Si ponemos a un gato
entre perros, al cabo del tiempo quizás el gato se crea un perro
hasta el punto de adaptar diversos hábitos caninos e incluso, quien
sabe, puede que llegue a aprender a ladrar. Pero por mucho que el
gato quiera ser como un perro, el gato no dejará de moverse,
anhelar, intuir y soñar como un felino. Y si bien el resto de perros
podrá acabar aceptándolo en su jauría, esto no significa que dejen
de verlo como un gato. Pues un perro es un perro y un gato es un
gato.
En el caso que el gato se
adapte al mundo de los perros, diremos del gato que tiene un alto
nivel de inteligencia emocional, pues ha sabido resolver óptimamente
su coyuntura existencial para beneficio propio y en relación al
nuevo entorno a priori extraño. Y aún más, determinaremos
que entre sus capacidades destaca la competencia profesional canina.
Un punto en el currículum a su favor en un contexto de y para
perros. Pero aunque el felino tenga el don natural de la inteligencia
emocional suficiente para adaptarse frente a nuevos retos en un mundo
de podencos, así como una competencia profesional canina aprehendida
y progresivamente perfeccionada, el gato no dejará de ser gato en la
intimidad de su vida privada.
De esta pequeña
pseudofábula introductoria, y continuando con el juego de símiles,
podemos deducir que tanto un gato continua siendo un gato aunque
ejerza de perro, como que un gato, en un mundo de perros, tiene
difícil su supervivencia si no acaba por adaptarse al entorno
canino. Dos axiomas que si bien son obvios para el entendimiento de
todos, paradógicamente no se contemplan como reglas normalizadas y
menos aún estandarizadas en el mercado laboral. Puesto que nos
hayamos inmersos en la rueda productiva de una sociedad que exige,
para poder subsistir, competencias profesionales homogeneizadoras y
una exigente capacidad de adaptación personal a éstas como reflejo
de un entorno laboral con efecto embudo, con independencia del perfil
ocupacional y de la singular conjugación de inteligencias múltiples
que definan el talento individual de cada persona.
Así pues, el gato, aun
sin quererlo, se ve abocado a aprender a comportarse y ladrar como un
perro. Pero no le sucede solo al gato, sino también al resto del
bestiario que no procede de la familia canina. Ya que tocan tiempos
donde impera el ladrido, y tan importante como ser un perro es
aparentarlo. Un dilema existencial para los no-perros que no solo nos
enfrenta a un problema de conciencia individual que pone a examen de
pragmatismo nuestro libre albedrío, sino que afecta de lleno a la
ética de la coherencia del comportamiento humano con su propia
naturaleza como ser individual. ¿Hasta dónde deben llegar los
límites del gato por actuar como un perro sin traicionarse a sí
mismo? ¿Y si los límites no los marca el gato, sino el entorno
canino que por definición ya extramilitan el umbral de la ética
felina?. Está claro que ante esta tesitura el horizonte del
planteamiento -como metáfora de la realidad social- no es si
comportarse o no como un perro, problema de fácil resolución desde
un punto de vista ético, sino el hecho que optar por una u otra
opción equivale a integrarse (y por extensión beneficiarse
materialmente) del sistema o exiliarse del mismo. Y ya sabemos todos
que el gato gusta de comer al menos tres veces al día, y no
cualquier comida (pues es por naturaleza sibarita), y de disfrutar de
la calidez de un hogar que le proporcione una existencia cómoda.
La buena noticia es que
en la vida no todo es blanco y negro, pues nuestra capacidad racional
nos permite desarrollar intelectualmente, desde la lógica más
convincente (al menos para nosotros mismos), el concepto del gris en
su justa y extensa gama manifestable entre los opuestos cromáticos.
Tanto es así que, como en la paradoja física de Schrödinger, el
gato tanto puede ser un perro como no serlo a la vez. Una vía
existencial que resuelve el problema de la ética del gato en un
mundo de perros, pero cuyo estado de conciencia -que no físico-
depende del trabajo de madurez y crecimiento personal de cada gato en
su individualidad.
Y así, el gato dejó de
ladrar al finalizar su jornada laboral para volver a maullar una vez
traspasó la puerta de su casa. Y subido a la repisa de la ventana,
tras relamerse orejas y ocio, fijó como cada atardecer la mirada en
la calle para filosofar felinamente, pipa en boca, sobre la vida y
sus misterios.