expresados en la Constitución, siendo un signo de
soberanía, independencia, unidad e integridad del Estado, éste
tiene la obligación de defenderse mediante los poderes
democráticamente constituidos (legislativo, ejecutivo y judicial) en
el cumplimiento de los derechos, obligaciones y libertades reglados
para todos sus ciudadanos. Fuera de este marco es vivir en el mundo
ficticio de los yupis, enajenados a la realidad de la idiosincrasia
de la naturaleza humana.
El hombre que ataca su
propia bandera reniega de su identidad cultural, puede acabar
convirtiéndose en un antidemócrata y, en casos extremos, renunciar
a su naturaleza social. Así pues, si un hombre deja de ser social,
por definición es un antisocial. Si ataca la Democracia, por opuesto
defiende el totalitarismo. Y si pierde su identidad cultural, ¿cómo
va a saber quién es?.
La única carga política
que tiene una bandera es justamente el modelo de organización
política de Estado que representa: democrático o no democrático
(simplificando), y no el color de turno del partido político que
gobierna (propio de mentes cortas en raciocinio). El resto de cargas
perceptibles de una bandera son exclusivamente simbólicas tanto de la
naturaleza cultural del hombre como identidad individual, como de la
naturaleza social del hombre como miembro de una comunidad. Por lo
que no existe hombre sin bandera, al igual que no existe hombre sin
su dimensión esencial cultural y social. Pues lo primero, la bandera,
es una manifestación simbólica diferencial de lo segundo, la
identidad cultural y social. Ya que es una certeza el hecho que si
bien el hombre vive en el mundo de las formas, éstas requieren para
su conceptualización de la interrelación con el mundo simbólico de
las ideas. Puesto que todas las ideas, antes de ser formas, son
símbolos en el universo cognoscente del ser humano. Y no entender
esto es deambular erráticamente por la vida como una hormiga
apátrida sin antenas.
Como el vino de Jerez, y
el vinillo de Rioja, son los colores que tiene el símbolo de mi rica
identidad cultural. Pues yo, como ser pensante y sintiente, sé
perfectamente cual es la comunidad social a la que pertenezco -con
sus luces y sus sombras- dentro del collage multicultural que es este
mundo que compartimos todos los miembros de la raza humana. Y sobre
este conocimiento sé dónde nací, cuáles son mis raíces
culturales, cómo me llamo, quién es mi familia y dónde vivo. Al
igual que sé, sin prejuicios ni complejos, que mi identidad cultural
es un derecho natural inalienable por nacimiento, cuyo símbolo
frente al resto del mundo es la bandera de mi país.
Nota: Este y otros artículos de reflexión se pueden encontrar recopilados en el glosario de términos del Vademécum del ser humano