El tiempo se detiene, y
con él las partículas que confieren densidad al ambiente quedan
suspendidas indeterminadamente en medio de una nada que es el Todo.
La joven de veinte años tiene frente a sí un regalo que le ofrece
la caprichosa diosa Fortuna: poder adquirir un conocimiento que le
capacite para alcanzar su sueño profesional y poder disfrutar de una
existencia de mayor calidad de vida personal. Un regalo en forma de
pastilla verde, a diferencia del dilema clásico de las píldoras
rosada y azul de Neo, que solo tiene dos condiciones: la primera es
que debe ser ingerida en el momento en el que se manifiesta frente a
ella, en caso contrario la cápsula se descompone y con ella se
esfuma la oportunidad de recibir el preciado regalo; mientras que la
segunda condición es que a cambio, la Fortuna exige que para no
olvidar el alto valor del presente que se ofrece la joven debe
depositar en el altar de la divinidad una pequeña moneda a lo largo
de todos los días durante un total de 36 meses. La joven
veinteañera, a la que no le supone un problema la ofrenda diaria de
una pequeña moneda, duda en aceptar el regalo caído del cielo que le
asegura un camino de prosperidad en su vida. Y en su recelo hacia las
decisiones que reclaman premura, propio de su naturaleza dubitativa y
de su carencia de visión de futuro por falta de experiencia vital,
rechaza con tanta firmeza como terquedad el regalo. Por lo que la
píldora verde desaparece como un sueño frente a ella tan rápido
como la esquiva Fortuna sigue su azaroso camino.
El tiempo se detiene, y
con él la luz que entra en el habitáculo se congela en su
intensidad lumínica sobre todos los objetos colindantes en los que
se reflecta. La joven de cuarenta años tiene frente a sí un regalo
que le ofrece la caprichosa diosa Fortuna: poder adquirir un
conocimiento que le capacite para alcanzar su sueño profesional y
poder disfrutar de una existencia de mayor calidad de vida personal.
El regalo, en forma de pastilla verde, enciende el fuego interior de
la esperanza en la joven por escapar de una vida limitada por
demasiadas cargas familiares que le condenan a la penuria. Las ansias
por ingerir sin demora la gragea aumentan, con la mirada clavada en
la verde cápsula, al ritmo en que se acelera las pulsaciones de su
corazón expectante. Pero la diosa Fortuna exige un pago que, aun
pequeño por simbólico que sea, se le escapa de sus posibilidades. Y
con profundo desasosiego, la joven de cuarenta años -en cuya piel
curtida se puede leer el relato de una existencia abrupta-, rehúsa
con los ojos cerrados el regalo de una vida mejor para no ver como
éste desaparece con la misma celeridad como apareció.
El tiempo, liberado de su
pausa casi eterna por la presencia fugaz de la diosa de la Fortuna se
apresura por retomar su flujo continuo, haciendo que las partículas
del ambiente prosigan en su juego de densidad alrededor de la joven
de veinte años, y que la luz reflectante en los objetos del
habitáculo de la joven de cuarenta años tomen nuevas tonalidades
desde nuevos ángulos iluminados. La vida, sin cambios, continúa
tejiendo la historia personal de ambas jóvenes desde la misma
puntada de hilo en la que estaba.
Es curioso observar como
por inconsciencia o incapacidad, como es el caso de las jóvenes
protagonistas de este pequeño relato, en demasiadas ocasiones
dejamos escapar una ocasión única en la vida como es que en nuestro
breve y caduco camino mortal se nos cruce la diosa de la Fortuna, la
cual si por algo se caracteriza es por su presencia tan azarosa como
difícil de encontrar, y más si cabe de repetir un posible nuevo
encuentro futuro. Pero así es la naturaleza humana. Estoy convencido
que la joven veinteañera se irá a dormir esta noche sin ser
consciente de la gran oportunidad perdida que la divinidad de la
buena suerte le ha ofrecido para cambiar hacia mejor su vida, una
experiencia que quizás recuerde con sentimiento retrospectivo de
culpa dentro de unos años no muy lejanos. Mientras que la joven de
cuarenta años no pegará ojo durante varias noches, con toda
probabilidad, pensando en lo que podía haber representado un cambio
a mejor en su vida y no será, quizás atrapada por un bajo
sentimiento de autoestima que le ha impedido luchar por buscar
alternativas que dieran con la solución a tan insignificante pago
reclamado por la caprichosa Fortuna. En todo caso, si alguien es
indiferente a los estados de ánimo de los mortales, esta es
justamente la diosa de la opulencia que con su cornucopia va
regalando prosperidad a aquellos que, sin dilación y con firme y
valiente determinación, aceptan con agrado su pastilla verde tan
pronto como el azar se la ofrece, aunque el regalo conlleve un
pequeño pago. Pues pequeño es el pago, por esfuerzo personal que
nos represente, de alcanzar una vida a mejor. Aunque para prosperar
primero hay que poder ver (ser conscientes de) el camino que nos
conduce a la prosperidad. Y aquí la madurez personal es un grado,
que en muchos casos se adquiere mediante el coste de la experiencia
vital.